Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Entonces él estalló en un arrebato de furia, ante el cual el médico se sobresaltó y Vigga se echó a llorar. Cuando por fin el taxi se la llevó, Carl cogió el rotulador más gordo que pudo encontrar y trazó una gruesa raya negra en el buzón justo donde ponía Vigga Rasmussen. Joder, ya era hora.
Costara lo que costase.
El resultado inevitable fue que Carl pasó la mayor parte de la noche sentado en la cama, manteniendo monólogos interminables con imaginarios abogados de familia deseando meterle la mano en la cartera.
Aquello iba a ser su ruina.
Así que era triste consuelo que el médico de la clínica para lesiones de médula hubiera estado de visita. Que hubiera podido apreciar cierta actividad, aunque muy vaga, en uno de los brazos de Hardy.
Que se hubiera quedado desconcertado ante el hecho.
A la mañana siguiente, Carl estaba en la cabina de guardia a las cinco y media. Habría sido inútil pasar más horas en la cama.
—Vaya sorpresa verte por aquí a estas horas, Carl —dijo el agente de guardia—. Seguro que tu pequeño asistente piensa lo mismo. Ten cuidado, no vayas a darle un susto en el sótano.
Carl pidió que se lo repitiera.
—¿Qué me dices? ¿Que Assad está aquí? ¿Ahora?
—Sí. Lleva días viniendo a esta hora. Normalmente algo antes de las seis, pero hoy hacia las cinco. ¿No lo sabías?
Pues claro que no lo sabía.
No cabía la menor duda de que Assad ya había hecho sus oraciones en el pasillo, porque la alfombra de orar aún seguía allí, y era la primera vez que Carl reparaba en ella. Normalmente, Assad solía rezar en su despacho. Era algo que hacía en la intimidad.
Carl oyó con nitidez a Assad conversando en el despacho, como si estuviera hablando por teléfono con alguien duro de oído. Hablaba en árabe y el tono de voz no parecía amable, pero a veces era difícil de saber con aquel idioma.
Avanzó hacia la puerta y vio que el vapor del agua del hervidor se posaba en la nuca de Assad. Este tenía ante sí apuntes en árabe, y en la pantalla plana centelleaba una imagen de
webcam
con mucho grano de un anciano con barba y unos auriculares enormes. Entonces Carl vio que Assad tenía puesto un microcasco. O sea, que estaba hablando por Skype con el hombre. Probablemente algún familiar de Siria.
—Buenos días, Assad —saludó Carl. No esperaba en absoluto la brusca reacción de Assad. Quizá un pequeño sobresalto porque, al fin y al cabo, era la primera vez que Carl iba al trabajo tan temprano, pero la violenta sacudida nerviosa que atravesó el cuerpo de su colega fue algo totalmente inesperado. Su cuerpo entero se sobresaltó.
El anciano con quien hablaba pareció alarmarse y se acercó a la pantalla. Era probable que estuviera viendo la silueta de Carl detrás de Assad.
El hombre dijo algo a toda prisa y cortó la comunicación. Mientras tanto, Assad, sentado en el borde de la silla, trató de reponerse.
¿Qué haces tú aquí?, parecían preguntar sus ojos, como si lo hubiera pillado con las manos en la caja, y no precisamente en la de galletas.
—Perdona, Assad, no era mi intención asustarte. ¿Estás bien?
Puso la mano en la camisa de Assad. Estaba húmeda, cubierta de sudor frío.
Assad pinchó con el ratón el icono de Skype, y la imagen de la pantalla desapareció. A lo mejor no quería que Carl viera con quién había estado hablando.
Carl levantó las manos con aire de disculpa.
—No voy a molestarte, Assad. Haz lo que tengas que hacer. Después puedes pasar por mi despacho.
Assad seguía sin decir palabra. Aquello era muy, pero que muy raro.
Cuando Carl se desplomó sobre la silla de su despacho estaba ya cansado. Unas pocas semanas antes el sótano de la Jefatura de Policía había sido su refugio. Dos compañeros razonables y un ambiente que en días buenos casi llegaba a ser entrañable. Ahora Rose había sido sustituida por alguien que era igual de singular, solo que de otra manera, y Assad tampoco parecía el mismo. Sobre esa base era difícil mantener a raya los demás contratiempos de su vida. Tales como la inquietud por lo que fuera a pasar si Vigga exigía el divorcio y la mitad de sus bienes terrenales.
Mierda.
Carl miró una oferta de trabajo que había clavado en el tablón de anuncios un par de meses atrás. «Comisario jefe de policía», ponía. Seguro que era algo apropiado para él. ¿Qué podía haber mejor que un trabajo con compañeros serviles, cruz de caballero, viajes baratos y un nivel retributivo que podía hacer que hasta Vigga cerrara el pico? Setecientas dos mil doscientas setenta y siete coronas, y después la calderilla. Solo para decir la cifra hacía falta casi una jornada laboral.
Una pena que no llegara a rellenar la instancia, pensó. Entonces vio a Assad de pie ante él.
—Carl, ¿es necesario que hablemos de lo de antes?
¿Hablar? ¿De qué? ¿De que hablara por Skype? ¿De que Assad fuera a Jefatura tan temprano? ¿De que le hubiera dado un susto?
Era una pregunta muy extraña.
Carl sacudió la cabeza y miró el reloj. Faltaba una hora para que empezara el horario normal de trabajo.
—Mira, Assad, lo que hagas tan temprano por la mañana no es asunto mío. Entiendo que tengas ganas de saludar a gente a la que no ves a menudo.
Su ayudante pareció casi aliviado. Algo extraño, una vez más.
—He mirado la contabilidad de Amundsen & Mujagic, S. A. de Rødovre, K. Frandsen de Dortheavej y después Herrajes JPP y Public Consult.
—Vale. ¿Has encontrado algo que quieras decirme?
Assad se rascó la calva incipiente tras sus rizos negros.
—Parecen ser unas empresas bastante sólidas casi todo el tiempo.
—Ya. ¿Y…?
—Pero les va mal justo unos meses antes de que ardan.
—¿Cómo lo deduces?
—Piden dinero prestado. Sus pedidos caen, o sea.
—Así que ¿primero caen los pedidos, después les falta dinero y piden préstamos?
Assad hizo un gesto afirmativo.
—Eso es.
—Y después ¿qué ocurre?
—Eso solo puede verse en el de Rødovre. Los otros incendios son demasiado recientes.
—Y ¿qué pasó allí?
—Primero fue el incendio, después recibieron el dinero del seguro y a continuación liquidaron el préstamo.
Carl buscó el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Aquello era un clásico. Fraude a la aseguradora. Pero ¿por qué tenían los cadáveres el estrechamiento del dedo meñique?
—¿De qué tipo de préstamo estamos hablando?
—A corto plazo. Un año de amortización. Para la empresa que ardió el pasado sábado, Public Consult, de Stockholmsgade, solo seis meses.
—¿Y cuando vencían los préstamos no tenían dinero?
—Tal como lo veo yo, o sea, no.
Carl exhaló una bocanada de humo, y Assad se echó atrás haciendo aspavientos. Carl no le hizo caso. Estaba en sus dominios y eran sus cigarrillos. Al fin y al cabo, donde hay capitán no manda marinero.
—¿Quién les prestaba el dinero? —quiso saber.
Assad se alzó de hombros.
—Varios. Prestamistas de Copenhague.
Carl asintió en silencio.
—Pues dame los nombres y dime quién está detrás.
Assad hundió un poco la cabeza.
—Tranquilo, Assad. Cuando abran las oficinas. Quedan todavía un par de horas. Tómatelo con calma.
Pero aquello no alegró su expresión, más bien al contrario.
Desde luego, no había dios que soportara a aquellos dos. Siempre de cháchara, con una animadversión apenas encubierta. Era como si Yrsa y Assad se contagiaran mutuamente. Como si fueran ellos quienes decidían lo que había que hacer. Si las cosas seguían así, iban a tener que ponerse ambos los guantes de goma verdes y fregar el suelo del sótano hasta dejarlo más limpio que una patena.
Assad alzó la cabeza e hizo un gesto afirmativo lentamente.
—Tranquilo, que no voy a molestarte, Carl. Puedes volver cuando hayas terminado.
—¿A qué te refieres?
Assad guiñó el ojo. La sonrisa era algo retorcida. Una transformación de lo más desconcertante.
—Que no te va a faltar trabajo, entonces —dijo, volviendo a guiñar el ojo.
—Vuelvo a intentarlo. ¿De qué pelotas estás hablando, Assad?
—De Mona, por supuesto. No pretendas convencerme de que no sabes que ha vuelto.
Tal como dijo Assad, Mona había vuelto. Rebosante de sol tropical y demasiadas experiencias que, con gracia pero de forma evidente, se habían instalado en sus finas patas de gallo.
Aquella mañana Carl pasó un buen rato en el sótano ensayando palabras que, de entrada, pudieran bloquear los eventuales mecanismos de defensa de Mona, hacer que ella lo viera con ojos dulces, tiernos, deseosos de contacto, en caso de que pasara por allí.
Pero no pasó. Lo único femenino que hubo aquella mañana en el sótano fue el traqueteo de Yrsa con el carrito de la compra. Seguramente con buena intención, a los cinco minutos de llegar se plantó en el pasillo del sótano y con voz bien atiplada gritó:
—A ver, chicos, ¿quién quiere bollos de Lidl tostados?
Allí se percibía de veras la distancia con el entorno feliz que se extendía sin problemas por los pisos superiores.
Después de eso necesitó un par de horas hasta darse cuenta de que si quería probar suerte tendría que levantarse y salir en su busca.
Tras diversas indagaciones encontró a Mona en el juzgado de guardia, hablando en voz baja con la secretaria del juzgado. Llevaba un chaleco de cuero y unos Levi’s algo descoloridos, y parecía cualquier cosa menos una mujer que había dejado atrás la mayor parte de los retos de la vida.
—Buenos días, Carl —lo saludó, sin ganas de continuar. Le dirigió una mirada profesional que le decía con total claridad que en aquel momento no había nada entre ellos. Así que a Carl no le quedó más remedio que sonreír, y no pudo decir ni pío.
El resto del día podría haber transcurrido al ralentí entre frustraciones causadas por su machacada vida sentimental; pero Yrsa tenía otros planes.
—Puede que hayamos encontrado algo en Ballerup —dijo, mirándolo con un regocijo apenas oculto y con restos de bollo entre las paletas—. Estos días estoy teniendo una suerte extraordinaria. Justo como dice mi horóscopo.
Carl alzó la vista hacia ella con ojos esperanzados. De ser así, tal vez levitara hacia la estratosfera, para que él pudiera quedarse en paz y tranquilidad meditando sobre su funesto destino.
—Ha sido bastante complicado conseguir esas informaciones —continuó—. Primero hablé con el director de la escuela de Lautrupgård, pero solo llevaba allí desde 2004. Después encontré una maestra que estaba desde que construyeron la escuela, y tampoco ella sabía nada. Después hablé con el bedel, que tampoco sabía nada, y luego…
—¡Yrsa! Por favor, vete al grano y ahórrate los detalles introductorios. Estoy ocupado —la reconvino, frotándose el brazo, que se le había quedado dormido.
—Ya. Pues hoy he llamado a la Escuela de Ingenieros, y ahí he conseguido algo.
Fue como si se le despertara el brazo.
—¡Fantástico! —exclamó—. ¿Cómo lo has hecho?
—Muy sencillo. Estaba en el despacho una profesora, Laura Mann, que esta mañana acababa de incorporarse al trabajo tras haber estado de baja. Me ha contado que llevaba en la escuela desde que empezó, en 1995, y que solo podía haber un caso así, por lo que ella recordaba.
Carl se incorporó en la silla.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál?
Yrsa lo miró con la cabeza ladeada.
—Vaya. Crece el interés del hombrecillo —se cachondeó, dándole una palmada en el peludo antebrazo—. ¿Te gustaría saberlo?
¿Qué diablos era aquello? Llevaba resueltos por lo menos cien casos complicados, y ahora tenía que jugar a las adivinanzas con una sustituta con pantis de color verde claro.
—¿Qué caso recordaba? —repitió Carl, saludando levemente con la cabeza a Assad, que asomaba por la puerta. Parecía pálido.
—Ayer llamó Assad a la oficina para preguntar por el caso. Hoy los profesores hablaban de ello mientras tomaban café, y la mujer lo ha oído —continuó.
Assad escuchaba con interés; había recuperado su aspecto habitual.
—Ha recordado el caso de inmediato —dijo Yrsa—. En aquella época tuvieron un alumno superdotado. Un chico con un síndrome de algo. Era bastante joven, pero algo extraordinario en matemáticas y física.
—¿Un síndrome? —preguntó Assad, sin comprender.
—Sí, es algo así como ser muy hábil para algunas cosas y un negado para otras. No es autismo, pero algo parecido. ¿Cómo se dice?
Frunció el entrecejo.
—¡Ah, sí! Era el síndrome de Asperger, eso es lo que tenía.
Carl sonrió. Seguro que Yrsa se identificaba con él sin problemas.
—¿Y qué le pasaba al chaval? —inquirió.
—Pues que sacó sobresalientes el primer trimestre y después dejó la escuela.
—¿Y eso…?
—Vino la víspera de las vacaciones de Navidad con su hermano pequeño para enseñarle la escuela, y desde entonces no volvieron a verlo.
Tanto Assad como Carl entornaron los ojos. Ahora venía lo bueno.
—¿Cómo se llamaba? —quiso saber Carl.
—Se llamaba Poul.
Carl se quedó helado.
—¡Eso es! —exclamó Assad, agitando brazos y piernas como un pelele.
—La profesora ha dicho que lo recordaba muy bien porque Poul Holt era el candidato más seguro a un premio Nobel que iban a tener jamás en la escuela. Por otra parte, desde entonces no ha vuelto a encontrar alumnos con aquel tipo especial de síndrome de Asperger en la Escuela de Ingenieros. Era algo bastante fuera de lo común.
—¿Se acordaba de él por eso? —preguntó Carl.
—Sí, por eso. Y porque estuvo en la primera promoción de la escuela.
Media hora más tarde, Carl repitió la pregunta en la Escuela de Ingenieros y obtuvo la misma respuesta.
—Hombre, de alguien así te acuerdas —le dijo Laura Mann con una sonrisa amarillo marfil—. Usted también recordará su primera detención, ¿verdad?
Carl asintió en silencio. Un pequeño alcohólico sucio que se había tumbado en medio de la carretera en Englandsvej. Carl aún veía el escupitajo que salió volando y aterrizó en su placa de policía cuando intentó poner a salvo a aquel idiota. No, la primera detención no se olvidaba así como así, era verdad. Con o sin escupitajo.
Miró a la mujer sentada frente a él. A veces salía en la tele dando su opinión como experta en fuentes energéticas alternativas. En su tarjeta de visita ponía «Laura Mann, doctora ingeniera», seguido de un montón de títulos. Carl se alegró de no ser así.