El mensaje que llegó en una botella (31 page)

Read El mensaje que llegó en una botella Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
6.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rakel se cubrió la boca con la mano para no hiperventilar. Pero era espantoso. Así que había ido directamente de la casa de la mujer a la suya.

Miró la hora con una terrible inquietud, pero se obligó a escuchar cómo se había aprovechado el hombre de la mujer que tenía delante. Cómo la había embelesado con su naturaleza en apariencia amable. Cómo había cambiado de personalidad en un momento.

Rakel asentía con la cabeza en reconocimiento de todo cuanto decía, y cuando la mujer terminó su relato Rakel miró a su marido. Estuvo un momento ausente, como si tratase de ver todo desde otra perspectiva, pero después asintió en silencio. Sí, tenían que contarle lo suyo, decían sus ojos. Tenían una causa común.

Rakel tomó la mano de Isabel.

—Lo que voy a contarle no puede contárselo a nadie en el mundo, ¿entendido? Al menos ahora, no. Se lo voy a decir porque creo que puede ayudarnos.

—Si tiene que ver con algún delito no puedo garantizar nada.

—Tiene que ver. Y no somos nosotros los delincuentes. Es el hombre que usted echó. Y es… —respiró hondo y fue entonces cuando reparó en que le temblaba la voz—, para nosotros es lo peor que podía ocurrir. Ha secuestrado a dos de nuestros hijos, y si usted se lo cuenta a alguien los va a matar, ¿comprende?

Habían transcurrido veinte minutos, e Isabel nunca había pasado tanto tiempo en estado de conmoción. Ahora veía todo tal y como era. El hombre que había vivido en su casa, y que ella por un breve y fervoroso período había considerado candidato probable para convertirse en su pareja, era un monstruo que sin duda estaba dispuesto a todo. Ahora se daba cuenta. De cómo le pareció que sus manos le apretaban el cuello un poco en exceso, con profesionalidad. De cómo el acecho a que había sometido su vida podría haber tenido un desenlace fatal con un poco de mala suerte. Y sentía sequedad en la boca cuando pensaba en el momento en que le desveló que había estado recogiendo información sobre él. ¿Y si la hubiera dejado inconsciente en ese instante? ¿Si no hubiera tenido tiempo de decir que había dado aquellas informaciones a su hermano? ¿Y si él se había dado cuenta de que era un farol? ¿De que jamás en la vida habría involucrado a su hermano en sus chapuzas sexuales?

No se atrevía a pensarlo.

Y cuando miraba a aquellas personas conmocionadas sufría con ellas. Ah, cómo odiaba a aquel hombre. Hizo un pacto consigo misma: costara lo que costase, el tipo no iba a escapar.

—De acuerdo, los ayudaré. Mi hermano es agente de policía. Bien es verdad que está en Tráfico, pero podemos hacer que emita una orden de busca y captura. Hay posibilidades. Podemos distribuir el mensaje por todo el país en nada de tiempo. Tengo la matrícula de su furgoneta. Puedo describirlo todo con bastante exactitud.

Pero la mujer que tenía delante sacudió la cabeza. Deseaba hacerlo, pero no se atrevía.

—Le he dicho antes que no podía decírselo a nadie, y lo ha prometido —dijo por fin—. Quedan cuatro horas para que cierren los bancos, y para entonces debemos reunir un millón en metálico. No podemos quedarnos más tiempo aquí.

—Escuche: se tarda menos de cuatro horas en llegar a su casa si salimos ahora.

Rakel volvió a sacudir la cabeza.

—¿Por qué cree que habrá llevado allí a los niños? Sería la mayor estupidez que podría cometer. Mis hijos pueden estar en cualquier parte de Dinamarca. Puede haber pasado la frontera con ellos. En Alemania tampoco hay nadie que controle nada. ¿Comprende lo que quiero decir?

Isabel asintió con la cabeza.

—Sí, tiene razón.

Miró al hombre.

—¿Tiene un móvil?

El hombre sacó un teléfono del bolsillo.

—Este —dijo.

—¿Y está cargado?

El hombre hizo un gesto afirmativo.

—Y usted ¿tiene también otro, Rakel?

—Sí —respondió la mujer.

—¿Y si nos dividimos en dos grupos? Joshua intenta conseguir el millón y nosotras dos salimos en coche para Selandia. ¡Ya!

Los dos cónyuges se miraron un momento. Qué bien entendía a aquella pareja. Isabel no tenía hijos, y aquello le causaba pesar. ¿Qué debía de sentirse, entonces, al confrontarse con perder quizá los que se tenían? ¿Qué debía de sentirse cuando la decisión dependía de uno mismo?

—Nos hace falta un millón —dijo el hombre—. La empresa vale mucho más, pero no podemos ir sin más al banco y hacer que nos den el dinero, y desde luego no en metálico. Quizá fuera posible hace uno o dos años, cuando corrían mejores tiempos, pero no ahora. Por eso tenemos que recurrir a la comunidad, y es muy arriesgado; aun así, es lo único que podemos hacer para reunir esa suma.

La miró con ojos penetrantes. Su respiración era irregular, tenía los labios algo azulados.

—A menos que pueda ayudarnos. Creo que podría hacerlo, si quisiera.

En aquel momento, Isabel vio por primera vez al hombre oculto detrás de aquel que era conocido por lo bien que lleva su negocio. Uno de los mejores ciudadanos del Ayuntamiento de Viborg.

—Llame a sus superiores —continuó con la mirada triste— y pídales que llamen a la Agencia Tributaria. Diga que hemos pagado por error y que tienen que volver a transferir el dinero a nuestras cuentas inmediatamente. ¿Puede hacerlo?

Y de pronto tenía la pelota sobre su tejado.

Cuando tres horas antes entró a trabajar seguía sintiéndose desorientada. Indispuesta y de mal humor. La autocompasión había sido su fuerza motriz. Ahora no podía ni recordar aquellos sentimientos, aunque lo hubiera querido, porque en aquel momento lo podía todo, lo quería todo. Aunque le costara el empleo.

Aunque le costara más que eso.

—Voy a ponerme aquí al lado —dijo—. Procuraré hacerlo tan deprisa como pueda, pero va a llevar su tiempo.

26

—Bien, Laursen —dijo Carl, a modo de conclusión, al antiguo especialista de la Policía—. Así que ahora ya sabemos quién escribió el mensaje.

—Uf, vaya historia más espantosa —admitió Laursen, y respiró hondo—. Dices que has conseguido algunos efectos de Poul Holt; pues si hay en ellos alguna huella de su ADN, podemos intentar documentar si al menos podemos relacionarlo con la sangre con que se escribió el mensaje. Si así fuera, junto con la palabra del hermano de que no hay duda de que lo mataron, podríamos sostener una acusación siempre que encontráramos a un culpable. Claro que un caso sin cadáver siempre es un asunto problemático, tú lo sabes bien.

Miró las bolsas de plástico transparente que Carl sacó del cajón.

—El hermano pequeño de Poul Holt me dijo que aún guardaba algunos efectos de su hermano. Estaban muy unidos, y Tryggve se llevó las cosas cuando lo echaron de casa. Conseguí que me entregara esto.

Laursen extendió un pañuelo en su manaza y cogió las bolsas.

—Esto no lo podemos usar —dijo, separando un par de sandalias y una camisa—, pero a lo mejor esto sí.

Examinó la gorra a fondo. Era una gorra normal y corriente con visera azul, en la que se leía «¡JESÚS ANTE TODO!».

—Poul no se la podía poner en presencia de sus padres. Pero le encantaba, según Tryggve, así que la escondía debajo de la cama durante el día y se la ponía para dormir.

—¿Se la ha puesto alguien que no fuera Poul?

—No. Por supuesto, se lo pregunté a Tryggve.

—Bien. Entonces tiene que estar su ADN —aseveró Laursen, apuntando con uno de sus anchos dedos un par de pelos escondidos en el interior de la gorra.

—Qué bien, entonces —dijo Assad, deslizándose tras ellos con una pila de papeles en la mano. Su rostro resplandecía como un tubo fluorescente, y no era a causa de la presencia de Laursen. A saber qué se le habría ocurrido esta vez.

—Gracias, Laursen —dijo Carl—. Ya sé que bastante trabajo tienes ya con las hamburguesas ahí arriba, pero las cosas marchan mucho mejor, no hay color, cuando eres tú el que llevas las riendas.

Le dio la mano. Tenía que arreglárselas para subir a la cantina a decir a los nuevos compañeros de trabajo de Laursen que tenían a un tipo cojonudo en el equipo.

—¡Hombre! —dijo Laursen mirando al frente. Luego giró su brazo ampuloso y cerró el puño en el aire. Estuvo un rato sonriendo con el puño cerrado, y después hizo un gesto parecido a lanzar una pelota contra el suelo. En una fracción de segundo su pie aplastó el suelo, y luego sonrió.

—Odio esos bichos —declaró, y levantó el pie, dejando a la vista el enorme moscón aplastado en medio de una mancha considerable.

Después se marchó.

Assad se frotó las manos cuando el sonido de los pasos de Laursen fue desvaneciéndose.

—Esto marcha, o sea, como la seda, Carl. Mira esto.

Echó sobre la mesa el montón de papeles y señaló el primer folio.

—Aquí está el común que denomino de los incendios, Carl.

—El ¿qué?

—El común que denomino.

—El común denominador, Assad. Se dice así. ¿Qué común denominador?

—Mira. Me di, o sea, cuenta mientras estudiaba la contabilidad de JPP. Pidieron un crédito a una empresa financiera llamada RJ-Invest, y eso es muy importante.

Carl sacudió la cabeza. Demasiadas siglas para su gusto. ¿JPP?

—JPP ¿no era la empresa de herrajes que ardió en Emdrup?

Assad asintió en silencio y volvió a rozar el nombre con el dedo mientras se volvía hacia el pasillo.

—Eh, Yrsa, ¿vienes? Voy a enseñar a Carl lo que hemos encontrado.

Carl notó que su frente se arrugaba. ¿La tal Yrsa se había dedicado una y otra vez a hacer de todo, excepto lo que le había pedido él?

La oyó avanzar por el pasillo con fuerza suficiente para hacer que un regimiento de marines americanos sintiera complejo de inferioridad. ¿Cómo era posible? ¡Si solo pesaba unos cincuenta y cinco kilos!

Entró por la puerta y sacó los papeles antes de quedarse quieta.

—¿Le has dicho lo de RJ-Invest, Assad?

Este asintió en silencio.

—Son los que prestaron dinero a JPP un poco antes del incendio.

—Ya se lo he dicho, entonces —hizo saber Assad.

—Vale. Y en RJ-Invest tienen mucho dinero —continuó—. En este momento llevan una cartera de créditos por más de quinientos millones de euros. No está mal para una empresa que no se registró hasta 2004, ¿no?

—Quinientos millones, ¿quién no los tiene hoy en día? —intervino Carl.

Tal vez pudiera enseñarles la cantidad total de pelusa de sus bolsillos.

—Pues, desde luego, RJ-Invest no los tenía en 2004. Pidieron el dinero a AIJ, S. L., que a su vez lo había pedido como capital fundacional en 1995 a MJ, S. A., quien a su vez pidió créditos a TJ Holding. ¿Te das cuenta de qué es lo que las une a todas?

¿Qué se pensaba esa? ¿Que era tonto?

—No, Yrsa; aparte de la jota. ¿Qué significa?

Sonrió. Seguro que no lo sabía.

—Jankovic —respondieron a coro Yrsa y Assad.

Assad esparció ante sí el montón de papeles. Las cuatro empresas en que se había declarado un incendio con resultado de muerte estaban ante Carl. Contabilidades anuales desde 1992 hasta 2009. Y los prestamistas estaban resaltados con rotulador rojo en las cuatro contabilidades.

Prestamistas que empezaban por jota.

—¿Estáis queriendo decirme que, a fin de cuentas, era la misma entidad financiera la que estaba tras todos los créditos a corto plazo que suscribieron las empresas poco antes de que sus propiedades ardieran?

—¡Sí!

Otra vez a coro.

Estuvo un rato examinando con más detalle las contabilidades. Aquello era todo un descubrimiento.

—Bien, Yrsa —dijo—. Recoge toda la información que puedas sobre esas cuatro entidades financieras. ¿Sabéis a qué corresponden las iniciales?

Yrsa sonrió con ironía, como una artista de Hollywood que no tuviera otra cosa que hacer.

—RJ: Radomir Jankovic; AIJ: Abram Ilija Jankovic; MJ: Milica Jankovic, y TJ es Tomislav Jankovic. Cuatro hermanos. Tres chicos y la hermana Milica.

—Bien. ¿Viven en Dinamarca?

—No.

—¿Dónde viven?

—Podría decirse que en ninguna parte —dijo Yrsa, alzando los hombros hasta las orejas.

En aquel momento, Yrsa y Assad parecían dos escolares que tuvieran un secreto común: llevaban dos kilos de petardos en la mochila.

—No, Carl —objetó Assad—, hablando en plata para ti: los cuatro han muerto hace varios años.

Pues claro que estaban muertos. ¿Qué otra cosa podía, casi, exigirse?

—Se hicieron conocidos en Serbia al estallar la guerra —tomó el relevo Yrsa—. Cuatro hermanos que siempre estaban en condiciones de entregar la mercancía, armas, y sacaban un buen beneficio. Menudos angelitos.

Emitió un gruñido que pretendía ser una carcajada, y Assad tomó las riendas.

—Sí, el eufemismo fomenta el entendimiento, que se dice —concluyó Assad, poniendo la guinda.

Era difícil estar más desacertado.

Carl observó el cuerpo carcajeante de Yrsa. ¿De dónde puñetas había sacado aquel ser singular tanta información? ¿Sabía también hablar serbio?

—Probablemente queréis llegar a que una fortuna de origen muy dudoso se canalizó mediante empresas de crédito legales en Occidente, supongo —aventuró Carl—. Escuchad bien los dos. Si este caso va por ahí, creo que debemos pasárselo a nuestros compañeros del segundo piso, que saben algo más sobre delitos económicos.

—Antes tienes que ver esto, Carl —se apresuró a decir Yrsa, rebuscando en su montón—. Tenemos una foto de los cuatro hermanos. Es vieja, pero da igual.

Y le puso delante la fotografía.

—Vaya —dijo Carl, impresionado por aquellas cuatro vacas escocesas sobrealimentadas—. Desde luego, están fortachones los hermanitos. ¿Eran luchadores de sumo, o qué?

—Fíjate bien, Carl —dijo Assad—, y verás lo que queremos decir.

Siguió la mirada de Assad a la parte inferior de la foto. Los cuatro hermanos estaban sentados educadamente en torno a una mesa con mantel blanco y copas de cristal. Todos con las manos apoyadas en el borde de la mesa, como si hubieran recibido instrucciones de una madre severa que no salía en la foto. Cuatro pares de manos fuertes, y todos llevaban un anillo en el meñique de la izquierda. Anillos que se habían incrustado en la piel.

Carl miró a sus compañeros —dos de los individuos más extraños que habían puesto el pie en aquellos edificios imponentes—, que acababan de darle una nueva dimensión al caso. Un caso que en realidad no les correspondía.

Joder, qué surrealista era aquello.

Other books

The New Wild by Holly Brasher
Soldier of the Legion by Marshall S. Thomas
An Imperfect Librarian by Elizabeth Murphy
The Game of Boys and Monsters by Rachel M. Wilson
They Call Me Baba Booey by Gary Dell'Abate
Season of the Assassin by Laird, Thomas
Darren Effect by Libby Creelman