El médico de Nueva York (33 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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Aproximadamente dos horas después le despertaron para conducirle a una habitación donde cuatro oficiales de mierda comenzaron a interrogarle de modo atropellado hasta que el que estaba sentado detrás del escritorio inquirió:

—¿Quiénes son tus compinches?

Hickey escupió. Los demás le importaban un comino, y Matthews el que menos, pero tenía claro que no era un chivato. Se convenció de que saldría del atolladero como fuera; una vez libre, tendría tiempo de sobra para ocuparse de Matthews.

El del escritorio se levantó y dijo:

—Se te acusa de sublevación y conspiración. ¿Qué tienes que decir a esto?

—Digo que me gustaría tomar una cerveza.

Después de unas preguntas más, que Hickey ignoró, el del escritorio volvió a ponerse en pie.

—Thomas Hickey, se te acusa de sublevación y conspiración. Debes saber que el 28 de junio próximo te colgaremos del cuello hasta que estés muerto, muerto, muerto.

—Podéis ir al infierno, infierno, infierno —espetó Hickey.

63

Jueves 27 de junio. Mediodía

Karl Gunderson estaba tendido en su propio tajo de carnicero como si fuera un trozo de carne de ternera.

Alrededor de él, profiriendo gritos y plegarias, se hallaba su tercera esposa, Inga, los hijos e hijas de sus tres matrimonios, sus respectivas parejas y una docena de niños. También se habían congregado en torno al carnicero los clientes habituales y aquellos que habían acudido atraídos por el morbo.

Gunderson no estaba muerto, pero agonizaba. Dada su complexión delgada, tendido ahí semejaba un esqueleto con piel.

Los familiares, temerosos de que cualquier movimiento pudiera precipitar su muerte, no osaban trasladarlo a su casa, contigua a la tienda.

Después de abrirse paso entre los clientes y curiosos, Tonneman descubrió ese caos. Le había avisado el nieto de Gunderson, Seth, un chico de unos doce años, de complexión delgada, como todos los Gunderson.

—Dejen pasar al médico —exclamó una mujer.

La cortina humana se descorrió. Inga Gunderson obligó a parientes, clientes y demás a salir a la calle.

El aire en el interior de la tienda era fétido debido al hedor a res desollada. El carnicero sostenía en la mano derecha una pata de cordero. Una cuchilla de carnicero yacía en la base del tajo, del que colgaban ordenadamente cuchillos y cuchillas de todos los tamaños.

Tonneman se inclinó sobre su paciente para tratar de reanimarle. Le salía sangre por la nariz, respiraba con dificultad y tenía la cara morada y los ojos cerrados. De repente pareció que le faltaba aire. Tonneman le levantó los párpados. Tenía las pupilas dilatadas; la del ojo izquierdo más que la del derecho. El hombre se estaba muriendo. Tonneman había visto casos como ése con harta frecuencia. Se trataba de un ataque de apoplejía.

—Traed una almohada y mantas —ordenó el doctor mientras limpiaba la sangre con un pañuelo limpio y le quitaba la res muerta de la mano.

—Voy —dijo el joven Seth echando a correr.

Tonneman tendió la res muerta a la esposa del carnicero. Descubrió que Gunderson tenía el brazo paralizado y el pulso muy débil.

Tonneman ya conocía a Inga Gunderson. La había visitado en diversas ocasiones, pues había sido una víctima más de la gripe. En la última visita le había abierto tres furúnculos y arrancado tres muelas cariadas. Tenía veinticinco años, y de las tres criaturas que había parido sólo una había sobrevivido; ese hijo, no obstante, era muy enfermizo. Condujo a la mujer a un rincón y le dijo:

—Señora Gunderson, sólo cabe dejar que la naturaleza siga su curso.

Gunderson respiraba con dificultad; tenía los labios torcidos. Los tres hijos y las dos hijas del enfermo entraron en la tienda y, junto con la futura viuda, rodearon al moribundo.

Seth regresó con la almohada y las mantas. Una hija, Emily, delgada como su madre, colocó la almohada con suavidad bajo la cabeza de su padre. Éste comenzó a expulsar espuma por la boca. Emily se la enjugó con un pañuelo.

—El delantal —susurró a su madrastra.

Inga Gunderson asintió con la cabeza, y las dos mujeres quitaron al carnicero el delantal de piel verde con mucho cuidado y se lo tendieron al hijo mayor de Gunderson, el heredero, Albert Gunderson.

De repente el moribundo prorrumpió en gritos apagados; la familia echó a llorar. Tonneman sabía que era cuestión de minutos. Le tomó el pulso; latía muy débilmente. Segundos después, Gunderson murió. Había terminado el sufrimiento. Tonneman le cerró los ojos y le cruzó las manos sobre el estómago.

No había nada más que hacer. Había sabido desde el principio que no podría ayudar a ese hombre. Se alejó del cadáver, y las mujeres ocuparon su lugar con el fin de preparar al muerto para el entierro.

Albert Gunderson acompañó a Tonneman hasta donde había atado a
Chaucer.
Observó cómo guardaba la bolsa en la alforja. Los curiosos permanecían ante la puerta, murmurando. Hacía mucho calor.

—Gracias, doctor.

El joven carnicero, que se había puesto el delantal de piel verde, se frotó el estómago tal y como Tonneman había visto hacer a su padre.

El doctor tendió el brazo impulsivamente para tocar el delantal. ¿Por qué no se había acordado antes? Era igual que el delantal con que estaba cubierto el cuerpo de la mujer cuya cabeza Gretel había encontrado en el pozo.

64

Jueves 27 de junio. Desde la tarde hasta el anochecer

—Albert, ¿dónde estabas la noche del sábado 25 de noviembre del año pasado? —preguntó Tonneman con urgencia.

Se le había ocurrido que si uno de los Gunderson era el asesino, le habría resultado muy fácil cometer el crimen, pues no habría tenido que justificar de dónde procedía la sangre. Sin embargo, ni Albert ni sus hermanos y cuñados respondían a la descripción del soldado de tez morena que había sido visto en la zona donde se hallaron los cadáveres.

El carnicero arrugó la frente.

—Si no recuerdo lo que sucedió la semana pasada, aún menos me acordaré de lo ocurrido el año pasado.

—Trata de recordar. Inténtalo. Es una cuestión de vida o muerte. ¿Eres un Hijo de la Libertad?

Aunque algo perplejo, el carnicero respondió con orgullo:

—Sí.

—Por tanto, estuviste en St. Paul's esa noche. ¿Lo recuerdas? Fracasó la misión del azufre.

Albert negó con la cabeza al recordarlo.

—No; no acudí. Estuve toda la semana en Long Island para comprar carne de venado. Llegué a casa el sábado por la noche. Me perdí la liturgia. Mi mujer se enfadó mucho conmigo.

Tonneman caviló unos instantes.

—¿Tu padre era el único carnicero que llevaba delantal verde?

—Sólo el maestro carnicero Gunderson lleva el delantal verde. Esta tradición se remonta al padre de mi abuelo. —Albert se frotó la nariz—. ¿Por qué lo pregunta? —inquirió con cierta impaciencia.

Tonneman fingió no reparar en ella, pues estaba decidido a averiguar la verdad.

—¿Cuántos delantales hay?

—Sólo tres. Cuando regresé de Long Island, faltaba uno. Con tantos soldados en la ciudad, no es de extrañar que desaparezcan las cosas.

—Albert, esto es muy importante. Necesito hablar con todos los hombres de la familia mayores de quince años.

—¿Por qué? —El carnicero sudaba. De repente acudió a su mente una idea que le aterrorizó—. ¿Es que mi padre padecía la peste?

—Por el amor de Dios, nada de eso; tranquilo.

—Oh, Dios, todos moriremos.

—Por favor, Albert.

—La carne. La carne está infectada. ¿Tendré que tirar toda la carne? Estamos arruinados.

—Albert, por favor, cálmate. Necesito que Seth vaya a buscar a una persona y un sitio donde pueda hablar con tu familia, además de papel, pluma y tinta. ¿Puedes hacerme este favor?

—Sí, a cambio de que no cuente a nadie que nuestra carne está infectada. Prométalo.

—Prometo que seré discreto —concedió Tonneman, algo avergonzado por aprovecharse del temor del joven.

Envió a Seth en busca de Goldsmith, quien con toda probabilidad estaría charlando con Molly en la cocina de Rutgers Hill. A continuación procedió a interrogar a los varones del clan Gunderson, quienes, obedientemente, se sentaron en fila en el comedor de la casa. Todos estaban ansiosos por ahuyentar el fantasma de la enfermedad que podría obligarles a cerrar la tienda que les daba de comer.

Goldsmith llegó jadeando. Tonneman se limitó a señalarle el delantal verde de Albert.

—Es el mismo...

Tonneman esbozó una sonrisa.

—Eres un tipo muy listo, alguacil. Veamos si puedes atrapar al asesino.

Goldsmith se encogió de hombros. Los meses que había estado sin trabajo le habían afectado el bolsillo y el orgullo. Encontró la situación poco divertida; últimamente pocas cosas le hacían gracia.

Tonneman le dio unas palmaditas en el brazo.

—No te lo tomes así. Tal vez consigas recuperar el empleo. Sigue interrogándoles. Habla también con las mujeres. He de atender a algunos enfermos.

—¿Crees que uno de los Gunderson es nuestro hombre? —susurró Goldsmith.

—No tengo ni idea.

Tres horas más tarde Tonneman regresó a la casa de los Gunderson y encontró a Goldsmith en el comedor con toda la familia, incluido el muerto, que, amortajado ya, yacía en un ataúd de madera de pino, alrededor del cual se habían dispuesto unas velas que, al consumirse, olían a lavanda.

La escena parecía una combinación de velatorio y merienda. Los hombres y los chicos trataban a Goldsmith con temor reverencial, mientras que las mujeres y las chicas le servían pastelitos. El ex alguacil era, para Tonneman, una caja de sorpresas.

—¿Qué has conseguido, Daniel? ¿Recuperarás el empleo?

Goldsmith sonrió.

—Poco probable; a menos, claro está, que consiga limpiar mi expediente y atrape a ese bastardo. El delantal desapareció el 25 de noviembre. A la mañana siguiente, Gretel halló la cabeza en el pozo.

Tonneman asintió con la cabeza.

—Por lo menos estamos sobre una buena pista.

—Nunca he dudado de ello. Cinco de los hombres no recuerdan dónde estuvieron esa noche o no pueden demostrarlo. El viejo Gunderson se encontraba con su esposa. —Goldsmith se rascó la nariz—. Lo cierto es que ninguno de ellos está tranquilo.

Albert se acercó a ellos.

—¿Albert? —llamó Tonneman.

El carnicero llevaba un letrero que rezaba:
SE ALQUILA HABITACIÓN.

—¿Tendremos que estar en cuarentena?

—No, claro que no.

Albert suspiró aliviado.

:—Luego nadie más ha contraído la peste. Le estoy tan agradecido, doctor... Mañana por la mañana enviaré al chico para que le entregue chuletas de cordero.

—Eres muy amable. Me temo que tendremos que... —Tonneman se interrumpió al reparar en el letrero—. ¿Alquiláis una habitación?

Albert miró el letrero que sostenía en la mano como si se sorprendiera de verlo.

—Ya le habrán contado lo del huésped, ¿verdad?

—¿Huésped? —Goldsmith negó con la cabeza.

—¿Qué huésped?

—El soldado que se alojaba en la habitación de la trastienda.

Tonneman y Goldsmith se miraron atónitos.

—¿El soldado? —preguntó Tonneman alzando la voz—. ¿Dónde demonios está?

—No se preocupe, el soldado Thomas Hickey no irá a ninguna parte. Está en la cárcel. ¿Han visto los carteles con el rostro del hombre que ahorcarán por intentar asesinar al general Washington?

Tonneman asintió con la cabeza.

—Sí.

—Pues es Thomas Hickey. Mañana le cuelgan.

65

Viernes 28 de junio. Mañana

Molly llamó a su puerta temprano. Ya estaba despierto, oyendo un ruido extraño que semejaba el murmullo de un millón de abejas. Ya se había vestido.

—Doctor John, hay un chico, Reuben, que quiere verlo. Dice que es importante.

Molly vertió agua caliente en la jofaina antes de retirarse.

Tonneman bostezó. Había sido una noche muy larga. Él y Goldsmith habían acudido al ayuntamiento para hablar con el soldado Thomas Hickey, pero los guardias no habían podido, o querido, concederles permiso para entrevistarse con él. En cambio, les habían entregado la octavilla donde se anunciaba que Hickey sería ahorcado el viernes 28 de junio —al día siguiente— en Bowery Lane, por sublevación y conspiración. El tipo había intentado asesinar a George Washington como parte de un complot británico para erradicar la rebelión.

Regresaron a Rutgers Hill pasada la medianoche. El ex alguacil quizá seguía durmiendo en la habitación de Jamie o, lo más probable, ya había bajado a la cocina para desayunar y estar cerca de Molly.

Tonneman se afeitó deprisa y descendió por las escaleras presuroso. Encontró a Goldsmith donde sospechaba; sentado cómodamente en la cocina con una taza de té en la mano, charlando con Reuben, el chico de la cara picada de viruelas que trabajaba en el ayuntamiento. Reuben no dejaba de moverse; parecía una marioneta.
Homer
, algo molesto por los movimientos del joven, le mordisqueaba las ropas. El muchacho estaba demasiado alterado para percatarse.

—A mí no me lo dirá —dijo Goldsmith a Tonneman—. Mejor que se lo pregunte rápido, antes de que estalle.

—¿Qué ocurre, muchacho?

Reuben habló atropelladamente:

—No sabía a quién contárselo, señor. Bueno... quiero decir que todavía no se ha nombrado nuevo alcalde, y usted es el juez de paz, ¿no?

—Tranquilo, chico. —Tonneman le sujetó los brazos para que el chico dejara de temblar—. Ahora dime.

—Oh, Dios mío —replicó Reuben, lloroso—. Han encontrado otra cabeza.

—Lo sabía. —Goldsmith se levantó—. ¿De qué color tiene el pelo?

—¿El pelo, señor?

—De qué color tiene el pelo, maldito seas.

—Rojo, señor.

Tonneman exhaló un suspiro.

—¿Dónde?

—Detrás de la taberna Serjeant.

—¿Vamos a echar un vistazo? —preguntó Goldsmith.

Molly lanzó un bufido.

—¿Qué podrá contar una cabeza muerta? Lo fundamental ahora es hablar con ese Hickey antes de que lo ejecuten.

—Tiene razón —concedió Tonneman—. Vámonos.

—Claro —asintió Goldsmith, dándose una palmada en la pierna—. Siéntate, chico, y Molly te dará algo de comer.

—Mejor que vayamos andando; llegaremos antes —propuso Tonneman.

—¿Qué ocurre?

Mariana se asomó por la puerta de la cocina.

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