El mensaje que llegó en una botella (37 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El mensaje que llegó en una botella
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Y gritó con todas sus fuerzas.

Fue un grito tan apagado que no lo oyó ni ella.

30

Los soldados llegaron a última hora de la tarde en un
jeep
desvencijado, y uno de ellos gritó que los partidarios locales de Doe habían escondido armas en la escuela del pueblo y que ella debía decirles dónde.

Su piel brillaba, pero reaccionaron con gelidez cuando les aseguró que ella no tenía nada que ver con el régimen
krahn
de Samuel Doe, y que no sabía nada de armas.

Rakel —o mejor dicho, Lisa, que es como se llamaba entonces— y su novio llevaban todo el día oyendo tiros. Los rumores decían que la retaguardia de la guerrilla de Taylor se estaba empleando a fondo con la población, y por eso se habían preparado para huir. ¿Quién iba a quedarse a esperar a ver si la sed de sangre del nuevo régimen liberaba a la gente según el color de su piel?

Su novio había subido a la primera planta a por el rifle de caza, y los soldados la cogieron desprevenida mientras trataba de llevar algunos de los libros de la escuela a los anexos. Aquel día habían quemado muchas casas, lo hacía por precaución.

Y allí estaban ellos, los que llevaban todo el día matando, que ahora debían liberar las descargas eléctricas que hormigueaban por su cuerpo.

Se dijeron algo que no entendió, pero los ojos lo decían todo. Estaba en el lugar equivocado. Demasiado joven y demasiado accesible en el aula vacía.

Saltó con todas sus fuerzas a un lado e intentó huir por la ventana, pero la agarraron por los tobillos. La arrastraron de vuelta y le dieron un par de patadones hasta que se quedó quieta.

Tres cabezas bailaron en el aire un momento ante su mirada, y después dos cuerpos se abalanzaron sobre ella.

La superioridad numérica y la arrogancia hicieron que el tercer soldado apoyara su Kalashnikov en la pared y ayudara a los otros dos a abrirle las piernas. Le taparon la boca y la penetraron uno tras otro mientras reían histéricos. Respiraba con dificultad por las narices medio taponadas, y en un momento dado oyó a su novio gemir en el cuarto de al lado. Tuvo miedo por él. Miedo de que los soldados lo oyeran y lo remataran.

Pero su novio gemía en voz baja. Aparte de eso no reaccionó.

Cuando cinco minutos más tarde, tumbada en el suelo polvoriento, miró a la pizarra, donde apenas dos horas antes habían escrito «I can hop, I can run»
[2]
, su novio había desaparecido con el arma. No le habría costado disparar y matar a los soldados sudorosos, tumbados con los pantalones desabrochados y resoplando junto a ella.

Pero él no estuvo para defenderla, y tampoco estaba cuando ella se puso en pie de un salto, agarró el Kalashnikov del soldado, disparó una larga ráfaga que descuartizó los cuerpos de los negros y salió dejando tras de sí un eco de gritos y un vaho de humo de pólvora y sangre caliente.

Su novio había estado con ella cuando todo iba bien. Cuando la vida era fácil y el futuro prometedor. No cuando llevó a rastras los cuerpos descuartizados hasta el estercolero y los cubrió con hojas de palma, y tampoco cuando limpió las paredes de pedazos de carne y sangre.

Por eso, entre otras cosas, tenía que escapar.

Era la víspera de que se confesara ante Dios y se arrepintiera profundamente de sus pecados. Pero la promesa que se hizo por la noche cuando se arrancó el vestido y lo quemó, la noche en que se lavó la entrepierna hasta despellejarse, no la olvidó jamás.

Si el Diablo volvía a cruzarse en su camino, tomaría cartas en el asunto.

Si ella quebrantaba los mandamientos del Señor, sería una cuestión entre ella y Él.

Mientras Isabel apretaba el acelerador a fondo y su mirada deambulaba entre la carretera, el GPS y el retrovisor, Rakel dejó de sudar. El temblor de sus labios disminuía a cada segundo que pasaba. Los latidos de su corazón se sosegaron. Por un instante recordó cómo puede transformarse el miedo en furia.

El pavoroso recuerdo del aliento satánico y los ojos amarillos de los soldados del NPFL, que no mostraron compasión, se propagó por su cuerpo e hizo que apretara las mandíbulas.

Antes había actuado, o sea que podría volver a hacerlo.

Se volvió hacia su chofer.

—En cuanto entreguemos las cosas a Joshua me pongo al volante. ¿Entendido, Isabel?

Isabel sacudió la cabeza.

—No va a resultar, Rakel, no conoces mi coche. Hay un montón de cosas que no funcionan. Las luces de posición. El freno de mano está flojo. Tiene la dirección muy sensible.

Mencionó un par de cosas más, pero a Rakel le daba igual. Puede que Isabel no creyera que la beata Rakel pudiera estar a su altura al volante. Pero pronto saldría de su error.

Encontraron a Joshua en el andén de la estación de Odense: tenía el semblante gris y un aspecto lastimoso.

—¡No me gusta lo que decís!

—No, pero Isabel tiene razón, Joshua. Lo haremos así. Debe notar nuestro aliento en su nuca. ¿Llevas el GPS, como hemos convenido?

Joshua asintió en silencio y la miró con ojos enrojecidos.

—El dinero me importa un bledo —aseguró.

Rakel lo asió del brazo con fuerza.

—No tiene nada que ver con el dinero. Ya no. Tú sigue sus instrucciones. Cuando él emita el destello de luz tú arroja el saco, pero deja el dinero en la bolsa de deportes. Mientras tanto, intentaremos seguir el tren lo mejor que podamos. No tienes que pensar en nada, solo debes orientarnos sobre dónde está el tren si te lo preguntamos, ¿de acuerdo?

Su marido hizo un gesto afirmativo, pero era evidente que no estaba de acuerdo.

—Dame la bolsa con el dinero —dijo Rakel—. No me fío de ti.

Él sacudió la cabeza; así que Rakel estaba en lo cierto. Y es que estaba segura.

—¡Dámela! —gritó, pero Joshua seguía reacio. Entonces ella le cruzó una bofetada seca y fuerte bajo el ojo derecho y asió la bolsa de deportes. Para cuando Joshua se dio cuenta de lo que ocurría, la bolsa había pasado a manos de Isabel.

Entonces Rakel agarró el saco vacío y metió en él la ropa del secuestrador, a excepción de la camisa con los pelos. Y puso encima el herraje, el candado y la carta escrita por Joshua.

—Toma. Y haz lo que hemos convenido. De lo contrario no volveremos a ver a nuestros hijos. Créeme, lo sé.

Seguir la marcha del tren fue más difícil de lo que había creído. Al salir de Odense llevaban ventaja, pero para cuando llegaron a Langeskov esta empezó a disminuir. Los informes de Joshua eran inquietantes, y los comentarios de Isabel al comparar la situación por GPS del coche y del tren se hicieron cada vez más impacientes.

—Déjame coger el volante, Rakel —graznó Isabel—. No tienes temple para esto.

Pocas veces habían tenido unas palabras tanto efecto en Rakel. Apretó el acelerador hasta el fondo y, al cabo de unos cinco minutos, el rugido del motor acelerado al máximo fue el único sonido que se oía.

—¡Ya veo el tren! —gritó Isabel, liberada, cuando la autopista E-20 cortó la línea de ferrocarril. Entonces apretó una tecla del móvil y a los pocos segundos oyó la voz de Joshua al otro lado de la línea.

—Tienes que mirar a la izquierda, Joshua, estamos algo más adelante —advirtió—. Pero la autopista hace una curva muy abierta de varios kilómetros, así que dentro de poco nos habrás adelantado. Intentaremos alcanzarte en el puente del Gran Belt, pero va a ser difícil. Después tendremos que pasar por la cabina de peaje.

Isabel escuchó el comentario de Joshua.

—¿Te ha llamado él? —preguntó después, antes de cerrar el móvil.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Rakel.

—Que aún no había hablado con el secuestrador. Pero no sonaba bien, Rakel. Se niega a creer que podamos llegar a tiempo. Ha dicho entre tartamudeos que a lo mejor daba igual que lleguemos o no. Que bastaba con que el secuestrador comprendiera el mensaje de la carta.

Rakel apretó los labios. «Da igual», decía su marido. Pues de eso nada. Tenían que llegar antes de que el secuestrador emitiera un destello hacia el tren. Tenían que llegar antes, y entonces iba a enterarse aquel cabrón que se había llevado a sus hijos de lo que ella era capaz.

—No dices nada, Rakel —comentó Isabel a su lado—. Pero lo que dice Joshua es verdad. No podemos llegar a tiempo.

La tía volvía a tener la vista pegada al velocímetro. No podía subir más.

—¿Qué vas a hacer en el puente, Rakel? Hay un montón de cámaras y el tráfico es denso. Y ¿qué vas a hacer cuando tengamos que pagar el peaje al otro lado?

Rakel estuvo un rato sopesando las preguntas mientras avanzaba por el carril de adelantamiento con el intermitente puesto y las luces largas encendidas.

—Tú no te preocupes de nada —dijo después.

31

Isabel estaba aterrorizada.

Aterrorizada por la demencial conducción de Rakel y por su propia falta de capacidad para poder hacer algo al respecto.

Doscientos, trescientos metros más adelante llegaron a las barreras del puesto de peaje del puente del Gran Belt, y Rakel no reducía la velocidad. Dentro de pocos segundos tendrían que conducir a treinta por hora, y ahora iban a ciento cincuenta. Ante ellas el tren con Joshua atravesaba zumbando el paisaje, y aquella mujer quería alcanzarlo.

—¡Tienes que frenar, Rakel! —gritó cuando estaban frente a las cabinas de pago—. ¡FRENA!

Pero Rakel estrujaba el volante entre sus manos, inmersa en su propio mundo. Debía salvar a sus hijos.

Lo que pudiera ocurrir, por lo demás, carecía de importancia.

Vieron que los vigilantes de la cabina de peaje para camiones agitaban los brazos, y un par de coches que tenían delante se hicieron bruscamente a un lado.

Entonces atravesaron la barrera con un enorme estruendo y una nube de fragmentos salió volando por los aires.

Si su antigualla de Ford Mondeo hubiera tenido un par de años menos, o al menos hubiera estado mejor de lo que estaba, las habría detenido la explosión de un par de airbags. «No funcionan, ¿los cambio?» fue lo que preguntó el mecánico la última vez, pero era carísimo. Isabel se arrepintió muchas veces de haber dicho que no, pero ahora no se arrepentía. Si se hubieran desplegado los airbags mientras conducían a aquella velocidad, la cosa podría haber sido muy grave. Pero lo único que podría recordar aquel inadmisible ataque a la propiedad pública era una gran abolladura en el radiador y un corte feo en el parabrisas que iba ensanchándose poco a poco.

Tras ellas había una gran actividad. Si la Policía no estaba ya al corriente de que un coche matriculado a su nombre había atravesado a toda velocidad una barrera del puente sobre el Gran Belt, alguien andaba despistado.

Isabel respiró con fuerza y volvió a teclear el número de Joshua.

—¡Ahora estamos en el puente! ¿Dónde estás tú?

Joshua dio sus coordenadas de GPS e Isabel las comparó con las suyas. No podía estar muy lejos.

—No me siento bien —se quejó Joshua—. Creo que lo que estamos haciendo es un error.

Isabel trató de tranquilizarlo como pudo, pero no pareció lograrlo.

—Llama en cuanto veas el destello —dijo, y apagó el móvil.

Justo antes de la salida 41 divisaron el tren, a la izquierda. Un collar de perlas luminoso deslizándose por el paisaje negro. En el tercer vagón iba un hombre con el corazón oprimido.

¿Cuándo puñetas se iba a poner aquel demonio en contacto con ellos?

Isabel se aferró al móvil mientras circulaban a toda velocidad por el tramo de autopista entre Halsskov y la salida 40 y seguían sin ver destellos azules.

—La Policía va a pararnos en Slagelse, puedes estar segura, Rakel. ¿Por qué has tenido que destrozar la barrera?

—Ahora vemos el tren. Y no lo veríamos si hubiera reducido la velocidad y nos hubiéramos detenido, aunque fueran veinte segundos. ¡Por eso!

—No veo el tren —se alarmó Isabel, mirando el mapa de su regazo—. Ostras, Rakel. La vía del tren hace una curva al norte y después entra en Slagelse. Si le hace la señal a Joshua entre Forlev y Slagelse, no vamos a poder hacer nada, a no ser que salgamos de la autopista ¡AHORA!

La salida 40 desapareció tras ellas mientras Isabel giraba la cabeza. Se mordió el labio.

—Rakel, si las cosas son como yo creo, existe la probabilidad de que Joshua vea la luz dentro de un instante. Hay tres carreteras que atraviesan la vía férrea antes de llegar a Slagelse. Sería un lugar perfecto para echar el saco del dinero. Pero ahora no podemos salir de la autopista porque acabamos de rebasar la salida.

Vio que el mensaje calaba. La mirada de Rakel volvió a adquirir tintes de desesperación. El teléfono móvil sería lo último que querría oír durante los próximos minutos.

De pronto dio un fuerte frenazo y se metió en el arcén.

—Iré marcha atrás —informó.

¿Se había vuelto loca? Isabel apretó las luces de emergencia y trató de bajar el ritmo cardíaco.

—Escucha, Rakel —dijo con tanta calma como pudo—. Joshua ya se las arreglará. No hace falta que estemos allí cuando eche el saco. Joshua tiene razón. Ese cabrón se pondrá de todas formas en contacto con nosotras en cuanto vea el contenido del saco.

Pero Rakel no reaccionaba. Tenía unos planes diferentes por completo, e Isabel la entendía.

—Iré marcha atrás por el arcén —volvió a decir Rakel.

—Ni se te ocurra, Rakel.

Pero lo hizo.

Isabel se soltó el cinturón de seguridad y giró en su asiento. Tras ella se precipitaban columnas de faros de coche.

—¿Te has vuelto loca, Rakel? Vas a matarnos. ¿Y de qué va a servir eso a Samuel y Magdalena?

Pero Rakel no respondió. Estaba tras un motor que chirriaba en marcha atrás arañando el arcén.

Fue entonces cuando Isabel vio los destellos azules en lo alto de una loma, unos quinientos metros más atrás.

—¡PARA! —chilló, y Rakel levantó el pie del acelerador.

Rakel alzó la vista hacia las luces azules y se dio cuenta del problema al instante. La caja de cambios protestó con furia cuando cambió de marcha atrás a primera. A los pocos segundos, iban otra vez a ciento cincuenta.

—Ya podemos rezar por que Joshua no llame enseguida para decir que ya ha echado el saco; en ese caso podríamos alcanzarlo. Pero tienes que coger la salida 38, no la 39 —gimió Isabel—. Corremos el peligro de que haya coches patrulla esperando en la salida 39. Puede que estén allí ya. Coge la 38, así seguiremos por la carretera nacional, que está más cerca de la vía del tren. Desde aquí hasta Ringsted la vía discurre entre sembrados, muy lejos de la autopista.

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