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Authors: Erich Fromm

El miedo a la libertad (14 page)

BOOK: El miedo a la libertad
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Sin embargo, estas dos clases de libertades poseían una importancia distinta según la situación vital efectiva de los miembros de las diferentes clases sociales. Solamente la clase más afortunada de la sociedad pudo beneficiarse del naciente capitalismo en una medida que le dio realmente poder y riqueza. Sus miembros pudieron expandirse, conquistar, mandar y acumular fortuna como resultado de su propia actividad y cálculos racionales. Esta nueva aristocracia del dinero, combinada con la del nacimiento, se hallaba en situación de poder disfrutar las conquistas de la naciente libertad y de adquirir un sentimiento nuevo de dominio e iniciativa individual. Por otra parte, estos capitalistas debían dominar a las masas y a la vez competir entre sí; de ese modo tampoco su posición se hallaba exenta de cierta angustia e inseguridad fundamentales. No obstante, en general, para los nuevos capitalistas lo que predominaba era el significado positivo de la libertad. Ello se expresaba en la cultura que floreció en el suelo de la nueva aristocracia: la cultura del Renacimiento. En su arte y en su filosofía descubrimos un nuevo espíritu de humana dignidad, voluntad y dominio, aunque también a veces escepticismo y desesperanza. Esta misma exaltación de la fuerza de la actividad individual puede hallarse en las enseñanzas teológicas de la Iglesia católica durante la baja Edad Media. Los escolásticos de este periodo no se rebelaron en contra de la autoridad, aceptaron su guía; pero señalaron con vigor el significado positivo de la libertad, la participación del hombre en la determinación de su destino, su fuerza, su dignidad y el libre albedrío.

Por otra parte, las clases inferiores, la población pobre de las ciudades y especialmente los campesinos, fueron impulsados por una búsqueda antes desconocida de la libertad y por la ardiente esperanza de poner fin a la creciente opresión económica y personal. Tenían poco que perder y mucho que ganar. No se interesaban por sutilezas dogmáticas, sino en los principios bíblicos fundamentales: fraternidad y justicia. Sus esperanzas asumieron una forma activa en un cierto número de rebeliones políticas y de movimientos religiosos que se caracterizaron por el espíritu inflexible, típico de los primeros tiempos del cristianismo.

Pero nuestro interés principal se ha dirigido al estudio de la reacción ofrecida por la clase media. El capitalismo ascendente, aun cuando contribuyera también a acrecentar su independencia e iniciativa, constituía una gran amenaza. A principios del siglo XVI el miembro de la clase media todavía no estaba en condiciones de ganar mucho poder y seguridad por medio de la nueva libertad. La libertad trajo el aislamiento y la insignificancia personales antes que la fuerza y la confianza. Además, estaba animado por un vehemente resentimiento en contra del lujo y el poder de las clases ricas, incluyendo en ellas la jerarquía de la iglesia romana. El protestantismo dio expresión a los sentimientos de insignificancia y de resentimiento; destruyó la confianza del hombre en el amor incondicional de Dios y le enseñó a despreciarse y a desconfiar de sí mismo y de los demás; hizo de él un instrumento en lugar de un fin, capituló frente al poder secular y renunció al principio de que ese poder no se justifica por el hecho de una mera existencia, si es que contradice los principios morales; y al hacer todo esto abandonó ciertos elementos que habían constituido los cimientos de la tradición judeo-cristiana. Sus doctrinas presentaron una imagen del individuo, de Dios y del mundo, en la cual tales sentimientos estaban justificados por la creencia de que la insignificancia y la impotencia sentidas por un individuo eran debidas a su naturaleza de hombre como tal, y que él debía sentir tal como sentía.

Con ello las nuevas doctrinas religiosas no solamente expresaron los sentimientos propios del miembro común de la clase media, sino que, al racionalizar y sistematizar tal actitud, también la aumentaron y la reforzaron. Por otra parte, hicieron algo más que eso: estas doctrinas también le mostraron al individuo una manera de acallar su angustia. Le enseñaron que si reconocía plenamente su impotencia y la maldad de su naturaleza, si consideraba toda su vida como un medio de expiación de sus pecados, si llegaba al extremo de la autohumillación, y si, además de todo esto, se abandonaba a una incesante actividad, podría llegar a superar su duda y angustia; que por medio de su completa sumisión podría ser amado por Dios y, por lo menos, tener la esperanza de pertenecer a las filas de aquellos que Dios había decidido salvar. El protestantismo satisfacía las humanas necesidades del individuo atemorizado, desarraigado y aislado, que se veía obligado a orientarse hacia y relacionarse con un nuevo mundo. La nueva estructura del carácter que derivaba de los cambios sociales y económicos y adquiría intensidad por obra de las nuevas doctrinas religiosas, se tornó a su vez un importante factor formativo del desarrollo económico y social ulterior. Aquellas mismas cualidades que se hallaban arraigadas en este tipo de estructura del carácter —tendencia compulsiva hacia el trabajo, pasión por el ahorro, disposición para hacer de la propia vida un simple instrumento para los fines de un poder extrapersonal, ascetismo y sentido compulsivo del deber— fueron los rasgos de carácter que llegaron a ser las fuerzas eficientes de la sociedad capitalista, sin las cuales sería inconcebible el moderno desarrollo económico y social; esas fueron las formas específicas que adquirió la energía humana y que constituyeron una de las fuerzas creadoras dentro del proceso social. Obrar de conformidad con los rasgos propios de este carácter resultaba ventajoso desde el punto de vista de las necesidades económicas; también resultaba satisfactorio psicológicamente, puesto que esa forma de comportarse respondía a las necesidades y a la angustia propias de este nuevo tipo de personalidad. Para expresar el mismo principio en términos más generales, podríamos decir: el proceso social, al determinar el modo de vida del individuo, esto es, su relación con los otros y con el trabajo, moldea la estructura del carácter; de ésta se derivan nuevas ideologías —filosóficas, religiosas o políticas— que son capaces a su vez de influir sobre aquella misma estructura y, de este modo, acentuarla, satisfacerla y estabilizarla; los rasgos de carácter recién constituidos llegan a ser, también ellos, factores importantes del desarrollo económico e influyen así en el proceso social; si bien esencialmente se habían desarrollado como una reacción a la amenaza de los nuevos elementos económicos, lentamente se transformaron en fuerzas productivas que adelantaron e intensificaron el nuevo desarrollo de la economía.

IV - LOS DOS ASPECTOS DE LA LIBERTAD PARA EL HOMBRE MODERNO

Hemos dedicado el capítulo anterior al análisis del significado psicológico de las principales doctrinas del protestantismo. Se ha visto cómo las nuevas teorías religiosas constituían una respuesta a las necesidades psíquicas producidas por el colapso del sistema social medieval y por los comienzos del capitalismo. El análisis estaba enfocado hacia el problema de la libertad en su doble sentido: mostraba cómo la libertad de los vínculos tradicionales de la Edad Media, aun cuando otorgara al individuo un sentimiento de independencia desconocido hasta ese momento, hizo al propio tiempo que se sintiera solo y aislado, llenándolo de angustia y de duda y empujándolo hacia nuevos tipos de sumisión y hacia actividades irracionales y de carácter compulsivo.

En el presente capítulo quiero exponer de qué modo el desarrollo ulterior de la sociedad capitalista incidió sobre la personalidad en aquella misma dirección que se había podido observar durante el período de la Reforma.

Las doctrinas protestantes prepararon psicológicamente al individuo para el papel que le tocaría desempeñar en el moderno sistema industrial. Este sistema, en su práctica y conforme al espíritu que de ésta debía resultar, al incluir en sí todos los aspectos de la vida pudo moldear por entero la personalidad humana y acentuar las contradicciones que hemos tratado en el capitulo anterior desarrolló al individuo —y lo hizo más desamparado—; aumentó la libertad —y creó nuevas especies de dependencia—. No intentaremos describir el efecto del capitalismo sobre toda la estructura del carácter humano, puesto que hemos enfocado tan sólo un aspecto de este problema general, a saber, el del carácter dialéctico del proceso de crecimiento de la libertad. Nuestro fin será, por el contrario, el de mostrar que la estructura de la sociedad moderna afecta simultáneamente al hombre de dos maneras: por un lado, lo hace más independiente y más critico, otorgándole una mayor confianza en sí mismo, y por otro, más solo, aislado y atemorizado. La comprensión del problema de la libertad en conjunto depende justamente de la capacidad de observar ambos lados del proceso sin perder de vista uno de ellos al ocuparse del otro. Esto resulta difícil, pues acostumbramos a pensar de una manera no dialéctica y nos inclinamos a dudar acerca de la posibilidad de que dos tendencias contradictorias se deriven simultáneamente de la misma causa. Además, especialmente para aquellos que aman la libertad, es arduo darse cuenta de su lado negativo, de la carga que ella impone al hombre. Como en la lucha por la libertad, durante la época moderna, toda la atención se dirigió a combatir las viejas formas de autoridad y de limitación, era natural que se pensara que cuanto más se eliminaran estos lazos tradicionales, tanto más se ganaría en libertad. Sin embargo, al creer así dejamos de prestar atención debida al hecho de que, si bien el hombre se ha liberado de los antiguos enemigos de la libertad, han surgido otros de distinta naturaleza: un tipo de enemigo que no consiste necesariamente en alguna forma de restricción exterior, sino que está constituido por factores internos que obstruyen la realización plena de la libertad de la personalidad. Estamos convencidos, por ejemplo, de que la libertad religiosa constituye una de las victorias definitivas del espíritu de libertad. Pero no nos damos cuenta de que, si bien se trata de un triunfo sobre aquellos poderes eclesiásticos y estatales que prohíben al hombre expresar su religiosidad de acuerdo con su conciencia, el individuo moderno ha perdido en gran medida la capacidad íntima de tener fe en algo que no sea comprobable según los métodos de las ciencias naturales. O, para escoger otro ejemplo, creemos que la libertad de palabra es la última etapa en la victoriosa marcha de la libertad. Y, sin embargo, olvidamos que, aun cuando ese derecho constituye una victoria importante en la batalla librada en contra de las viejas cadenas, el hombre moderno se halla en una posición en la que mucho de lo que «él» piensa y dice no es otra cosa que lo que todo el mundo igualmente piensa y dice; olvidamos que no ha adquirido la capacidad de pensar de una manera original —es decir, por sí mismo—, capacidad que es lo único capaz de otorgar algún significado a su pretensión de que nadie interfiera con la expresión de sus pensamientos. Aún más, nos sentimos orgullosos de que el hombre, en el desarrollo de su vida, se haya liberado de las trabas de las autoridades externas que le indicaban lo que debía hacer o dejar de hacer, olvidando de ese modo la importancia de autoridades anónimas, como la opinión pública y el «sentido común», tan poderosas a causa de nuestra profunda disposición a ajustamos a los requerimientos de todo el mundo, y de nuestro no menos profundo terror de parecer distintos de los demás. En otras palabras, nos sentimos fascinados por la libertad creciente que adquirimos a expensas de poderes exteriores a nosotros, y nos cegamos frente al hecho de la restricción, angustia y miedo interiores, que tienden a destruir el significado de las victorias que la libertad ha logrado sobre sus enemigos tradicionales. Por ello estamos dispuestos a pensar que el problema de la libertad se reduce exclusivamente al de lograr un grado aún mayor de aquellas libertades que hemos ido consiguiendo en el curso de la historia moderna, y creemos que la defensa de nuestros derechos contra los poderes que se les oponen constituye todo cuanto es necesario para mantener nuestras conquistas. Olvidamos que, aun cuando debemos defender con el máximo vigor cada una de las libertades obtenidas, el problema de que se trata no es solamente cuantitativo, sino también cualitativo; que no sólo debemos preservar y aumentar las libertades tradicionales, sino que, además, debemos lograr un nuevo tipo de libertad, capaz de permitirnos la realización plena de nuestro propio yo individual, de tener fe en él y en la vida.

Toda valoración critica del efecto del sistema industriar sobre este tipo de libertad íntima debe comenzar por la comprensión plena del enorme progreso que el capitalismo ha aportado al desarrollo de la personalidad humana. Por supuesto, todo juicio crítico acerca de la sociedad moderna que descuide este aspecto del conjunto, dará con ello pruebas de estar arraigado en un romanticismo irracional y podrá hacerse justamente sospechoso de criticar al capitalismo, no ya en beneficio del progreso, sino en favor de la destrucción de las conquistas más significativas alcanzadas por el hombre en la historia moderna.

La obra iniciada por el protestantismo, al liberar espiritualmente al hombre, ha sido continuada por el capitalismo, el cual lo hizo desde el punto de vista mental, social y político. La libertad económica constituía la base de este desarrollo, y la clase media era su abanderada. El individuo había dejado de estar encadenado por un orden social fijo, fundado en la tradición, que sólo le otorgaba un estrecho margen para el logro de una mejor posición personal, situada más allá de los límites tradicionales. Ahora confiaba —y le estaba permitido hacerlo— en tener éxito en todas las ganancias económicas personales que fuera capaz de obtener con el ejercicio de su diligencia, capacidad intelectual, coraje, frugalidad o fortuna. Suya era la oportunidad del éxito, suyo el riesgo del fracaso, el de contarse entre los muertos o heridos en la cruel batalla económica que cada uno libraba contra todos los demás. Bajo el sistema feudal, aun antes de que él naciera, ya habían sido fijados los límites de la expansión de su vida; pero bajo el sistema capitalista, el individuo, y especialmente el miembro de la clase media, poseía la oportunidad —a pesar de las muchas limitaciones— de triunfar de acuerdo con sus propios méritos y acciones. Tenía frente a sí un fin por el cual podía luchar y que a menudo le cabía en suerte alcanzar. Aprendió a contar consigo mismo, a asumir la responsabilidad de sus decisiones, a abandonar tanto las supersticiones terroríficas como las consoladoras. Se fue liberando progresivamente de las limitaciones de la naturaleza; dominó las fuerzas naturales en un grado jamás conocido y nunca previsto en épocas anteriores. Los hombres lograron la igualdad; las diferencias de casta y de religión, que en un tiempo habían significado fronteras naturales que obstruían la unificación de la raza humana, desaparecieron, y así los hombres aprendieron a reconocerse entre sí como seres humanos. El mundo fue zafándote cada vez más de la superchería; el hombre empezó a observarse objetivamente, despojándose progresivamente de las ilusiones. También aumentó la libertad política. Sobre la base de su fuerza económica, la naciente clase media pudo conquistar el poder político, y este poder recién adquirido creó a su vez nuevas posibilidades de progreso económico. Las grandes revoluciones de Inglaterra y Francia y la lucha por la independencia norteamericana constituyeron las piedras fundamentales de esta evolución. La culminación del desarrollo de la libertad en la esfera política la constituyó el Estado democrático moderno, fundado en el principio de igualdad de todos los hombres y la igualdad de derecho de todos los ciudadanos para participar en el gobierno por medio de representantes libremente elegidos. Se suponía así que cada uno sería capaz de obrar según sus propios intereses, sin olvidar a la vez el bienestar común de la nación.

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