Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
Abandonó a su suerte a aquellos dos engendros sanguinolentos y tecleó la estación de Roskilde en el GPS.
Se pondría allí en ocho minutos.
La ambulancia llevaba cierto tiempo parada cuando aparecieron con la camilla. Se puso a la cola de miradas curiosas dirigidas al contorno del cuerpo de Joshua, cubierto por una manta. Cuando vio al policía de uniforme que abría paso a la camilla con el abrigo y la bolsa de Joshua en brazos, estuvo seguro.
Joshua había muerto. El dinero se había esfumado.
—¡Mierda puta! —Estuvo jurando sin parar mientras dirigía el rumbo del Mercedes hacia Ferslev, donde había tenido su domicilio-tapadera durante años. Su dirección, su nombre, su furgoneta, todo cuanto le proporcionaba seguridad, estaba unido a aquella casa. Y ahora se había terminado. Isabel tenía la matrícula de la furgoneta y se la había pasado a su hermano, y el dueño del coche estaba vinculado a la casa. Ya no era un domicilio seguro.
Cuando llegó al pueblo y se dirigió a través de los árboles hasta la pequeña propiedad rural, la zona estaba en calma. Hacía un rato que la pequeña comunidad había llegado al estado de sopor al que invitaba la pantalla del televisor. Solo el edificio principal de una granja situada más allá de los sembrados tenía un par de ventanas iluminadas. De modo que la voz de alarma la darían desde allí.
Comprobó que Rakel e Isabel se habían colado en el garaje y en la casa, echó un vistazo a todo y puso aparte algunos objetos. Cosas que pudieran resistir al incendio. Un espejito, una caja de costura, el botiquín de primeros auxilios.
Luego sacó la furgoneta del granero anexo, fue marcha atrás hacia el otro lado de la casa y embistió con fuerza contra el gran ventanal de la sala, desde donde había buenas vistas hacia los descampados.
El ruido de cristales rotos hizo que un par de pájaros alzaran el vuelo asustados, pero eso fue todo.
Entonces dio la vuelta a la casa y entró con la linterna encendida. Perfecto, pensó cuando vio la furgoneta con las ruedas traseras deshinchadas y la parte delantera plantada sobre el parqué del suelo. Caminó sobre los cristales rotos, abrió la puerta del maletero, cogió el bidón de reserva y esparció la gasolina desde la sala hasta la cocina, sobre el suelo del pasillo y en la primera planta.
Después desenroscó la tapa del depósito de la furgoneta, arrancó un pedazo de cortina, empapó la mitad en la gasolina del suelo y metió el otro extremo en la entrada al depósito.
Se quedó un rato en el patio exterior y miró alrededor antes de dar fuego al resto de la cortina y lanzarlo al charco de gasolina del pasillo, que llegaba hasta las bombonas de gas.
El Mercedes iba ya a toda velocidad por la carretera cuando el depósito de gasolina de la furgoneta explotó con un enorme estruendo. Pasado minuto y medio llegó el turno de las bombonas de gas. Parecía que el tejado se elevaba, de lo violenta que fue la explosión.
Tras pasar por el centro de la ciudad y volver a divisar los descampados, paró en el arcén y miró atrás.
Como una hoguera de San Juan chisporroteando hacia el cielo, la casa ardía con estruendo tras los árboles. Se veía ya desde leguas de distancia. Dentro de poco las llamas llegarían hasta los árboles y todo ardería.
Por ese lado no tenía ya nada que temer.
Cuando llegaran los bomberos estimarían que no podía salvarse nada.
Dirían que había sido una broma pesada.
Era lo que solían decir los campesinos.
Se puso ante la puerta del cuarto donde su mujer estaba enterrada bajo las cajas y comprobó una vez más, con una extraña mezcla de melancolía y satisfacción, que reinaba un silencio de muerte. Lo habían pasado bien los dos. Ella era guapa, dulce y una buena madre que bien podría haber terminado de otra manera. Una vez más debía agradecerse a sí mismo que no fuera así. Antes de volver a buscar a alguien con quien vivir, se encargaría de borrar lo que se ocultaba en el cuarto. Hasta entonces el pasado se había impuesto sobre su vida, pero no iba a hacerlo con su futuro. Haría un par de secuestros más, vendería la casa y se establecería lejos de todo aquello. Puede que para entonces hubiera aprendido a vivir. Pasó unas horas tumbado en el sofá esquinero reflexionando sobre lo que tenía que hacer en adelante. Podría conservar Vibegården y la caseta de botes; era un sitio seguro. Pero tendría que encontrar una sustituta para la casa de Ferslev. Una casita apartada de los caminos frecuentados. Un sitio donde no llegara la gente y cuyo dueño, a ser posible, fuera un paria en la zona. Un vejete que cuidara de sí mismo y no supusiera una carga para nadie. Tal vez tendría que buscar más hacia el sur esta vez. Ya había visto un par de casas apropiadas en la zona de Næstved, pero la experiencia le decía que la elección final no iba a ser fácil.
El dueño de la pequeña propiedad rural de Ferslev había sido perfecto. Nadie se interesaba por él y tampoco él se interesaba por nadie. Había trabajado la mayor parte de su vida en Groenlandia, y por lo visto tenía una novia en Suecia, se decía entonces en el pueblo. «Por lo visto.» Aquel maravilloso, vago, «por lo visto» lo puso sobre la pista. Se creía que era un hombre que se las arreglaba con el dinero que había ganado en una vida anterior. Lo llamaban «el raro», y con eso firmó su sentencia de muerte.
Habían pasado ya diez años desde que mató «al raro», y desde entonces se había preocupado de pagar todas las facturas que de vez en cuando llegaban al buzón de la casita rural. Pasados un par de años, se dio de baja en la compañía eléctrica y en el servicio de basuras, y desde entonces nunca aparecía nadie por allí. El pasaporte y el permiso de conducir a nombre del muerto, con otras fotos y una fecha de nacimiento más plausible, se los hizo un fotógrafo de Vesterbro. Un hombre bueno y cumplidor para quien la falsificación se había convertido en un arte igual al que, por iniciativa de su maestro, adoptaron los alumnos de Rembrandt. Un auténtico artista.
El nombre Mads Christian Fog lo había acompañado durante diez años, pero también eso se acabó.
Volvía a ser Chaplin.
Con dieciséis años y medio se enamoró de una de sus hermanastras. Era muy vulnerable, etérea, de frente lisa y despejada y con finas venas en las sienes. No tenía nada que ver con el tosco material genético de su padrastro ni con la corpulencia de su madre.
Quería besarla y abrazarla, perderse en su mirada y sumergirse en su interior, y sabía que estaba prohibido. A los ojos de Dios eran hermanos de verdad, y la mirada de Dios vigilaba todos los rincones de aquella casa.
Al final se entretenía con los placeres pecaminosos que practicaba en soledad bajo el edredón o con miradas furtivas, ya de noche, bajo el techo abuhardillado, por los resquicios del entarimado del suelo de su cuarto.
Allí lo pillaron un día con las manos en la masa, por así decir. Tumbado en el suelo, llevaba tiempo observando a la belleza de abajo vestida con un delgado camisón cuando por un breve segundo ella alzó la vista y sus miradas se cruzaron. El choque fue tan violento que él levantó como el rayo la cabeza y se dio contra una viga del techo, donde un clavo saliente se incrustó tras su oreja derecha y casi llegó al hueso.
Lo oyeron berrear en la buhardilla, y allí se acabó todo.
Su hermana Eva, en un arranque de puritanismo, se chivó a su madre y al padrastro. Lo que sus ojos ciegos no podían ver era la furia rayana en odio con que se desfogaron su padrastro y su madre ante aquel ultraje.
Al principio, lo interrogaron amenazándolo con la maldición eterna, pero no quiso reconocer nada. Que había estado espiando a su hermanastra. Que solo quería ver la imagen de sus sueños sin ropa. ¿Cómo iban las amenazas a hacerle reconocer aquello? Las había oído muchas veces, demasiadas.
—¡Pues tú lo has querido! —gritó su padrastro, saltando sobre él por detrás. Tal vez no fuera más fuerte, pero la firme llave que le hizo lo cogió desprevenido, y le apresó la nuca y los brazos.
—¡Coge la cruz! —gritó a su mujer—. ¡Saca a golpes a Satanás de su cuerpo infecto! ¡Golpéalo hasta que los diablos del pecado lo abandonen!
Vio el crucifijo alzado por encima de la mirada demente de su madre y sintió su mohoso aliento en el rostro cuando golpeó.
—¡En nombre de la Gloria! —gritó ella, volviendo a levantar el crucifijo. Perlas de sudor poblaban su labio superior, y el padrastro la presionaba más aún, gimiendo y susurrando «en nombre del Todopoderoso» una y otra vez.
Después de veinte golpes en hombros y brazos, su madre retrocedió. Jadeante y agotada.
Desde aquel momento ya no hubo marcha atrás.
Sus dos hermanastras lloraban en el cuarto contiguo. Lo habían oído todo y parecían asustadas de verdad. Eva, sin embargo, no reaccionó, aunque no cabía duda de que también lo había oído todo. Siguió imperturbable con sus ejercicios de sistema Braille, pero no pudo ocultar la amargura de su rostro.
Después de cenar metió a escondidas un par de somníferos en el café de su padrastro y de su madre. Y al caer la noche, cuando dormían profundamente, disolvió todo el frasco de pastillas en agua. Tardó en ponerlos boca arriba, y también tardó en meterles por la boca la papilla de somníferos. Pero tenía tiempo de sobra.
Secó el frasco de somníferos, apretó en torno a él los dedos de la mano de su padrastro, cogió dos vasos y cerró las manos de los dos dormidos alrededor de ellos; después colocó los vasos en sus respectivas mesillas de noche, los llenó a medias con agua y cerró la puerta.
—¿Qué hacías ahí dentro? —oyó una voz en el exterior.
Miró en la penumbra. En esa situación, Eva jugaba con ventaja, porque era amiga de la oscuridad y tenía un oído tan fino como el de un perro.
—No he hecho nada, Eva. Solo quería disculparme, pero están dormidos. Creo que han tomado somníferos.
—Pues espero que duerman bien —se limitó a comentar su hermana.
A la mañana siguiente se llevaron los cadáveres. En el pueblo se montó un escándalo por los suicidios, y Eva callaba. Tal vez barruntase ya entonces que el suceso, y el hecho de que su hermano pequeño también tuviera la culpa de su ceguera y penara por ello a su modo, iban a ser su seguro frente a una existencia de inmovilidad y miseria.
En cuanto a las hermanastras, buscaron la eternidad un par de años más tarde. Se dirigieron al lago cogidas de la mano, y el lago las recibió con dulzura. Así se liberaron de recuerdos dolorosos, pero Eva y él no se liberaron.
Habían pasado ya más de veinticinco años desde la muerte de sus padres, y aun así cada vez eran más los que, en las variadas contingencias del fanatismo, malinterpretaban la palabra «caridad».
No, a la mierda con ellos. Eran los que más odiaba. Los que creían estar por encima de los demás ayudados por las manos de Dios.
Debían desaparecer de la faz de la tierra.
Sacó del llavero la llave de la furgoneta y la de la casita rural y las echó al cubo de basura del vecino, debajo de la primera bolsa del montón, mientras miraba alrededor con detenimiento.
Después entró en su casa y vació el buzón.
La publicidad fue directamente a la basura, y el resto lo tiró sobre la mesa de la sala. Un par de facturas, los dos periódicos de la mañana y una nota escrita a mano con el logo del club de bolos.
En los periódicos no venía nada, claro, había sucedido tras el cierre de la edición. Pero la radio regional estaba al día. Dijeron algo sobre dos lituanos malheridos en una pelea, y después vino lo del accidente de las mujeres. No dijeron gran cosa, pero era suficiente. Informaciones sobre el lugar del accidente, la edad de las mujeres, que ambas estaban heridas graves, tras varias horas de conducción temeraria, en la que, entre otras cosas, habían arremetido contra una barrera de peaje del puente. No mencionaron ningún nombre, pero sí dijeron que podría haber otro conductor que se dio a la fuga.
Entró en internet y buscó más noticias del suceso. En la página web de uno de los periódicos matutinos añadían que ambas mujeres, tras haber sido operadas durante la noche, seguían entre la vida y la muerte, y que nadie entendía por qué cruzaron a tanta velocidad el puente del Gran Belt. Un médico de la unidad de Traumatología del Hospital Central manifestó su pesimismo acerca de su estado.
Aun así, sintió una profunda inquietud.
Vio en internet un vídeo sobre la unidad de Traumatología, qué hacían y dónde, y después miró el plano general del hospital con la localización de sus secciones. Ahora estaba preparado.
De momento tenía que ocuparse de mantenerse informado sobre el estado de las mujeres.
Entonces cogió la nota con el logo del club de bolos y el número de distrito, y la leyó.
«He pasado hoy, pero no había nadie en casa. La prueba por equipos del miércoles a las 19.30 la han adelantado a las 19.00. ¡Recuerda la bola ganadora después! O ¿es que tienes ya suficientes bolas? Ja, ja. ¿Vais a venir los dos? ¡Ja, ja otra vez! Saludos del Papa», ponía.
Alzó la vista hacia el techo, donde yacía su mujer. Si esperaba un par de días más para llevar el cadáver a la caseta de botes, podría librarse de los tres a la vez. Otro par de días sin agua, y los jóvenes estarían muertos; y así debía ser, era lo que habían decidido sus padres.
Una auténtica estupidez. Tanto esfuerzo para nada.
Había oído que estaban teniendo una noche agitada abajo, en la sala, pero no que el médico de guardia hubiera vuelto.
—Hardy tiene algo de agua en los pulmones —hizo saber Morten—. Le cuesta respirar.
Parecía preocupado. Era como si su alegre rostro rechoncho se hubiera hundido.
—¿Es grave? —preguntó Carl. Sería muy lamentable.
—El médico quiere tener a Hardy un par de días en observación en el Hospital Central, para mirarle bien el corazón y esas cosas. También temen una pulmonía. Sería muy peligroso para un hombre en el estado de Hardy.
Carl asintió en silencio. Por supuesto, no debían correr ningún riesgo.
Acarició el pelo de su amigo.
—Joder, Hardy, vaya movida. ¿Por qué no me habéis despertado?
—Le he dicho a Morten que no —susurró con mirada triste; más triste de lo normal—. Me dejaréis volver cuando me den el alta, ¿verdad?
—Pues claro, viejo amigo. La vida aquí no merece la pena sin ti.
Hardy esbozó una leve sonrisa.
—No creo que Jesper esté de acuerdo. Cuando vuelva por la tarde le encantará que la sala esté como solía estar.