"Una novela militar del futuro como debería de ser contado... Por un hombre que no sólo reconoce a los militares y al futuro, sino, también el gran arte de narrar historias". - Gordon Dickson.
De las páginas de
Historia del Futuro
nos llega una epopeya, a escala galáctica, que nos habla de intrigas políticas y guerra del porvenir. En el centro de la acción está John Christian Falkenberg, militar regular, para luchar por su cuenta. Se trata de un cerebro maestro para sus soldados, un enigma para los políticos que alquilan sus servicios... y una causa de pertubaciones en una decena de planetas
Esta novela forma parte de
Historia del Futuro
, una deslumbrante saga del porvenir, y e los acontecimientos que llevaron hasta los hechos que se narran en
La mota en el ojo de Dios
.
Jerry Pournelle
El Mercenario
Historia del Futuro/1
ePUB v1.0
DaDa15.09.12
Título original:
Future History
Jerry Pournelle, 1977.
Traducción: Luis Vigil
Portada: Antoni Garcés
Reconocimientos: La batalla del Capítulo XIX está basada, en gran parte en las experiencias reales del Teniente Zeneke Asfaw, de la Guardia Imperial Etíope, durante la Guerra de Corea.
Editor original: DaDa (v1.0)
ePub base v2.0
1969 | Neil Armstrong pone el pie en la Luna de la Tierra |
1990 | Una serie de tratados entre los Estados Unidos y la Unión Soviética dan lugar al CoDominio. Son puestos fuera de la ley la investigación y el desarrollo, especialmente en el campo militar. |
1996 | La Legión Extranjera Francesa forma el elemento fundacional de los Servicios Armados del CoDominio. |
2004 | El Motor Alderson es perfeccionado en la Cal Tech. |
2008 | Las primeras naves experimentales con motores Alderson abandonan el Sistema Solar. |
2010 | Los Servicios de Información del CoDominio se dedican a llevar a cabo serios intentos de suprimir toda investigación de tecnologías con aplicaciones militares. Les ayudan las Asociaciones de Crecimiento Cero. Cesa la mayor parte de la investigación científica. Se descubren planetas habitables. Empieza su explotación comercial. |
2020 | Se fundan las primeras colonias interestelares. Son creadas la Armada Espacial y la Infantería de Marina del CoDominio, que absorben los Servicios Armados originales del CoDominio. Se inicia un periodo del Gran Éxodo en la colonización. Los primeros colonos son disidentes, descontentos y otros aventureros solitarios. |
2030 | Nace en Moscú Sergei Lermontov. |
2040 | La Oficina de Redistribución empieza el envío masivo, fuera del Sistema Solar, de colonos no voluntarios. |
2043 | Nace en Roma, Italia, John Christian Falkenberg. |
2060 | Inicio de los movimientos de renacimiento nacionalista. |
Un hedor aceitoso y acre le agredía y el ruido era incesante. Centenares de millares de seres habían pasado por el espaciopuerto. Su olor flotaba a través del vestíbulo de embarque para mezclarse con la cháchara de las víctimas actuales, atestadas en el recinto.
La sala era larga y estrecha. Unas paredes de cemento pintadas de blanco impedían el paso al brillante resplandor del sol de Florida; pero esas paredes estaban impregnadas con una película de suciedad y polvo, que no había sido limpiada por los trabajadores convictos de la Oficina de Redistribución. En el techo brillaban, con luz fuerte, paneles de luminiscencia fría.
El olor, sonidos y el brillo se mezclaban con sus propios temores. Él no tenía que estar aquí, pero nadie quería escucharle. Nadie le hacía caso. Cualquier cosa que dijese se perdía en la brutalidad absoluta de las órdenes gritadas, los gruñidos de los hoscos guardas jurados en su pasillo, acotado por reja de alambre, que iba a todo lo largo del vestíbulo; los llantos de los niños y el zumbido sordo de las personas asustadas.
Marchaban adelante, hacia la nave que los llevaría fuera del Sistema Solar y hacia un destino desconocido. Unos pocos colonos se ponían nerviosos y discutían. Algunos contenían su ira, hasta que ésta les pudiera ser de utilidad. La mayoría mostraban un rostro ceniciento, arrastrando los pies sin emoción visible, ya más allá del terror.
Había rayas rojas pintadas en el suelo de cemento, y los colonos se mantenían cuidadosamente dentro de sus confines. Incluso los niños habían aprendido a colaborar con los guardas de la OfRed. Todos los colonos tenían algo que los igualaba: iban astrosamente vestidos, con ropas de la Seguridad Social, quizá con algún toque de detallitos desechados por los Pagadores de Impuestos, encontrado en las Tiendas de Recuperación o mendigando en alguna Misión de Distrito de la Seguridad Social.
John Christian Falkenberg sabía que no tenía el aspecto del colono típico. Era un jovencito enjuto y alto, ya cercano a los quince años, de metro ochenta, y delgado como un palo porque aún no había redondeado su último estirón de crecimiento. Nadie le tomaría por un hombre hecho y derecho, por mucho que intentase parecerlo.
Un mechón de cabello color arena le caía por la frente y amenazaba con quitarle la visión, y, con gesto nervioso, lo echó automáticamente a un lado. Su aspecto y compostura lo separaban de los otros, tal cual lo hacía su expresión, tan seria que casi bordeaba lo cómico. Su vestimenta tampoco era usual: era nueva, le caía bien y, evidentemente, no era recuperada. Vestía una túnica de brocado de auténtico algodón y lana, brillantes pantalones de pata de elefante, un cinturón nuevo con una bolsa de cuero trabajado en la cadera izquierda. Sus ropas habían costado más de lo que su padre podía permitirse, pero aquí le servían de bien poco. No obstante, se mantenía erguido y con la cabeza alta, con los labios fruncidos en desafío.
John se adelantó, para mantener su puesto en la larga cola. Su bolsa, el típico petate de reglamento, sin etiquetas de nombre, yacía frente a él, y la empujó con el pie, para no tener que agacharse a recogerla. Le parecía que no sería digno el que se inclinase, y la dignidad era lo único que le quedaba.
Delante de él había una familia de cinco personas: tres niños aulladores y sus apáticos padres… o posiblemente, pensó, no fueran sus padres: las familias de los Ciudadanos no eran muy estables. A menudo, los agentes de la Red sólo se preocupaban de cazar a los suficientes para llenar sus cuotas, y sus superiores pocas veces se preocupaban por las identidades precisas de los atrapados en la red.
Las desorganizadas muchedumbres se movían, inexorablemente, hacia el extremo de la sala. Cada fila terminaba en una jaula de alambre, que contenía un escritorio de plasticero. Cada grupo familiar entraba en la jaula, se cerraban las puertas, y empezaban las entrevistas.
Los aburridos encargados de colocación apenas si escuchaban a sus clientes, y los colonos no sabían qué decirles. La mayoría de ellos no sabían nada de los mundos de más allá de la Tierra. Unos pocos habían oído que Tanith era caliente, el Mundo de Fulson frío y que Esparta era un lugar duro en el que vivir, pero libre. Algunos sabían que Hadley tenía buen clima y estaba bajo la benigna protección de la American Express y la Oficina Colonial. Para aquellos condenados a transporte sin confinamiento, el conocer, aunque sólo fuera este poco, podía significar una gran diferencia en sus futuros; pero la mayoría no sabían ni eso y eran enviados a mundos agrícolas o mineros, hambrientos de mano de obra, o al infierno de Tanith, en donde su destino serían los trabajos forzados, dijera lo que dijese su sentencia.
El chico de quince años, a él le gustaba considerarse un hombre, pero sabía que muchas de sus emociones aún eran infantiles por mucho que tratase de controlarlas, casi había llegado a la jaula de entrevistas. Se sentía desesperado.
Una vez hubiera pasado por la entrevista, sería metido en una nave de la OfRed. John se volvió de nuevo hacia el guarda uniformado de gris, que estaba tras la verja de alambres:
—Le repito que ha habido un error, yo no debería de estar…
—¡Cállate! —le contestó el guarda. Hizo un gesto amenazador con la bocacha, con forma de campana, de su anonadador sónico—. Con todo el mundo se equivocan, ¿no es cierto? Nadie debería estar aquí. Díselo al provisional que hace las entrevistas, hijo.
El labio de John se frunció y sintió deseos de atacar al guarda, para hacerle escuchar. Luchó para contener la oleada de odio que le invadía.
—¡Maldita sea, yo…!
El guarda alzó el arma. La familia de Ciudadanos que había ante John se apiñó, empujándose hacia adelante para alejarse del chico loco que podía hacer que los rociasen a todos. John se rindió, y siguió avanzando, con aire hosco, en la cola.
Los comentaristas de la Tri-V decían que los anonadadores eran inofensivos, pero John no tenía deseos de comprobarlo personalmente. La gente de la Tri-V decía muchas cosas. Decían que la mayor parte de los colonos eran voluntarios, y decían que los transportados eran tratados con dignidad por la Oficina de Redistribución.
Nadie les creía. Nadie creía nada de lo que decía el Gobierno. Nadie creía en la amistad entre las naciones que habían creado el CoDominio, o los datos electorales, o…
Llegó hasta la jaula de entrevistas. El convicto en libertad provisional de dentro vestía el mismo uniforme que los guardas, pero su mono tenía números serigrafiados en el pecho y la espalda: era un preso casi fiable. Había grandes claros entre los aguzados dientes del hombre y esos dientes mostraban manchas amarillentas cuando sonreía. Lo hacía a menudo, pero no había calor en su expresión.
—¿Qué es lo que tienes para mí? —preguntó el provisional—. Un chico vestido como tú puede permitirse pagar por lo que desee. ¿A dónde quieres ir, chico?
—Yo no soy un colono —insistió John. La ira creció en él. El provisional no era más que otro prisionero… ¿qué derecho tenía para hablarle así?—. ¡Exijo hablar con un Oficial del CoDominio!
—Eres uno de ésos, ¿eh? —la sonrisa del empleado se desvaneció—. Tanith para ti.
Apretó un botón y se abrió una puerta en el lado opuesto de la jaula.
—Fuera —espetó—. Antes de que llame a los guardas. Su dedo estaba colocado amenazadoramente sobre el pequeño tablero de mandos que había en su escritorio.
John sacó papeles de un bolsillo interior de su túnica.
Tengo un destino en la Armada del CoDominio —dijo—. Me han ordenado presentarme en la Base de Embarque de Cañaveral, para ser transportado a la Base Luna por una nave de la OfRed.
—¡En marcha…! ¿Eh? —el empleado se sobresaltó y reapareció su sonrisa—. Déjame ver eso.
Extendió una sucia mano.
—No. —John estaba ahora más seguro de sí mismo—. Se los enseñaré a cualquier miembro del CD, pero usted no les pondrá las manos encima. Y, ahora, llame a ese hombre.
Seguro —el presidiario no se movió—. Te costará diez créditos.