Read El miedo a la libertad Online
Authors: Erich Fromm
Deseo mencionar especialmente, entre tantas, una emoción prohibida, por cuanto su represión toca profundamente las raíces mismas de la personalidad: el sentido de lo trágico. Como vimos en un capítulo anterior, la conciencia de la muerte y del aspecto trágico de la vida —poco importa que la percibamos en forma clara u oscura—, constituye una de las características básicas del hombre. Cada cultura tiene su manera peculiar de enfrentar el problema de la muerte. En aquellas sociedades en las que el proceso de individuación ha progresado poco, el fin de la existencia individual no constituye un problema, puesto que la experiencia misma de esa vida no ha alcanzado todavía su desarrollo. No se concibe la muerte como esencialmente distinta de la vida. En cambio, en las culturas en que se observa un mayor desarrollo de la individuación, se concede a este problema una consideración adecuada a la estructura psicológica y social de la cultura misma. Los griegos subrayaban la importancia de la vida e imaginaban la muerte tan sólo como una vaga y oscura continuación de la existencia. Los egipcios basaban sus esperanzas en la creencia de la indestructibilidad del cuerpo humano o, por lo menos, del cuerpo de aquellos que durante su vida habían ejercido un poder indestructible. Los judíos admitían de manera realista el hecho de la muerte, y podían reconciliarse con la idea de la destrucción de la vida individual por medio de la visión de un estado de felicidad y justicia que la humanidad sería finalmente capaz de alcanzar en este mundo. El cristianismo ha hecho de la muerte algo irreal y ha tratado de confortar al individuo desdichado, prometiéndole una vida en el más allá. Nuestra época se limita simplemente a negar la muerte y, con ella, un aspecto fundamental de la vida. En lugar de dejar que la autoconciencia de la vida y del sufrimiento representaran uno de los incentivos más fuertes de la vida, la base misma de la solidaridad humana y la experiencia indispensable para proporcionar intensidad y profundidad a la felicidad y al entusiasmo, el individuo se ve obligado a reprimirla. Pero, como siempre ocurre en la represión, la mera remoción de la superficie no anula la existencia de los elementos reprimidos. De este modo el miedo a la muerte sigue viviendo entre nosotros una existencia ilegítima. Permanece activo, a pesar del intento de negarlo, pero al ser reprimido queda estéril. Es una de las causas del achatamiento de las otras experiencias, de la inquietud que penetra en la vida, y explica, me atrevo a decirlo, la exorbitante cantidad de dinero que la gente de este país paga por sus funerales
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En el proceso de la prohibición de las emociones, la psiquiatría moderna desempeña un papel ambiguo. Por un lado, su representante más significativo, Freud, quebró la ficción que atribuía un carácter racional deliberado al espíritu humano, abriendo un camino que nos proporcionó una visión del abismo de las humanas pasiones. Por otro lado, la psiquiatría, enriquecida por estos mismos descubrimientos de Freud, se ha vuelto un instrumento de aquellas tendencias predominantes en la manipulación de la personalidad humana, que ya hemos señalado. Muchos psiquiatras, incluso psicoanalistas, han dibujado un cuadro de la personalidad «normal», que no es nunca demasiado triste, demasiado airada o demasiado excitada. Emplean palabras como «infantil» o «neurótico» para denunciar aquellos rasgos o tipos de personalidad que no son conformes al modelo convencional del individuo «normal». Este tipo de influencias es, en cierto sentido, más peligroso aún que las formas antiguas y por cierto más francas de llamar las cosas. Entonces el individuo sabía al menos que había alguna persona o doctrina que lo criticaba y estaba así en condiciones de defenderse, ¿pero quién puede hacerlo ahora contra la «ciencia»?
Una tergiversación idéntica a las de los sentimientos y emociones sufre el pensamiento original. Desde los comienzos mismos de la educación, el pensamiento original es desaprobado, llenándose la cabeza la gente con pensamientos preparados. Cómo se logra esto con los niños pequeños, es cosa muy fácil de observar. Llenos de curiosidad acerca del mundo, quieren asirlo física e intelectualmente. Se hallan deseosos de conocer la verdad, puesto que ésa es la manera más segura para orientarse en un mundo extraño y poderoso. Pero no se los toma en serio, y a este respecto poco importa la forma que asuma tal actitud: de abierta desatención o de sutil condescendencia (forma usual de tratar a todos aquellos que carecen de poder, tales como los niños, los ancianos o los enfermos). Si bien este trato ya desalienta profundamente de por sí el pensamiento independiente, hay también una dificultad mayor: la insinceridad —a menudo no intencionada— tan típica de la conducta del adulto medio hacia el niño. Tal falta de sinceridad se manifiesta en parte en esa imagen ficticia del mundo que los pequeños reciben de los mayores. Se trata de algo tan útil como lo serían algunas instrucciones sobre la vida en el Ártico para alguien que hubiese preguntado cómo prepararse para una expedición al desierto del Sahara. Además de esta tergiversación del mundo, existen muchas mentiras específicas que tienden a ocultar hechos que, por distintas razones personales, los adultos no quieren dar a conocer a los niños. Desde un mal humor, racionalizado como descontento por la conducta del chico, hasta el ocultamiento de las actividades sexuales de los padres y de sus disputas, siempre se trata de hechos que los niños «deben ignorar», desaprobándose las preguntas pertinentes de un modo hostil o amable.
El niño así preparado ingresa en la escuela primaria o en la superior. Quiero referirme brevemente a algunos de los métodos educativos hoy en uso que dificultan el pensamiento original. El primero es la importancia concedida a los hechos o, deberíamos decir, a la información. Prevalece la superstición patética de que sabiendo más y más hechos es posible llegar a un conocimiento de la realidad. De este modo se descargan en la cabeza de los estudiantes centenares de hechos aislados e inconexos; todo su tiempo y toda su energía se pierden en aprender cada vez más hechos, de manera que les queda muy poco lugar para ejercitar el pensamiento. Es cierto que el pensar carente de un conocimiento adecuado de los hechos sería vacío y ficticio; pero la «información» sin teoría puede representar un obstáculo para el pensamiento tanto como su carencia.
Otra manera de desalentar el pensamiento original, estrechamente ligada con la anterior, es la de considerar toda verdad como relativa. Se considera la verdad como un concepto metafísico, y cuando alguien habla del deseo de descubrir la verdad, los pensadores «progresistas» de nuestra época lo tildan de reaccionario. Se declara que la verdad es algo enteramente subjetivo, casi un asunto de gustos. El esfuerzo científico debe hallarse desvinculado de los factores subjetivos, y su fin es mirar el mundo sin pasión ni interés. El sabio debe aproximarse a los hechos con las manos esterilizadas, tal como un cirujano se acerca a su paciente. Las consecuencias de este relativismo, que a menudo se presenta en nombre del empirismo o del positivismo, o bien que se caracteriza por su preocupación para el exacto empleo de las palabras, son que el pensamiento pierde un estímulo esencial: los deseos e intereses de la persona que piensa; en su lugar surge, por el contrario, una máquina registradora de «hechos». En realidad, así como el pensamiento, en general, ha surgido de la necesidad de dominar la vida material, la búsqueda de la verdad se arraiga en los intereses y necesidades de los individuos y grupos sociales. Sin tales intereses desaparecería todo estímulo de buscar la verdad. Siempre existen grupos cuyos intereses se ven favorecidos por la verdad, y sus representantes han sido los precursores del pensamiento humano; y también hay otros grupos a quienes favorece, por el contrario, el ocultamiento de lo verdadero. Solamente en este último caso la existencia de algún interés resulta dañina para los fines del conocimiento. El problema no consiste, por lo tanto, en el hecho de la existencia de un interés comprometido en la búsqueda, sino en la especie de interés implícito, en la actitud cognoscitiva. Podríamos afirmar que en la medida en que exista algún anhelo de verdad en los seres humanos, ese anhelo es fruto de la necesidad que se alberga en todo hombre de conocer lo verdadero.
Todo esto tiene validez, en primer lugar, con respecto a la orientación del individuo en el mundo exterior, y especialmente para los niños. En su niñez todo ser humano atraviesa por un estado de impotencia, y la verdad constituye uno de los instrumentos más poderosos para aquellos que carecen de poder. Pero la verdad se halla conexa con los intereses del individuo, no solamente con respecto a su orientación en el mundo exterior; también su propio vigor depende en gran medida del alcance del conocimiento verdadero que posea acerca de sí mismo. Las ilusiones sobre la propia persona quizá puedan representar muletas útiles para aquellos que no están en condiciones de caminar solos; pero, sin duda alguna, aumentan la debilidad del individuo. Su máximo vigor se funda en el más alto grado de integración de la personalidad, y esto significa, también, máximo de transparencia para si mismo. El «conócete a ti mismo» constituye uno de los fundamentales mandamientos capaces de asegurar la fuerza y la felicidad de los hombres.
Además de los factores que acabamos de mencionar existen otros que, de una manera activa, contribuyen a confundir lo que en el individuo medio queda de la capacidad de pensamiento original. Con respecto a todos los problemas básicos de la vida individual y social, a las cuestiones psicológicas, económicas, políticas y morales, un amplio sector de nuestra cultura ejerce una sola función: la de confundir las cosas. Un tipo de cortina de humo consiste en afirmar que los problemas son demasiado complejos para la comprensión del hombre común. Por el contrario, nos parecería que muchos de los problemas básicos de la vida individual y social son muy simples, tan simples que deberíamos suponer que todos se hallan en condiciones de comprenderlos. Hacerlos aparecer tan monstruosamente complicados que sólo un «especialista» puede entenderlos, y eso únicamente en su propia y limitada esfera, produce —a veces de manera intencionada— desconfianza en los individuos con respecto a su propia capacidad para pensar sobre aquellos problemas que realmente les interesan. Los hombres se debaten impotentes frente a una masa caótica de datos y esperan con paciencia patética que el especialista halle lo que debe hacer y a dónde debe dirigirse.
Este tipo de influencia produce un doble resultado: por un lado, escepticismo y cinismo frente a todo lo que se diga o escriba, y, por el otro, aceptación infantil de lo que se afirme con autoridad. Esta combinación de cinismo y de ingenuidad es muy típica del individuo moderno. Su consecuencia esencial es la de desalentar su propio pensamiento y decisión.
Otro modo de paralizar la capacidad de pensar críticamente lo hallamos en la destrucción de toda imagen estructurada del mundo. Los hechos pierden aquella calidad que poseen tan sólo en cuanto constituyen parte de una estructura total, y conservan únicamente un significado abstracto y cuantitativo; cada hecho no es otra cosa que un hecho más, y todo lo que importa es si sabemos más o menos. La radio, el cine y la prensa ejercen un efecto devastador a este respecto. La noticia del bombardeo de una ciudad y la muerte de centenares de personas es seguida o interrumpida, con todo descaro, por un anuncio de propaganda sobre jabón o vino. El mismo anunciador, con esa misma voz sugestiva, insinuante y autoritaria, que acaba de emplear para convencernos de la seriedad de la situación política, trata ahora de influir sobre su público acerca del mérito de determinada marca de jabón, que ha pagado los gastos de las noticias radiofónicas. Los noticieros cinematográficos nos presentan muestras de la moda a continuación de escenas de buques torpedeados. Los diarios se refieren a las ideas vulgares o a los gustos alimentarios de alguna nueva estrella con la misma seriedad y concediéndole el mismo espacio con que tratan los sucesos de importancia científica o artística. A causa de todo esto dejamos de interesarnos sinceramente por lo que oímos. Dejamos de excitarnos, nuestras emociones y nuestro juicio crítico se ven dificultados, y con el tiempo nuestra actitud con respecto a lo que ocurre en el mundo va tomando un carácter de indiferencia y chatedad. En nombre de la «libertad» la vida pierde toda estructura, pues se la reduce a muchas piezas pequeñas, cada una separada de las demás, y desprovista de cualquier sentido de totalidad. El individuo se ve abandonado frente a tales piezas como un niño frente a un rompecabezas; con la diferencia, sin embargo, de que mientras éste sabe lo que es una casa y, por tanto, puede reconocer sus partes en las piezas del juego, el adulto no alcanza a ver el significado del todo cuyos fragmentos han llegado a sus manos. Se halla perplejo y asustado y tan sólo acierta a seguir mirando sus pequeñas piezas sin sentido.
Lo que se ha dicho acerca de la carencia de originalidad en el pensamiento y la emoción, también vale para la voluntad. Darse cuenta de ello es especialmente difícil; en todo caso parecería que el hombre moderno tuviese demasiados deseos, y que justamente su único problema residiese en el hecho de que, si bien sabe lo que quiere, no puede conseguirlo. Empleamos toda nuestra energía con el fin de lograr nuestros deseos, y en su mayoría las personas nunca discuten las premisas de tal actividad; jamás se preguntan si saben realmente cuáles son sus verdaderos deseos. No se detienen a pensar si los fines perseguidos representan algo que ellos, ellos mismos, desean. En la escuela quieren buenas notas, y cuando son adultos desean lograr cada vez más éxito, acumular cada vez más dinero, poseer más prestigio, comprar mejores automóviles, ir a los mejores lugares, y cosas semejantes. Sin embargo, cuando, en medio de esta actividad frenética, se detienen a pensar, hay una pregunta que puede surgir en su espíritu: Si consigo este nuevo empleo, si compro un coche mejor, si realizo este viaje... ¿qué habré obtenido? ¿Cuál es verdaderamente el fin de todo esto? ¿Quiero, en realidad, todas esas cosas? ¿No estaré persiguiendo algún propósito que debería hacerme feliz y que, en verdad, se me escapa de las manos apenas lo he alcanzado? Cuando surgen estas preguntas se siente uno espantado, pues ponen en duda la base misma que sustenta toda la actividad del hombre, el conocimiento de sus mismos deseos. Por eso la gente tiende a liberarse lo más rápidamente posible de pensamientos tan inquietantes. Piensan que tales preguntas han venido a molestarlos a causa de algún cansancio o mal humor... y continúan así en la persecución de aquellos fines que siguen considerando propios.