Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
El coche de ellas pasó volando, y de repente pasaron a estar delante de él.
Isabel notó que a Rakel le entraba el pánico: de pronto la velocidad era excesiva, porque el coche que habían tenido delante ya no estaba para reducir la velocidad en las embestidas. Las ruedas delanteras derraparon a un lado y enderezó el volante, frenó un poco, pero no lo suficiente, y en aquel momento se oyó un crujido de metal en el lateral de su coche, lo que hizo que Rakel, por instinto, frenara más.
Isabel se volvió horrorizada hacia la ventanilla lateral rota y hacia la puerta trasera, que se había empotrado casi hasta el asiento, y en aquel momento el Mercedes volvió a embestir. La parte inferior del rostro del cabrón estaba en tinieblas, pero sus ojos se veían bien. Era como si hubiera visto la luz. Como si todas las fichas encajaran.
Había ocurrido todo lo que no debía ocurrir.
Entonces el Mercedes embistió por última vez; Rakel perdió el dominio, y el resto fue dolor y una mirada al mundo que daba volteretas en la oscuridad que las rodeaba.
Cuando se hizo el silencio, Isabel se vio cabeza abajo. Junto a ella estaba Rakel exánime, con su cuerpo sanguinolento doblado sobre el volante.
Isabel trató de girar el cuerpo, pero este no le obedecía. Entonces tosió y notó que brotaba sangre de su nariz y garganta.
Es extraño que no duela, pensó por un breve segundo, antes de que todo su cuerpo estallara en impulsos dolorosos. Quería gritar, pero no podía. Voy a morir, pensó, y escupió más sangre.
Vio que en el exterior una sombra se acercaba al coche. Los pasos sobre los cascos de cristal eran acompasados y decididos. No presagiaban nada bueno.
Después trató de enfocar la vista, pero la sangre que manaba de su boca y nariz la cegaba. Al parpadear, era como si tuviera papel de lija bajo los párpados.
Cuando él se acercó lo bastante pudo oír lo que decía, y también percibir el objeto metálico que llevaba en la mano.
—Isabel —dijo—. Eres la última persona que esperaba ver hoy. ¿Para qué tenías que mezclarte en esto? Ya ves el resultado.
Se puso en cuclillas y miró por la ventanilla lateral, lo más seguro para ver la mejor manera de asestarle un golpe mortal. Isabel trató de girar la cabeza para poder verlo con más claridad, pero sus músculos se negaban a obedecerla.
—Hay otros que te conocen —gimió, mientras notaba unos tirones violentos en la mandíbula.
El hombre sonrió.
—Nadie me conoce.
Luego sus pasos dieron la vuelta al coche y se quedó mirando el cuerpo de Rakel desde el otro lado.
—De esta ya no tengo que preocuparme. Menos mal. Podría haberse convertido en una amenaza.
Después se puso en pie de repente. Isabel oyó sirenas. Los reflejos azules en las piernas del hombre lo obligaron a retroceder unos pasos.
Y los ojos de Isabel se cerraron.
El tufo a goma quemada iba haciéndose más penetrante, así que se metió en un área de descanso justo antes de Roskilde. Después de separar de la rueda el guardabarros delantero derecho dañado, dio unos pasos en torno al coche para evaluar el alcance de los daños. No estaba intacto, por supuesto, pero aun así se quedó asombrado de lo poco que se apreciaban a simple vista las consecuencias de las embestidas.
Cuando las cosas se calmaran tendría que ocuparse de la carrocería. Había que borrar las huellas, todas las huellas. Con un mecánico de Kiel o Ystad, lo que le viniera mejor.
Prendió un cigarrillo y leyó la carta que había en el saco.
Este solía ser el momento especial que esperaba siempre. Estar en alguna parte, a oscuras, con coches que pasaban zumbando al lado, y saber que una vez más había hecho lo que debía hacer. Coger el dinero del saco, ir a la caseta de botes y terminar el trabajo.
Pero aquella vez no se sentía así. Aún permanecía en él la sensación de estar en la carretera junto a la vía férrea y mirar dentro del saco con la carta y su propia ropa.
Lo habían engañado. El dinero no estaba, no era una buena noticia.
Vio ante sí el Ford Mondeo destrozado y pensó que menos mal que la campesina santurrona se había llevado su merecido, pero la cuestión de Isabel era una espina clavada.
Los acontecimientos se habían desarrollado así por su propia culpa desde el principio. Si hubiera seguido su instinto, Isabel también habría muerto cuando lo desenmascaró en Viborg.
Pero ¿quién podía sospechar que hubiera una relación entre Rakel e Isabel? Porque había bastante distancia entre Frederiks y la casita adosada de Isabel en Viborg. ¿Qué carajo había pasado por alto?
Dio una intensa calada al cigarrillo y aguantó cuanto pudo el humo en los pulmones. Nada de dinero, y todo por errores estúpidos. Estúpidos errores y coincidencias que señalaban una dirección: Isabel. En aquel momento no sabía ni si estaba muerta. Si hubiera tenido diez segundos más junto al puto coche, le habría destrozado la nuca con el gato.
Entonces habría estado seguro.
Ahora esperaba que la naturaleza siguiera su curso. El accidente había sido muy violento. El Mondeo se había precipitado contra un árbol, y después dio por lo menos diez vueltas de campana. El chirriante sonido de metal retorcido contra el suelo todavía se oía cuando salió del Mercedes. ¿Cómo iban a poder sobrevivir?
Se llevó la mano a los palpitantes músculos del cuello. Putas brujas. ¿Por qué no habían seguido sus instrucciones?
Catapultó con los dedos la colilla hacia un seto, abrió la puerta del copiloto y se sentó en el asiento, cogió de un tirón el saco y extrajo su contenido.
El candado y el herraje del granero de Ferslev. Ropa suya sacada del armario y la carta. Eso era todo.
Volvió a leerla. Había que reaccionar con energía, sin duda. Quienes habían escrito la carta sabían demasiado, y ya está.
Pero se habían sentido seguras, y ese fue su error. Convencidas de que las tornas habían cambiado y de que ahora eran ellas quienes lo presionaban. En ese momento estarían muertas, casi seguro, claro que tendría que comprobarlo.
Así que ahora solo podían ser una amenaza el marido, Joshua, y tal vez el hermano de Isabel, el poli.
Tal vez. Una expresión odiosa.
Por un instante sopesó la situación, mientras la luz de las lámparas halógenas del flujo de coches de la autopista iluminaba a ráfagas los servicios del área de descanso.
No temía que los coches patrulla lo siguieran. Para cuando llegaron, él estaba ya a cientos de metros del lugar del accidente, y aunque antes de alcanzar la autopista se cruzó con un par de ellos con las luces y sirenas encendidas, nadie se interesó por un solitario Mercedes circulando a paso de tortuga.
Desde luego que encontrarían huellas de choques en el coche de Isabel, pero ¿de quién? ¿Cómo iban a poder encontrarlo?
No, ahora debía ocuparse ante todo del marido de Rakel, el Joshua aquel, y después conseguir la pasta. Y, además, debía borrar toda huella que pudiera poner a sus perseguidores sobre su pista. Tendría que volver a edificar su negocio partiendo de cero.
Dio un suspiro. Había sido un mal año.
Se había propuesto dar diez golpes más como aquel antes de retirarse. Y había trabajado bien. Los millones de los primeros años los empleó con prudencia y dieron mucho de sí, pero luego vino la crisis financiera y su cartera de valores se hizo añicos.
Hasta un secuestrador y asesino estaba sometido a los mecanismos del libre mercado, y ahora iba a tener que empezar casi de cero.
Hostias, masculló cuando lo asaltó otra posibilidad.
Si su hermana no recibía su dinero como siempre, iba a tener otro problema más. Había viejos asuntos de la infancia que podía remover. Nombres que no debían salir.
Había que contar con ello.
Cuando regresó a casa del orfanato, su madre ya tenía otro marido, que el más anciano de la comunidad había elegido entre los viudos. Deshollinador, con dos chicas de la edad de Eva; «un hombre gallardo», dijo el nuevo pastor sin dejarse cegar por la realidad.
Al principio su padrastro no lo pegaba, pero cuando su madre reducía la dosis de somníferos y lo complacía en la cama, su temperamento ampliaba su campo de acción.
«Que el Señor alce su rostro hacia ti y la paz sea contigo.» Siempre terminaba con esas palabras tras haber dado una paliza a sus hijas, y eran palabras frecuentes. Si una de ellas ofendía la palabra del Señor, que aquel payaso estaba convencido de tener el derecho exclusivo de interpretar, castigaba a su propia descendencia. Por regla general, nunca eran ellas las que hacían algo malo, sino su hermanastro. A lo mejor se le olvidaba decir amén, a lo mejor sonreía un poco mientras rezaban antes de comer. Raras veces iba más allá. Pero el padrastro no se atrevía a tocar a aquel chico grande y fuerte. Su físico no le daba para tanto.
Luego venía el remordimiento, y era casi lo peor. Su padre nunca se había preocupado por eso, siempre sabías a qué atenerte. Y su padrastro acariciaba las mejillas de sus hijas y les pedía perdón por su irascibilidad y por su hermanastro malo. Entonces entraba a su despacho, se ponía la Capa de Dios, que es como llamaba su padre a sus vestiduras sacerdotales, y pedía a Dios que protegiera a aquellas niñas vulnerables e inocentes, como si fueran unos angelitos.
En cuanto a Eva, nunca se dignaba dirigirle la palabra. Aborrecía aquellos ojos ciegos, blancos y brillantes, y ella se daba cuenta.
Ninguno de los niños lo entendía. No entendían por qué tenía que castigar a sus propias hijas, y menos aún cuando era al hijastro a quien odiaba y a la hijastra a quien despreciaba. Tampoco entendía nadie por qué su madre no intervenía, y por qué podía mostrarse Dios tan malvado y tan escandalosamente injusto mediante los actos de aquel hombre.
Durante una época Eva defendió a su padrastro, pero dejó de hacerlo cuando las marcas de golpes de sus hermanastras se hicieron tan ostensibles que las sentía en su propia piel.
Su hermano daba tiempo al tiempo. Estaba acumulando fuerzas para la rebelión final, que iba a llegar cuando menos lo esperasen.
Entonces eran cuatro niños, marido y mujer. Ahora solo quedaban Eva y él.
Sacó de la guantera la carpeta de plástico con la información sobre la familia, y enseguida encontró el número del móvil de Joshua.
Iba a llamarlo y confrontarlo con la realidad. Que su mujer y su cómplice estaban neutralizadas, y que ahora les tocaba a sus hijos, a no ser que entregara el dinero en otro lugar antes de veinticuatro horas. Iba a decirle a Joshua que era hombre muerto si había hablado del secuestro con alguien, además de Isabel.
No le costaba imaginar el rostro rubicundo de aquel tipo bonachón. El hombre se desmoronaría y cedería.
Eso era lo que le decía la experiencia.
Marcó el número y esperó lo que pareció una eternidad hasta que respondieron.
—¿Sí…? ¿Diga…? —oyó decir a una voz que no relacionaba con la de Joshua.
—¿Puedo hablar con Joshua? —preguntó, mientras una serie de conos de luz barrían tras él el edificio del área de descanso.
—¿Con quién hablo? —quiso saber la voz.
—¿No es ese el móvil de Joshua? —preguntó él.
—No, no lo es. Ha debido de equivocarse de número.
Miró su móvil. El número era el correcto. ¿Qué había pasado?
Entonces cayó en la cuenta. ¡El nombre!
—Ah, claro, perdone. He dicho Joshua porque así es como lo llamamos todos, pero se llama Jens Krogh. Perdone, se me había olvidado. ¿Puedo hablar con él?
Se quedó en silencio mirando al frente. El hombre al otro lado de la línea no hablaba. Mala señal. ¿Quién coño sería?
—Ya veo —dijo la voz, por fin—. ¿Con quién hablo, entonces?
—Con su cuñado —reaccionó con rapidez—. ¿Puedo hablar con él?
—No, lo siento. Está usted hablando con el agente Leif Sindal, de la Policía de Roskilde. Dice usted que es su cuñado. ¿Cómo se llama?
¿La Policía? ¿Los había llamado aquel imbécil? ¿Es que se había vuelto loco de atar?
—¿La Policía? ¿Le ha pasado algo a Joshua?
—No puedo decirle nada si no me da su nombre.
Algo marchaba mal. ¿Qué sería esta vez?
—Soy Søren Gormsen —informó. Era la regla de oro. Dar siempre un nombre especial a la Policía. Se lo creen. Saben que pueden comprobarlo.
—Bien —fue la respuesta—. ¿Puede describirnos a su cuñado, Søren Gormsen?
—Claro que puedo. Es un hombre grande. Casi calvo, cincuenta y ocho años, siempre lleva puesto un chaleco verde oliva y…
—Søren Gormsen —lo interrumpió el policía—. Nos han llamado porque han encontrado a Jens Krogh muerto en un vagón de tren. Tenemos al cardiólogo aquí al lado, y siento comunicarle que su cuñado ha fallecido.
Dejó que la palabra «fallecido» resonara un momento antes de formular la pregunta.
—Oh, no, eso es terrible. ¿Qué ha ocurrido?
—No lo sabemos. Según otro pasajero, se desplomó de repente.
¿Será una trampa?, pensó.
—¿Adónde van a llevarlo? —preguntó.
Oyó que el policía y el médico hablaban en un segundo plano.
—Va a venir una ambulancia a por él. Todo parece indicar que habrá que hacer una autopsia.
—Entonces, ¿van a llevar a Joshua al hospital de Roskilde?
—Sí, bajaremos del tren en Roskilde.
Dio las gracias, se disculpó y salió del coche para limpiar las huellas del móvil y arrojarlo a un seto. Si se trataba de una trampa, no iban a cazarlo siguiendo la pista del teléfono.
—Eh —oyó por detrás. Dio la vuelta y vio a dos hombres saliendo del coche que acababa de aparcar. Matrícula de Lituania, ropa de deporte desgastada y unos rostros demacrados que no le deseaban nada bueno.
Fueron directos hacia él. El propósito era claro: en un visto y no visto lo derribarían y le vaciarían los bolsillos; era evidente que vivían de eso.
Alzó la mano en señal de aviso y señaló el móvil de su mano.
—¡Toma! —gritó, arrojándolo con fuerza contra uno de los hombres mientras saltaba en diagonal y daba una patada en la entrepierna al otro, de modo que su cuerpo huesudo cayó al suelo gimiendo y soltó la navaja de muelle.
En menos de dos segundos asió la navaja, asestó dos cuchilladas en el vientre al hombre tumbado y una en el costado al otro.
Después recogió su teléfono móvil y lo arrojó junto con la navaja tan lejos como pudo, entre los matorrales.
La vida le había enseñado a golpear primero.