El mensaje que llegó en una botella (33 page)

Read El mensaje que llegó en una botella Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
10.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rakel sacudió la cabeza con tal vigor que hasta Isabel se dio cuenta, pese a tener la mirada fija en la autopista.

—No, no entiendo nada.

Isabel se humedeció los labios. Si aquello salía mal iba a ser por su culpa. Y al contrario, en aquel momento tenía la impresión de que todo lo que hacía y decía no solo era valioso, sino que además era necesario y urgente.

—Si resulta que ese cabrón vive en la dirección a la que nos dirigimos, entonces estaremos mucho más cerca de él de lo que pudiera imaginar en sus peores pesadillas. Tendrá que ponerse a rebuscar en su mente psicópata para descubrir dónde ha cometido un fallo. Eso hará que se sienta inseguro sobre el siguiente paso que vayáis a dar, ¿vale? Y eso lo hará vulnerable, que es lo que nos hace falta.

Adelantaron quince coches antes de que Rakel respondiera.

—Podemos hablar de eso después, ¿no? En este momento me gustaría estar un rato en paz.

Isabel la miró un momento cuando irrumpieron en el puente del Pequeño Belt. Los labios de Rakel no emitían sonido alguno, pero, si te fijabas, se movían sin cesar. Tenía los ojos cerrados y las manos aferradas al móvil con tal fuerza que sus nudillos relucían blancos.

—¿De verdad crees en Dios? —preguntó Isabel.

Pasó un rato; lo más seguro es que no abriera los ojos hasta terminar su rezo.

—Sí, creo en Dios. Creo en la Madre de Dios, y en que ella está para proteger a mujeres desdichadas como yo. Por eso le rezo, y ella me escuchará, estoy segura.

Isabel arqueó las cejas, pero asintió en silencio y se quedó callada.

Cualquier otra cosa habría resultado mezquina.

Ferslev estaba en medio de una extensa red de campos junto a Isefjord, e irradiaba una sensación mucho más despreocupada e idílica de lo que sospechaban que se ocultaba en alguna parte del pueblo.

Isabel notó que sus latidos se aceleraban a medida que se acercaban a la dirección. Y cuando vieron de lejos que la casa apenas se veía desde la carretera, por la abundancia de árboles, Rakel la tomó del brazo y le pidió que parase el coche.

Tenía la cara blanca y se acariciaba las mejillas sin cesar, como si con el masaje quisiera poner en marcha la circulación sanguínea. Tenía la frente perlada de sudor y apretaba los labios con fuerza.

—Para aquí, Isabel —indicó cuando llegaron al seto. Después salió del coche vacilante y se arrodilló en el borde de la carretera. No había duda de que no se sentía bien. Gemía cada vez que vomitaba, y los vómitos continuaron hasta que debió de vaciársele el estómago.

—¿Estás bien? —preguntó Isabel mientras un gran Mercedes pasaba al lado a gran velocidad.

Como si no supiera la respuesta; al fin y al cabo, había vomitado. Pero son cosas que se preguntan.

—Bueno —dijo Rakel mientras volvía al asiento del copiloto y se secaba las comisuras de los labios con el dorso de la mano—. Y ahora ¿qué?

—Vamos directamente a la casa. Él cree que mi hermano el policía está al corriente de todo. Así que si ese cabrón está en casa va a soltar a los niños en cuanto me vea. No se atreverá a nada. Pensará que tiene que marcharse cuanto antes.

—Aparca el coche de manera que no piense que le hemos cortado el camino —propuso Rakel—. Si no, corremos el riesgo de que haga algo a la desesperada.

—No. Creo que te equivocas. Al contrario, vamos a colocar el coche atravesado. Así tendrá que salir a través de los prados. Si puede escaparse en coche, podría llevarse a tus hijos.

Pareció que Rakel iba a vomitar de nuevo, pero tragó saliva un par de veces y se repuso.

—Lo sé, Rakel. No estás acostumbrada a nada así, tampoco lo estoy yo. Tampoco yo estoy a gusto. Pero tenemos que hacerlo.

Rakel la miró. Sus ojos estaban húmedos, pero fríos.

—En mi vida he conocido más cosas de las que crees —aseguró con una dureza sorprendente—. Tengo miedo, pero no por mí. Tiene que salir bien.

Isabel dejó el coche atravesado en el camino y después se colocaron en medio del patio de la granja, bajo los árboles, a la espera de lo que ocurriera.

Del tejado llegaba el arrullo de las palomas, y una débil brisa hacía susurrar a la hierba marchita de los bordes. Aparte de aquello, el único signo de vida provenía de la respiración profunda de las dos mujeres.

Las ventanas de la casa parecían negras. Quizá porque estaban muy sucias, quizá porque estaban cubiertas por algo en el interior, era difícil saberlo. A lo largo de la pared se veían aperos de jardín viejos y oxidados, y la pintura del maderamen estaba cuarteada por todas partes. Parecía un lugar abandonado y deshabitado. Ciertamente inquietante.

—Vamos —ordenó Isabel, y se encaminó directa hacia la puerta de entrada. La golpeó con fuerza a intervalos. Después se hizo a un lado y golpeó con los nudillos el cristal de la entrada, pero no hubo ningún movimiento tras las paredes.

—¡Santa Madre de Dios! Si están ahí dentro, a lo mejor están intentando ponerse en contacto con nosotras —dijo Rakel, saliendo de su estado de trance. Acto seguido, con un coraje sorprendente, agarró una azada con el mango roto que había sobre los adoquines junto a la pared y golpeó con fuerza la ventana contigua a la puerta principal.

Quedó claro que su vida cotidiana estaba llena de tareas prácticas cuando después colgó la azada del hombro y desenganchó la ventana con las manos. Todo indicaba que estaba dispuesta a emplear la herramienta contra el hombre, si es que estaba dentro con los niños. Dispuesta a enseñarle que iba a tener que meditar sus siguientes pasos con detalle.

Isabel caminó tras ella mientras recorrían la casa. En la planta baja, aparte de cuatro o cinco bombonas de gas colocadas en fila junto a la entrada y unos pocos muebles estratégicamente colocados ante las rendijas de las cortinas para que pareciera que vivía alguien, no había absolutamente nada. Polvo en el suelo y sobre las superficies horizontales; por lo demás, nada. Ningún papel, nada de publicidad, ningún utensilio de cocina, ropa de cama o embalaje vacío. No había ni papel higiénico.

Estaba claro que en aquella casa no vivía nadie.

Luego vieron la escalera empinada que llevaba a la primera planta, y subieron con cautela, a paso lento, hasta llegar arriba.

Las recibieron las paredes cubiertas de corcho y papel pintado con todo tipo de colores y motivos. Los tabiques parecían de papel de lo delgados que eran. Variopinta mezcla de estilos y manifiesta falta de dinero. Solo había un mueble en los tres cuartos: un tosco armario de color verde claro con la puerta entreabierta.

La tenue luz del atardecer penetró e iluminó la habitación cuando Isabel descorrió las cortinas. Abrió la puerta del armario y dio un grito ahogado.

El hombre acababa de estar allí, porque la mayor parte de la ropa colgada de las perchas la había vestido mientras vivía en su casa. Estaba la cazadora de gamuza, los Wranglers gris claro y las camisas de Esprit y Morgan. Desde luego, no eran prendas que pudiera esperarse ver en un lugar tan humilde como aquel.

Rakel dio un respingo, e Isabel comprendió. El olor de su loción de afeitado bastaba para ponerte enferma.

Sacó una de las camisas y le echó un vistazo rápido.

—La ropa no está lavada, así que ya tenemos su ADN si nos hace falta —aseguró, señalando un pelo debajo del cuello de la camisa. No podía ser de ella con aquel color. Después continuó—. Vamos a llevarnos casi todo. Aunque no lo creo, puede que encontremos algo en los bolsillos.

Tras hacerse con las cosas, Isabel miró hacia el edificio del granero, y después bajó la vista al patio de la granja. Antes no se había fijado en los dibujos de la gravilla del patio, pero desde arriba se veían con nitidez. Ante la puerta del granero los guijarros estaban aplastados formando dos líneas paralelas, y parecían ser muy recientes.

Después corrió las cortinas.

Dejaron los cascos de cristal de la entrada, cerraron la puerta tras de sí y dirigieron una mirada veloz alrededor. No había nada especial en la huerta, nada en el prado y tampoco parecía haber nada entre los numerosos árboles. Así que se concentraron en el candado que colgaba de la puerta del granero.

Isabel señaló la azada que seguía colgada del hombro de Rakel, y esta asintió con la cabeza. Tardó menos de cinco segundos en desgajar el herraje de donde colgaba el candado.

Ambas se sobresaltaron cuando la puerta se abrió.

Tenían ante ellas la furgoneta. Una Peugeot Partner azul celeste con la matrícula correcta.

A su lado, Rakel empezó a rezar en voz baja.

—Dulce Madre de Dios, haz que mis hijos no estén muertos dentro del coche. Que no estén dentro. Que no estén.

Isabel no tuvo la menor duda. El ave de rapiña había volado con su presa. Asió la manilla de la puerta trasera y abrió. El hombre se sentía tan seguro de su escondite que ni siquiera se había tomado la molestia de cerrar con llave.

Luego puso la mano sobre el capó. Estaba aún caliente. Muy caliente, de hecho.

A continuación, salió al patio y miró a través de los árboles a la carretera donde Rakel había vomitado. Una de dos, o el hombre se había marchado por allí o si no hacia el fiordo. Desde luego, en aquel momento no podía estar lejos.

Habían llegado demasiado tarde. Por un pelo.

A su lado, Rakel echó a temblar. Toda la emoción contenida durante su largo viaje en coche, todo el asco que no podía expresarse con palabras, todo el dolor acumulado en sus rasgos faciales y en la postura de su cuerpo se unieron en un único grito que hizo que las palomas alzasen el vuelo con batir de alas y desapareciesen en los setos. Cuando terminó de gritar, le colgaban mocos de la nariz y las comisuras de sus labios estaban blancas de saliva. Había caído en la cuenta de que su única carta segura había fallado.

El secuestrador no estaba en la casa. Los niños habían desaparecido. Pese a los rezos.

Isabel asintió en silencio. Era espantoso.

—Rakel, siento mucho decirlo. Pero creo que he visto el coche mientras estabas vomitando —anunció con cautela—. Era un Mercedes. Negro. De los que existen millones.

Estuvieron un buen rato en silencio mientras la luz celeste iba desapareciendo.

Y ahora ¿qué?

—No debéis darle el dinero —dijo por fin Isabel—. No debéis permitirle que dicte las condiciones. Tenemos que ganar tiempo.

Rakel miró a Isabel como si fuera una renegada que escupía a todo en lo que ella creía y representaba.

—¿Ganar tiempo? No tengo ni idea de qué estás hablando, y no estoy segura de querer saberlo.

Rakel miró la hora. Estaban pensando lo mismo.

Dentro de poco, Joshua subiría al tren en Viborg con un saco lleno de billetes, y para Rakel allí terminaba todo. Entregarían el dinero y los niños quedarían en libertad. Un millón era mucho dinero, pero lo superarían. Pese a todo. Isabel no debía poner palos en aquella carreta. Era el mensaje claro que irradiaba Rakel.

Isabel suspiró.

—Escucha, Rakel. Ambas lo hemos conocido, y es lo más espantoso que pueda imaginarse. Recuerda que nos ha engañado. Que todo lo que decía y expresaba no podía estar más lejos de la verdad.

Asió a Rakel de las manos.

—Tu fe y mi fascinación infantil por él han sido instrumentos en sus manos. Nos engañó donde éramos más vulnerables. En los sentimientos más íntimos; y lo
creímos
. ¿Entiendes? Lo creímos y nos mintió, ¿vale? No puedes negarlo. Entonces, ¿sabes adónde quiero ir a parar?

Por supuesto que lo sabía, no era ninguna tonta. Pero Rakel no se podía permitir venirse abajo en aquel momento. No podía permitirse perder su fe ciega, Isabel se daba cuenta. Por eso tenía que explorar las profundidades de donde proceden los instintos primarios, para poder pensar con libertad y apartar por completo los argumentos y conceptos de este mundo. Un terrible viaje al conocimiento de sí misma. E Isabel la compadecía.

Cuando Rakel volvió a abrir los ojos, era evidente que ya sabía lo cerca que estaba del abismo. Sabía que tal vez sus hijos ya no vivieran. Que existía la posibilidad.

Aspiró hondo y apretó las manos de Isabel. Estaba preparada.

—¿En qué estás pensando? —preguntó.

—Haremos lo que él ha dicho —anunció Isabel—. Cuando encienda la luz arrojaremos la bolsa del tren, pero sin dinero. Y cuando la recoja y la abra encontrará objetos de esta casa que prueban que hemos estado aquí.

Se agachó, recogió del suelo el candado con el herraje y lo sopesó en la mano.

—Vamos a meter en el saco esto y parte de su ropa, y le dejaremos una nota diciendo que le seguimos la pista. Que sabemos dónde vive, que conocemos su nombre falso y que tenemos el lugar bajo vigilancia. Que cada vez estamos más cerca de él y que cazarlo es solo cuestión de tiempo. Vamos a escribir que recibirá su dinero, pero que debe pensar en una solución que nos dé una seguridad total de que vamos a recuperar a los niños. No le pagaremos hasta entonces. Debemos presionarlo, para que no sea él quien lleve la iniciativa.

Rakel dejó caer la vista.

—Isabel —dijo—, estamos en el norte de Selandia con el candado y la ropa, ¿lo has olvidado? No llegaremos al tren de Viborg. No vamos a estar en el tren cuando encienda la luz en el tramo entre Odense y Roskilde.

Después miró a los ojos a Isabel y cargó contra ella toda su frustración.

—¿Cómo vamos a arrojarle el saco? ¿CÓMO?

Isabel tomó su mano. La tenía helada.

—Rakel —dijo con calma—. Llegaremos. Vamos a ir en coche a Odense y nos encontraremos con Joshua en el andén. Tenemos tiempo de sobra.

Entonces, Isabel tuvo una visión fugaz de una Rakel que desconocía. No era una madre que hubiera perdido a sus hijos, no era la mujer de un granjero que viviera en las colinas de Dollerup. Ya no había en ella nada provinciano o familiar. Ahora era alguien diferente. Alguien que Isabel no conocía.

—¿Has pensado en por qué quiere que cambiemos de tren en Odense? —preguntó Rakel—. Había muchas otras posibilidades, ¿verdad? Estoy segura de que es porque nos están vigilando. Hay alguien en la estación de Viborg y alguien en la de Odense.

La expresión desapareció. Sabía hacer preguntas, pero era incapaz de responderlas.

Isabel se quedó pensativa.

—No, no lo creo. Lo único que quiere es estresaros. Estoy segura de que no tiene cómplices.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Rakel sin mirarla.

—Él es así. Tiene un control total. Sabe exactamente lo que debe hacer y cuándo. Es también muy calculador. No llevaba más que unos segundos en un bar cuando me eligió como víctima. A las pocas horas fue capaz de provocarme orgasmos en el momento adecuado. Fue capaz de preparar el desayuno y decir cosas que mantuvieron ocupada mi mente el resto del día. Cada movimiento era parte de su plan, y lo hizo a la perfección. No es capaz de colaborar con otros; además, si fuera así el rescate sería demasiado pequeño. No quiere compartir nada con nadie.

Other books

Follow the Leader by Mel Sherratt
Cravings by Liz Everly
Longbourn to London by Beutler, Linda
Cater Street Hangman by Anne Perry
Esther's Inheritance by Marai, Sandor
All My Sins Remembered by Brian Wetherell
A Dream to Cling To by Sally Goldenbaum