El menor espectáculo del mundo (8 page)

BOOK: El menor espectáculo del mundo
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La dejé en la cesta y volví dentro, espantado por los derroteros que habían tomado los acontecimientos. Efectivamente: estaba tratando con una desequilibrada. Ya no existía la menor duda. Dios sabe qué puede hacerle a la niña, me dije, sintiendo una mezcla de pavor e impotencia. Pero no podía derrumbarme. Ahora, más que nunca, se hacía necesario salir del maldito trastero. Volví a mirar a mi alrededor como si hasta ese momento no me hubiese tomado en serio escapar de allí. Escruté balda por balda, apartando todo objeto susceptible de ser empleado en una fuga. No había gran cosa: un manojo de cables, una lata de brea, un perchero viejo, un rollo de cinta de embalar, una caja de botellas de rioja, una tostadora. Miré y remiré aquel acopio de trastos, con la sospecha de que mi escasa inventiva me estaba privando de vislumbrar el ingenio escapista que podía construirse con esa chatarra. Lo único que me pareció de alguna utilidad fueron las seis botellas de vino: podía bebérmelas hasta perder la conciencia, o probar a colarlas por alguna ventana con un mensaje desesperado en su vientre, al modo de los náufragos, ya que por fortuna contaba con mi inseparable estilográfica y varios rollos de papel higiénico. Me decidí por esto último: garabateé un mensaje explicando con todo lujo de detalles mi dramática situación, rogando que llamaran a la policía —el cerrajero me la traía ya al fresco—, lo introduje en una botella, tras haber vaciado su contenido en una lata de pintura, y me asomé al ventanuco, considerando las tres ventanas donde existía alguna posibilidad de acertar. Según deduje recordando en un titánico esfuerzo nemotécnico los letreros de las terrazas y las placas del vestíbulo, una de ellas, la que se encontraba más a tiro, correspondía a la consulta de un sacamuelas, y otra a unas oficinas, por lo que al ser sábado, estarían vacías; la tercera ventana, que se hallaba una planta por encima de la mía, frente a la de la mujer que había secuestrado a Sarita, pertenecía, si mis cálculos eran ciertos, al piso de un jubilado viudo con el que alguna vez habíamos compartido ascensor. Se trataba de un anciano medroso y enclenque, tapizado siempre de negro, pero que nunca olvidaba bajar a la calle a por su pieza de pan y su racimo de uvas, por lo que sospeché que aún gustaba de involucrarse en la vida. Mi situación le brindaría la oportunidad de realizar un gesto heroico, de hacer algo socialmente productivo.

Mi primer lanzamiento, sin embargo, distó mucho de acertar en su ventana. Chasqueando la lengua, contemplé la botella hacerse añicos contra el muro, casi un metro a la derecha del objetivo, y caer hacia el fondo del patio con estrépito de granizo. Crucé los dedos, rezando porque mi guardiana no hubiese oído nada, y me apresuré a redactar un nuevo mensaje, este mucho más sucinto que el anterior. Volví a hacer puntería y lo lancé hacia su ventana. Yo fui el mayor sorprendido al ver cómo la botella entraba limpiamente por ella. Me imaginé al viejo sentado en su cocina, arrancando las uvas del racimo e introduciéndoselas en la boca con calculada parsimonia, dilatando lo más posible aquella labor que entretenía su soledad, la vista tal vez fija en alguna fotografía de su esposa, que lo aguardaba en el nicho, preguntándose cuánta vida le quedaba por dilapidar a su marido antes de acomodar sus huesos junto a los suyos. Y de repente, mi botella irrumpiendo en la cocina, estrellándose a sus pies, encomendándole una última misión.

Aguardé acontecimientos sentado en la caja, aguzando el oído todo lo posible, por si detectaba algún sonido significativo que me anunciara que el vejestorio había pasado a la acción. Pero mi apartamento permanecía envuelto en un silencio de pirámide egipcia, sin que la autoritaria bota de ningún agente derrumbara su puerta. ¿Y el viejo? ¿Por qué no hacía algo? ¿Acaso no había visto la botella? De pronto, tras tres o cuatro horas de espera durante las cuales mis esperanzas de salir de allí habían empezado a extinguirse, mis oídos captaron el aullido de una sirena. Llegaba hasta mí muy débil, pero en la calle, donde realmente borboteaba la vida, debía resultar atronador. Me conmovió el aparato policial desplegado por los agentes de la ley, que parecían considerar mi situación como una emergencia de primer orden. Si todo salía bien, me encargaría personalmente de que al viejo nunca le faltasen uvas. Me preparé para oír el patadón que hiciera añicos mi puerta, y el trotecillo flexible y cauteloso de los agentes dispersándose por mi piso con las armas en ristre, como en la televisión, incluso los disparos de algún novato descargando su revólver contra la tabla de planchar, confundiéndola en la penumbra de la cocina con un intruso. Pero nadie derribó mi puerta. En su lugar, escuché cierto jaleo a través del patio, proveniente del piso del anciano. Me asomé al ventanuco, y aunque no alcancé a ver nada, sí pude distinguir con claridad una voz que anunciaba: Hemos llegado demasiado tarde: ya no hay nada que hacer. Y luego el sonido metálico e inconfundible de una camilla retirando un cuerpo. Volví dentro, tratando de entender lo que había sucedido. Pero no hizo falta. Al poco, el canasto volvió a golpear contra mi ventana.
Don Servando estaba débil del corazón
, leí en la pizarra. Junto a ella, encontré un trozo de papel higiénico garabateado con mi letra.

Volví dentro, demudado. Asesina, murmuré, maldita asesina. Y me senté en un rincón, demolido, sin fuerzas. ¿Cómo era posible que todo esto estuviese sucediendo realmente? Lloré durante casi una hora, incapaz de hacer otra cosa que culparme de la muerte del viejo y del calvario que debía estar padeciendo mi pobre hija. El llanto barrió toda la angustia de mi alma, invistiéndome de un profundo sosiego que me hizo contemplar con indiferencia cómo la luz de la tarde se iba haciendo cada vez más débil, hasta que volví a espolearme, diciéndome que tenía que escapar de allí, que Pilar no podía regresar y encontrarme en aquella absurda situación, deshecho y sin niña, vencido por una perturbada. ¿Pero cómo? Resultaba evidente que la vigilancia de la mujer era exhaustiva. La ayuda del exterior quedaba descartada. Si quería salir de allí, tendría que hacerlo solo. Me asomé al ventanuco y estudié las posibilidades. La ventana era demasiado angosta, pero tal vez pudiese escapar por ella, aunque fuera dejándome la piel literalmente en el intento. ¿Y luego? La distancia hacia el muro de enfrente era insalvable, así que sólo podía descender por mi pared, o más bien saltar al vacío, intentando asirme al tendedero de la vecina de abajo, ya que la tubería más próxima estaba demasiado lejos para poder alcanzarla. Si fallaba, que era lo más probable dada mi total inexperiencia en fugas arriesgadas y de cualquier otro tipo, me aguardaba una caída de seis plantas a la que evidentemente no sobreviviría. La otra opción era subir hacia el piso de mi carcelera, cosa que no parecía difícil si lograba alcanzar su tendedero, que lucía festoneado de bragas a unos dos metros por encima de mi cabeza. Volví dentro y observé el rebujo de trastos que había rescatado de las baldas. Se me ocurrió entonces que podía decapitar el perchero, y atar a su cornamenta, mediante varias vueltas con la cinta de embalar, una gruesa trenza de cables, fabricando una suerte de garfio pirata que pudiese enganchar en el tendedero; al final de la cuerda elaboraría, ayudándome nuevamente con la cinta de empaquetar, una especie de arnés de alpinista, para evitar caer hacia abajo si me fallaban las fuerzas en la escalada. Luego me desnudaría, dejándome únicamente el calzoncillo —tanto si me incrustaba contra la solería del patio como si tenía que discutir con la secuestradora, era preferible hacerlo sin mostrar las partes nobles—, y me embadurnaría de pies a cabeza con brea, facilitando así mi tránsito a través de la ventana. Yo mismo me sorprendí de haber sido capaz de idear un plan que conjugara todos aquellos cachivaches —si obviábamos la tostadora, a la que no lograba asignar una función en mi huida—, cosa que no había logrado hacer antes, pero me dije que aquello no se debía a que durante las últimas horas se me hubiese agudizado milagrosamente el ingenio, sino más bien a que antes ni se me hubiese pasado por la cabeza concebir un proyecto tan insensato. Pero ahora era un hombre desesperado, y un hombre desesperado es capaz de cualquier cosa, hasta de colgarse en el vacío en calzoncillos con un garfio casero.

Lo preparé todo según el plan y luego me senté en la caja, desnudo y untado de brea hasta las cejas, dejando que la noche ahondara en la madrugada, para que el sueño venciera a mi carcelera, a la que imaginaba al acecho de mis movimientos. A las cinco de la madrugada, tras catorce intentos fallidos, el garfio consintió engancharse a las cuerdas del tendedero. A pesar de la brea, el acto de salir por el ventanuco tuvo visos de alumbramiento. Pero al fin, tras un último esfuerzo, me encontré colgando sobre la abisal oscuridad del patio, el braguero triturándome los testículos, escuchando cómo crujía el tendedero de la mujer allá en las alturas. No sabía cuánto resistiría mi peso aquella endeble estructura metálica, así que comencé a trepar por la cuerda lo más rápido que pude, impulsándome en el muro con los pies. Ascendí lenta y trabajosamente, pero sin dejarme dominar por el pánico. Era consciente de que si el tendedero cedía, ambos nos despeñaríamos patio abajo, pero la posibilidad de perder la vida no me inquietaba lo más mínimo, quizá porque había comprendido que no había diferencia entre morir o permanecer en el trastero hasta el regreso de Pilar. El rescate de Sarita merecía cualquier riesgo. Mi marido murió al caerse por un patio, tratando de salvar a mi hija, me imaginaba diciendo a Pilar en algún momento del futuro. ¿Y por qué lo hizo?, preguntaría alguien, ¿por qué no esperó a que lo sacaran? Y Pilar, sacudiendo la cabeza lentamente, diría: Imagino que para que yo no lo culpara por no haber hecho todo lo que estaba en su mano. Porque de eso se trataba en el fondo. No sólo estaba haciendo de hombre-mosca para rescatar a mi hija, sino también para evitar que nadie pudiese reprocharme nunca que no lo hubiese intentado.

Lancé un profundo suspiro cuando finalmente mi mano aferró uno de los barrotes del tendedero. Me encaramé a él torpemente, tratando de armar el menor ruido posible al hacer equilibrio sobre sus cuerdas, y gané la ventana de la habitación a través de la cual la secuestradora tendía la colada, un pequeño lavadero calcado al mío. Me desplomé sobre su suelo exhausto y sudoroso, deshaciéndome con un gesto de alivio del arnés que me prensaba los genitales. Lo he conseguido, susurré a modo de celebración para nadie, lo he conseguido. Me hubiese gustado que en ese preciso instante el tendedero se desplomase, añadiendo un mayor dramatismo a mi empresa, pero la estructura siguió allí, algo desmochada pero firme, exhibiendo su colección de bragas enormes, pringadas ahora de brea. Permanecí un rato tirado en el suelo, descansando del esfuerzo y permitiendo que mi vista se acostumbrara a la oscuridad reinante. ¿Y ahora?, me pregunté.

Dado que no esperaba realizar con éxito la primera parte de mi plan, ni siquiera había pensado en un modo de continuarlo. Pero lo había logrado, ahora me encontraba en su guarida, y a juzgar por el espeso silencio que sumía el piso, nadie se había percatado de mi llegada. Debía aprovechar esa ventaja. Me incorporé despacio, atravesé la cocina y me aventuré por el pasillo caminando casi de puntillas, notando cómo el corazón se me aceleraba. ¿Dónde se encontraría Sarita? La casa se hallaba totalmente a oscuras, pero por suerte su distribución era idéntica a la de la mía, por lo que no me resultó difícil orientarme.

Exploraba el salón a tientas, temiendo que la mujer estuviese agazapada en algún rincón y saltara sobre mí en cualquier momento, cuando un resplandor tenue llamó mi atención. Provenía de un dormitorio al final del pasillo, y hacia él me dirigí, sintiéndome como un espíritu neófito que intenta no tropezar al cruzar el túnel de la muerte. Empujé suavemente su puerta, que se encontraba entreabierta, preparado para cualquier cosa. Sarita me miró desde una cama de madera pintada de azul, donde estaba tumbada muy rígida, abrazada a un payaso de aspecto grotesco, como si alguien le hubiese dado la orden de que no se moviese de ahí. Al reconocerme, se incorporó con el semblante iluminado y exclamó: Papá. Lo dijo de manera natural, espontánea, quizá sin ser consciente de que era la primera vez que hablaba, pero aquella palabra suya bastó para sanarme. La abracé envuelto en lágrimas, con la convicción de que nadie volvería a arrancarme de entre los brazos su tierno cuerpecito de gorrión, porque aquella criatura era mi hija y yo, como ella había proclamado al mundo, era su padre. La apreté contra mi pecho con dulzura y firmeza, sin saber quién se sentía más protegido, y tuve la sensación de que la abrazaba por primera vez, de que todos los abrazos anteriores habían sido ensayos, sondeos de la fragilidad de sus huesecitos, bosquejos a carboncillo de un abrazo definitivo que se pintaría en el futuro, cuando Sarita transigiera al fin a encogernos el corazón revelándonos el misterio de su voz.

Con la niña en los brazos, dejándome envolver en el aroma de su carne limpia de años, reparé en que nos encontrábamos en un dormitorio infantil. Sus paredes estaban pintadas con nubes y ositos, y en los rincones se amontonaban, como apilados en piras funerarias, todo tipo de muñecos y juguetes. Sentí un escalofrío al comprender que nos hallábamos en la habitación de una niña muerta. La mujer había sido incapaz de cambiarla, o tal vez había preferido dejarla así, como una suerte de museo a la memoria de su hija, la niña con aspecto de angelote que nos sonreía desde varios marcos, creciendo lenta, sin sospechar que jamás llegaría a besar a un muchacho, que jamás sería enfermera ni azafata de congresos ni siquiera una infeliz adicta a los barbitúricos y las telenovelas, porque su destino no era otro que ser aplastada por un mueble al cumplir los tres años.

Sin tiempo para lamentarlo como se merecía, cogí la mochila de Sarita y, apretando a la niña contra mi pecho, anuncié: Volvemos a casa, hija. Me aventuré entonces por el pasillo con cautela, aliviado por poder abandonar aquella habitación con aire de sepulcro. Si lográbamos llegar hasta la puerta sin despertar a la mujer, todo sería más fácil. Luego, una vez en casa, sanos y salvos, sólo tendría que informar a la policía de lo sucedido y ellos se encargarían de arrestar a aquella perturbada. Pero apenas había dado un par de zancadas cuando una voz aflautada propuso: ¿Por qué no cantamos juntos? Me quedé paralizado, observando el payaso de aspecto monstruoso que Sarita llevaba todavía en los brazos, temerosa de soltarlo, y que en ese instante comenzaba a entonar una canción infantil. ¿Cómo se apaga esta mierda?, exclamé cacheando al muñeco, intentando poner fin a aquel jolgorio. Lo conseguí demasiado tarde, justo cuando una silueta enorme, armada con un cuchillo de carnicero, se recortó al final del corredor. Suelta a mi hija, cabrón, me ordenó alzando amenazadoramente el arma. Aunque apenas había luz, pude comprobar que la mujer poseía un cuerpo rotundo que se adivinaba complicado de manejar con una niña en los brazos, pero no por eso pensaba soltar a Sarita, que no dejaba de temblar ante la aparición. Imaginé a la mujer ahogando sus penas con helados y chocolatinas, fabricándose artesanalmente aquel cuerpo colosal que ahora obturaba el pasillo. Permanecimos en esa posición durante unos minutos angustiosos, midiéndonos en la penumbra como animales de monte. Hasta que la mujerona blandió el cuchillo y avanzó un paso hacia mí. He dicho que sueltes a mi... Creo que ninguno esperaba ver al muñeco de Sarita cruzar la oscuridad del pasillo en un vuelo torpe pero decidido. El horrible juguete, junto al que mi hija se había visto obligada a pasar la noche, impactó en la frente de la mujer con un golpe sordo, haciéndola trastabillar ligeramente. No lo dudé ni un momento y cargué contra ella a la carrera, protegiendo a la niña con mi cuerpo. La mujer recibió el impacto de mi hombro y se derrumbó hacia un lado, descolgando un cuadro en la caída. Alcancé la puerta de entrada tras tropezar con varios muebles, pero sin que Sarita sufriese ningún daño, y descorrí los cerrojos a manotazos, escuchando cómo la mujer se incorporaba mascullando amenazas. Una vez en el pasillo, que se encontraba medio iluminado por la primera claridad del día, corrí escaleras abajo, en dirección a mi casa. Sólo cuando llegué hasta la puerta recordé que no tenía llaves. Mierda, maldije. Dejé a Sarita en el suelo y me volví hacia las escaleras, resoplante y dolorido, pero decidido a enfrentarme a la mujer, cuyos pasos resonaban contra los peldaños. Entonces sentí que alguien me tiraba del calzoncillo. Papá. Llave, dijo Sarita, sacando de su mochila un manojo de llaves. Comprobé atónito que eran las llaves que yo le daba para jugar mientras intentábamos encestarle en la boca las cucharadas de papilla, aquel manojo que desapareció un buen día sin que pudiéramos explicarnos cómo, obligándome a hacer nuevas copias de las llaves de Pilar. Ese fin de semana estaba descubriendo que mi hija era una caja de sorpresas. Con dedos nerviosos, introduje la llave en la cerradura y logré abrir la puerta en el momento en que la mujerona aparecía trastabillando por el pasillo, enarbolando el cuchillo de cocina. Ahí te quedas, hija de puta, susurré cerrándole la puerta en las narices.

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