—Buen día y mejor mañana —dijo—. Me alegro de estar en Farnham.
Y empezó a hacer juegos malabares.
Lanzó al aire una pelota roja y otra amarilla. Parecía que sus manos no se movían. ¡Era bellísimo verlo!
Sus dedos gordos lanzaban las pelotas al aire trazando un círculo constante, despacio al principio y, gradualmente, a una velocidad vertiginosa. Cuando lo aplaudieron se llevó una mano a la túnica y sumó una pelota verde. Y después otra azul. Y... ¡oh, una marrón!
«Sería maravilloso poder hacerlo», pensó Rob.
Contuvo la respiración, a la espera de que a Barber se le cayera una pelota, pero él controló fácilmente las cinco, sin dejar de hablar. Hizo reír a la gente. Contó chistes y entonó canciones ligeras.
Luego hizo malabarismos con anillas de cuerda y con platos de madera, y más tarde llevó a cabo pruebas de magia. Hizo desaparecer un huevo, encontró una moneda entre los cabellos de un chiquillo y logró que un pañuelo cambiara de color.
—¿Os entretendría ver como hago desaparecer una jarra de cerveza?
Todo el mundo aplaudió. La camarera entró corriendo a la taberna y salió con una jarra espumosa. Barber se la llevó a los labios y la vacío de un único y largo trago. Hizo una reverencia ante las risas y los aplausos afables y después preguntó a las espectadoras si alguna deseaba una cinta.
—¡Oh, ya lo creo! —exclamó la camarera.
Era una mujer joven y fuerte, y su respuesta, tan espontánea e ingenua, provoco risillas entre los presentes.
Barber miró a la chica a los ojos y sonrió.
—¿Cómo te llamas?
—Oh, señor, me llamo Amelia Simpson.
—¿Eres la señora Simpson?
—No estoy casada.
Barber cerró los ojos.
—¡Qué pena! —exclamó, galante—. Señorita Amelia, ¿de qué color prefieres la cinta?
—Roja.
—¿Y cómo de larga?
—Dos yardas me irían perfectas.
—Es de esperar que sea así —murmuró el barbero y enarcó las cejas.
Hubo risas chuscas, pero Barber pareció olvidarse de la camarera. Cortó un trozo de cuerda en cuatro partes y luego lo reunió y volvió a unificarlo, empleando únicamente gestos. Colocó un pañuelo sobre una anilla y lo convirtió en una nuez. Después, casi por sorpresa, se llevó los dedos a la boca y extrajo algo de entre los labios, deteniéndose para mostrarle al publico que se trataba del extremo de una cinta roja. Ante la mirada de los espectadores, la extrajo trocito a trocito de su boca, encorvando el cuerpo y bizqueando a medida que salía. Finalmente, tensó el extremo, se agachó para coger su daga, acercó el filo a sus labios y cortó la cinta. Se la entregó a la camarera con una reverencia.
Al lado de la joven se encontraba el aserrador de la aldea, que extendió la cinta sobre su vara de medir.
—¡Mide exactamente dos yardas! —declaró, y sonó una salva de aplausos ensordecedores.
Barber esperó a que el barullo cesara y levantó un frasco de su medicina embotellada.
—¡Señores, señoras y doncellas! Solo mi Panacea Universal prolonga el tiempo que os ha sido asignado y regenera los gastados tejidos del cuerpo. Vuelve elásticas las articulaciones rígidas y rígidas las articulaciones flácidas. Da una chispa pícara a los ojos agotados. Transmuta la enfermedad en salud, impide la caída del pelo y logra que vuelvan a brotar las coronillas brillantes. Aclara la visión nublada y agudiza los intelectos embotados.
»Se trata de un excelente cordial, más estimulante que el mejor tónico, un purgante más suave que una lavativa de crema. La Panacea Universal combate la hinchazón y el flujo sanguíneo lento, alivia los rigores del sobreparto y el sufrimiento de la maldición femenina, y extirpa los trastornos escorbúticos traídos a la costa por la gente marinera. Es buena para bestias o humanos, la perdición de la sordera, ojos doloridos, toses, consunciones, dolores de estómago, ictericia, fiebre y escalofríos. ¡Cura cualquier enfermedad! ¡Libra de las preocupaciones!
Barber vendió una buena cantidad de frascos que tenía en la tarima. A continuación, Rob y él montaron un biombo, detrás del cual el cirujano barbero examinó a los pacientes. Los enfermos y los achacosos hicieron una larga cola dispuestos a pagar uno o dos peniques por su tratamiento.
Esa noche cenaron oca asada en la taberna, la primera vez que Rob probaba una comida comprada. Le pareció sumamente fina, pese a que Barber decretó que la carne estaba demasiado cocida y protestó por los grumos del puré de nabos. Mas tarde, Barber extendió sobre la mesa un mapa de la Isla Británica. Era el primer mapa que veía Rob y contempló fascinado cómo el dedo de Barber trazaba una línea serpenteante: la ruta que seguirían durante los meses siguientes.
Finalmente, con los ojos casi cerrados, regresó soñoliento al campamento bajo la brillante luz de la luna y se preparó el lecho. Pero en los últimos días habían ocurrido tantas cosas, que su mente deslumbrada rechazó el sueño.
Estaba despierto a medias y escudriñando las estrellas cuando retornó Barber en compañía de alguien.
—Bonita Amelia— dijo Barber—, muñeca bonita: me bastó una mirada a esa boca llena de deseos para saber que moriría por ti.
—Cuidado con las raíces o darás con tus huesos en tierra —advirtió la joven.
Rob continuó acostado y oyó los húmedos sonidos de los besos, el roce de las ropas al quitárselas, risas y jadeos. Luego, el deslizamiento de las pieles al separarse.
—Será mejor que yo me ponga debajo por la barriga —oyó decir a Barber.
—Una barriga prodigiosa —dijo la moza con tono bajo y travieso—. Será como rebotar en una gran cama.
—Vamos, doncella, vente a mi lecho.
Rob quería verla desnuda, pero cuando se atrevió a mover la cabeza, la camarera ya no estaba de pie y solo divisó el pálido brillo de las nalgas.
Aunque su respiración era ruidosa, por lo que ellos se preocuparon hubiera dado lo mismo que gritara. En seguida vio que las manos grandes y rollizas de Barber rodeaban a la mujer para aferrar los orbes blancos y giratorios.
—¡Ah, muñeca!
La muchacha gimió.
Se durmieron antes que él. Por fin Rob logró conciliar el sueño y soñó con Barber, que no dejaba de hacer malabarismos.
La mujer ya se había ido cuando despertó bajo el fresco amanecer. Levantaron campamento y partieron de Farnham mientras la mayoría de sus habitantes aún seguían en la cama.
Poco después del alba encontraron un campo de zarzamoras y se detuvieron a llenar la cesta. En la siguiente granja que hallaron, Barber consiguió comida. Acamparon para desayunar; mientras Rob encendía la hoguera y cocinaba el tocino y la tostada de queso, Barber puso nueve huevos en un cuenco y añadió una cantidad generosa de nata cuajada, los batió hasta formar espuma y lo coció sin revolver hasta que se formó un pastel esponjoso, que cubrió con moras muy maduras. Pareció alegrarse de la impaciencia con que Rob engulló su parte.
Aquella tarde pasaron junto a una gran torre del homenaje rodeada de tierras de labranza. Rob divisó gente en los terrenos y en lo alto de las almenas. Barber azuzó el caballo para que trotara, deseoso de pasar rápidamente por allí.
Tres jinetes salieron desde la torre en pos de ellos y les gritaron que se detuvieran.
Hombres armados, severos y temibles examinaron con curiosidad el carromato pintarrajeado.
—¿Cuál es tu oficio? —preguntó el que llevaba una ligera cota de malla que distinguía a las personas de categoría.
—Cirujano barbero, señor —respondió Barber.
El hombre asintió satisfecho y giró su corcel.
—Sígueme.
Rodeados por la guardia, traquetearon a través de una pesada puerta empotrada en las murallas, atravesaron una segunda puerta que se alzaba en medio de una empalizada de troncos afilados y cruzaron el puente levadizo que permitía franquear el foso. Rob nunca había estado tan cerca de una fortaleza majestuosa. La inmensa torre del homenaje contaba con cimientos y semimuro de piedra, plantas altas enmaderadas, rebuscadas tallas en el pórtico y los aguilones y una cumbrera dorada que centelleaba bajo el sol.
—Deja tu carromato en el patio y trae tus instrumentos de cirugía.
—¿Qué sucede, señor?
—La perra se ha hecho daño en una pata.
Cargados de instrumentos y de frascos con medicinas, siguieron al hombre por el cavernoso pasillo. El suelo estaba empedrado y cubierto de juncos que hacia falta cambiar. Los muebles parecían dignos de pequeños gigantes. Tres paredes estaban engalanadas con espadas, escudos y lanzas, al tiempo que en la del norte colgaban tapices de colores abigarrados pero desteñidos, junto a los cuales se alzaba un trono de madera oscura tallada.
La chimenea central estaba apagada, pero la sala seguía impregnada del humo del invierno anterior y de un hedor menos atractivo, más penetrante, cuando la escolta se detuvo ante la podenca tendida junto al hogar.
—Hace quince días perdió dos dedos en un cepo. Al principio pareció que curaban bien, pero después empezaron a supurar.
Barber asintió con la cabeza. Quitó la carne de un cuenco de plata depositado junto a la cabeza de la perra y vertió el contenido de dos frascos. La podenca lo vigiló con ojos legañosos y gruñó cuando dejó el cuenco, pero en seguida se dedicó a lamer la panacea.
Barber no corrió riesgos: cuando la perra se distrajo, le ató el morro y le sujetó las patas para que no pudiera utilizar las garras.
El animal tembló y ladró cuando Barber cortó. Olía espantosamente mal y tenía gusanos.
—Perderá otro dedo.
—No debe quedar lisiada. Hazlo bien —dijo el hombre fríamente.
Cuando terminó, Barber limpió la sangre de la pata con lo que quedaba de medicina y la cubrió con un trapo.
—¿Y el pago, señor? —sugirió delicadamente.
—Tendrás que esperar a que el conde regrese de la cacería y pedírselo —respondió el caballero, y se marchó.
Desataron cuidadosamente a la perra, recogieron los instrumentos y se dirigieron al carromato. Barber condujo lentamente, como un hombre autorizado a partir.
En cuanto la torre del homenaje quedo atrás, el barbero gruñó y escupió.
—Es posible que el conde no vuelva en muchos días. Para entonces, si la perra sana, es posible que el santo conde se dignara pagar. Si la perra hubiera muerto o el conde estuviera de mal humor a causa del estreñimiento, podría mandarnos desollar. Huyo de los señores y prefiero tentar mi suerte en los pueblos pequeños —comentó, arreando el caballo.
La mañana siguiente, cuando llegaron a Chelmsford, estaba de mejor talante. Encontraron a un vendedor de ungüentos que ya había montado su espectáculo allí; un hombre elegante ataviado con una llamativa túnica naranja y que llevaba una blanca melena.
—Encantado de verte, Barber —saludó el hombre afablemente.
—Hola, Wat. ¿Aún tienes la bestia?
—No; enfermó y se volvió demasiado huraña. La usé para un azuzamiento.
—Es una pena que no le dieras mi panacea. Se habría curado.
Rieron juntos.
—Ahora tengo otra bestia. ¿Te gustaría verla?
—¿Por qué no? —replico Barber. Detuvo el carromato bajo un árbol y dejó pacer al equino mientras la gente se amontonaba. Chelmsford era una aldea grande y el público, excelente—. ¿Has luchado alguna vez? —preguntó Barber a Rob.
El chico asintió. Le encantaba la lucha, que en Londres era la diversión cotidiana de los hijos de la clase trabajadora.
Wat inició su espectáculo del mismo modo que Barber, con juegos malabares. Sus trucos eran muy hábiles, pensó Rob. Sus narraciones no estaban a la altura de las de Barber y la gente no reía tanto, pero el oso les encantó.
La jaula estaba a la sombra, tapada con un trapo. Los reunidos soltaron murmullos cuando Wat la descubrió. No era la primera vez que Rob veía un oso gracioso. Cuando tenía seis años, su padre lo había llevado a ver un animal semejante que actuaba a las puertas de la posada de Swann, y le había parecido enorme. Cuando Wat llevó al oso abozalado hasta la tarima, sujeto por una larga cadena, le pareció más pequeño. Aunque era poco mayor que un perro grande, se trataba de un ejemplar muy listo.
—¡El oso
Bartram
! —anunció Wat.
El oso se acostó, y cuando Wat le dio la orden, se hizo el muerto, hizo rodar la pelota y la recogió, subió y bajo una escalera y, mientras Wat tocaba la flauta, interpretó el popular y alegre baile de los zuecos, moviéndose torpemente en vez de girar, pero de una manera tan deliciosa que el público aplaudió hasta el último movimiento de la bestia.
—Y ahora —dijo Wat—,
Bartram
luchará con todo aquel que se atreva a desafiarlo. Quien lo arroje al suelo recibirá gratis un tarro de ungüento de Wat, el milagroso agente para el alivio de los males humanos.
Se oyó un divertido murmullo, pero nadie dio un paso al frente.
—¡Venid, luchadores! —los regañó Wat.
A Barber se le iluminaron los ojos y dijo en voz alta:
—Aquí hay un muchacho al que nada lo arredra.
Para sorpresa y gran preocupación de Rob, se vio empujado hacia delante. Unas manos voluntariosas lo ayudaron a subir a la tarima.
—Mi chico contra tu bestia, amigo Wat —dijo Barber.
Wat asintió y ambos rieron a mandíbula batiente.
«¡Ay, madre mía!», se dijo Rob atontado.
Era un oso de verdad. Se balanceó sobre las patas traseras y ladeó su cabeza grande y peluda ante Rob. No era un podenco ni un amigo de la calle de los Carpinteros. Vio unos hombros impresionantes y unos miembros gruesos, e instintivamente quiso saltar de la tarima y huir. Pero escapar suponía desafiar a Barber y todo lo que este representaba en su vida. Escogió la opción menos audaz e hizo frente al animal.
Con el corazón en la boca, trazó un círculo y esgrimió las manos abiertas delante de su adversario, como había visto hacer a menudo a luchadores de más edad. Tal vez no lo había entendido bien; alguien rió y el oso miró en dirección al sonido. Rob intento olvidar que su contrincante no era humano y se comportó como lo habría hecho ante otro chico: se precipitó y procuró que
Bartram
perdiera el equilibrio, pero fue como tratar de desarraigar un árbol inmenso.
Bartram
alzo una pata y lo golpeó perezosamente. Aunque al oso le habían arrancado las garras, el manotazo lo derribó y lo hizo atravesar medio escenario. Ahora estaba algo más que aterrorizado: sabía que no podía hacer nada, y con gusto hubiera puesto pies en polvorosa, pero
Bartram
arrastraba los pies con engañosa rapidez y lo estaba esperando.