Read El miedo a la libertad Online
Authors: Erich Fromm
En una palabra, el capitalismo no solamente liberó al hombre de sus vínculos tradicionales, sino que también contribuyó poderosamente al aumento de la libertad positiva, al crecimiento de un yo activo, crítico y responsable.
Sin embargo, si bien todo esto fue uno de los efectos que el capitalismo ejerció sobre la libertad en desarrollo, también produjo una consecuencia inversa al hacer al individuo más solo y aislado, y al inspirarle un sentimiento de insignificancia e impotencia.
El primer factor que debemos mencionar a este respecto se refiere a una de las características generales de la economía capitalista: el principio de la actividad individualista. En contraste con el sistema feudal de la Edad Media, bajo el cual cada uno poseía un lugar fijo dentro de una estructura social ordenada y perfectamente clara, la economía capitalista abandonó al individuo completamente a sí mismo. Lo que hacía y cómo lo hacía, si tenía éxito o dejaba de tenerlo, eso era asunto suyo. Es obvio que este principio intensificó el proceso de individuación, y por ello se lo menciona siempre como un elemento importante en el aporte positivo de la cultura moderna. Pero al favorecer la «libertad de», este principio contribuyó a cortar todos los vínculos existentes entre los individuos, y de este modo separó y aisló a cada uno de todos los demás hombres. Este desarrollo había sido preparado por las enseñanzas de la Reforma. En la Iglesia católica la relación del individuo con Dios se fundaba en la pertenencia a la Iglesia misma. Esta constituía el enlace entre el hombre y Dios, y así, mientras por una parte restringía su individualidad, por otra le permitía enfrentar a Dios, no ya estando solo, sino como parte integrante de un grupo. El protestantismo, en cambio, hizo que el hombre se hallara solo frente a Dios. La fe, según la entendía Lutero, era una experiencia completamente subjetiva, y, según Calvino, la convicción de la propia salvación poseía ese mismo carácter subjetivo. El individuo que enfrentaba al poderío divino estando solo, no podía dejar de sentirse aplastado y de buscar su salvación en el sometimiento más completo. Desde el punto de vista psicológico este individualismo espiritual no es muy distinto del económico. En ambos casos el individuo se halla completamente solo y en su aislamiento debe enfrentar un poder superior sea éste el de Dios, el de los competidores, o el de fuerzas económicas impersonales. El carácter individual de las relaciones con Dios constituía la preparación psicológica para las características individualistas de las actividades humanas de carácter secular.
Mientras la naturaleza individualista del sistema económico representa un hecho incuestionable y tan sólo podría aparecer dudoso el efecto que tal carácter ha ejercido sobre el incremento de la soledad individual, la tesis que vamos a discutir ahora contradice algunos de los conceptos convencionales más difundidos acerca del capitalismo. Según tales conceptos, el hombre, en la sociedad moderna, ha llegado a ser el centro y el fin de toda la actividad: todo lo que hace, lo hace para sí mismo; el principio del autointerés y del egoísmo constituyen las motivaciones todopoderosas de la actividad humana. De lo que se ha dicho en los comienzos de este capítulo se deduce que, hasta cierto punto, estamos de acuerdo con tales afirmaciones. El hombre ha realizado mucho para sí mismo, para sus propios propósitos, en los cuatro últimos siglos. Sin embargo, gran aparte de lo que parecía ser su propósito no le pertenecía realmente, puesto que correspondía más bien al «obrero», al «industrial», etc., y no al concreto ser humano, con todas sus potencialidades emocionales, intelectuales y sensibles. Al lado de la afirmación del individuo que realizara el capitalismo, también están la autonegación y el ascetismo, que son la continuación directa del espíritu protestante.
Para explicar esta tesis debemos mencionar en primer lugar un hecho que ya ha sido descrito en el capítulo anterior. Dentro del sistema medieval, el capital era siervo del hombre; dentro del sistema moderno se ha vuelto su dueño. En el mundo medieval las actividades económicas constituían un medio para un fin, y el fin era la vida misma, o —como lo entendía la Iglesia católica— la salvación espiritual del hombre. Las actividades económicas son necesarias; hasta los ricos pueden servir los propósitos divinos, pero toda actividad externa sólo adquiere significado y dignidad en la medida en que favorezca los fines de la vida. La actividad económica y el afán de lucro como fines en sí mismos parecían cosa tan irracional al pensador medieval como su ausencia lo es para los modernos.
En el capitalismo, la actividad económica, el éxito, las ganancias materiales, se vuelven fines en sí mismos. El destino del hombre se transforma en el de contribuir al crecimiento del sistema económico, a la acumulación de Capital, no ya para lograr la propia felicidad o salvación, sino como un fin último. El hombre se convierte en un engranaje de la vasta máquina económica —un engranaje importante si posee mucho capital, insignificante si carece de él—, pero en todos los casos continúa siendo un engranaje destinado a servir propósitos que le son exteriores. Esta disposición a someter el propio yo a fines extrahumanos fue de hecho preparada por el protestantismo, a pesar de que nada se hallaba más lejos del espíritu de Calvino y Lutero que tal aprobación de la supremacía de las actividades económicas. Pero fueron sus enseñanzas teológicas las que prepararon el terreno para este proceso al quebrar el sostén espiritual del hombre, su sentimiento de dignidad y orgullo, y al enseñarle que la actividad debía dirigirse a fines exteriores al individuo.
Como ya vimos en el capítulo anterior, uno de los puntos principales de la enseñanza de Lutero residía en su insistencia sobre la maldad de la naturaleza humana, la inutilidad de su voluntad y de sus esfuerzos. Análogamente, Calvino colocó el acento sobre la perversidad del hombre e hizo girar todo su sistema alrededor del principio según el cual el hombre debe humillar su orgullo hasta el máximo; afirmó, además, que el propósito de la vida humana reside exclusivamente en la gloria divina y no en la propia. De este modo, Calvino y Lutero prepararon psicológicamente al individuo para el papel que debía desempeñar en la sociedad moderna: sentirse insignificante y dispuesto a subordinar toda su vida a propósitos que no le pertenecían. Una vez que el hombre estuvo dispuesto a reducirse tan sólo a un medio para la gloria de un Dios que no representaba ni la justicia ni el amor, ya estaba suficientemente preparado para aceptar la función de sirviente de la máquina económica, y, con el tiempo, la de sirviente de algún Führer.
La subordinación del individuo como medio para fines económicos se funda en las características del modo de producción capitalista, que hacen de la acumulación de capital el propósito y el objetivo de la actividad económica. Se trabaja para obtener un beneficio, pero éste no es obtenido con el fin de ser gastado, sino con el de ser invertido como nuevo capital; el capital así acrecentado trae nuevos beneficios que a su vez son invertidos, siguiéndose de este modo un proceso circular infinito. Naturalmente, siempre hubo capitalistas que gastaban su dinero con fines de lujo o bajo la forma de «derroche ostensible». Pero los representantes clásicos del capitalismo gozaban del trabajo —no del gasto—. Este principio de la acumulación de capital en lugar de su uso para el consumo, constituye la premisa de las grandiosas conquistas de nuestro moderno sistema industrial. Si el hombre no hubiera asumido tal actitud ascética hacia el trabajo y el deseo de invertir los frutos de éste con el propósito de desarrollar las capacidades productivas del sistema económico, nunca se habría realizado el progreso que hemos logrado al dominar las fuerzas naturales; ha sido este crecimiento de las fuerzas productivas de la sociedad el que por primera vez en la historia nos ha permitido enfocar un futuro en el que tendrá fin la incesante lucha por la satisfacción de las necesidades materiales. Sin embargo, aun cuando el principio de que debe trabajarse en pro de la acumulación de capital es de un valor enorme para el progreso de la humanidad, desde el punto de vista subjetivo ha hecho que el hombre trabajara para fines extra-personales, lo ha transformado en el esclavo de aquella máquina que él mismo construyó, y por lo tanto le ha dado el sentimiento de su insignificancia e impotencia personales.
Hasta ahora nos hemos ocupado de aquellos individuos de la sociedad moderna que poseían capital y podían dirigir sus beneficios hacia nuevas inversiones. Sin tener en cuenta su carácter de grandes o pequeños capitalistas, su vida estaba dedicada al cumplimiento de su función económica, la acumulación de capital. Pero ¿qué ocurrió con aquellos que, careciendo de capital, debían ganarse el pan vendiendo su trabajo? El efecto psicológico de su posición económica no fue muy distinto del que experimentó el capitalista. En primer lugar, al estar empleados dependían de las leyes del mercado, de la prosperidad y la crisis y del efecto de las mejores técnicas de que disponía su patrón. Este los manejaba directamente, transformándose así, frente a ellos, en la expresión de un poder superior al cual había que someterse. Tal fue especialmente la posición de los obreros durante todo el siglo XIX hasta su término. Desde entonces el movimiento sindical ha proporcionado al obrero algún poder propio, y con ello le ha permitido superar su posición de simple y pasivo objeto de manipulación.
Pero, aparte esta dependencia directa y personal del obrero con respecto al empleador, el espíritu de ascetismo y la sumisión a fines extrapersonales, que hemos señalado como rasgos característicos del capitalista, impregnaron también la mentalidad del trabajador, así como todo el resto de la sociedad. Esto no debe sorprendernos. En cada sociedad el espíritu de toda la cultura está determinado por el de sus grupos más poderosos. Así ocurre, en parte, porque tales grupos poseen el poder de dirigir el sistema educacional, escuelas, iglesia, prensa y teatro, penetrando de esta manera con sus ideas en la mentalidad de toda la población; y en parte porque estos poderosos grupos ejercen tal prestigio, que las clases bajas se hallan muy dispuestas a aceptar e imitar sus valores y a identificarse psicológicamente con ellas.
Hasta ahora hemos sostenido que el modo de producción capitalista ha hecho del hombre un instrumento de fines económicos suprapersonales y ha aumentado el espíritu de ascetismo y de insignificancia individual, cuya preparación psicológica había sido llevada a cabo por el protestantismo. Sin embargo, esta tesis se halla en conflicto con el hecho de que el hombre moderno parece impulsado, no por una actitud de sacrificio y de ascetismo, sino, por el contrario, por un grado extremo de egoísmo y por la búsqueda del interés personal. ¿Cómo podemos conciliar el hecho de que mientras objetivamente él llegó a ser el esclavo de fines que no le pertenecían, subjetivamente se creyó movido por el autointerés? ¿Cómo podemos conciliar el espíritu del protestantismo y su exaltación de desinterés con la moderna doctrina del egoísmo, según la cual —de acuerdo con lo dicho por Maquiavelo— el egoísmo constituiría el motivo más poderoso de la conducta humana, el deseo de ventajas personales sería más fuerte que toda consideración moral y el hombre preferiría ver morir a su padre a perder su fortuna? ¿Puede explicarse esta contradicción suponiendo que la exaltación del desinterés constituye tan sólo una ideología destinada a encubrir el egoísmo? Aun cuando esta suposición puede encerrar algo de verdad, no creemos que se trate de una explicación del todo satisfactoria. Para indicar en qué dirección parece hallarse la respuesta, debemos ocuparnos del intrincado problema psicológico del egoísmo.
El supuesto implícito en el pensamiento de Lutero y Calvino, y también en el de Kant y Freud, es el siguiente: el egoísmo [seffíshness] es idéntico al amor a sí mismo [self-love]. Amar a los otros es una virtud, amarse a sí mismo, un pecado. Además, el amor hacia los otros y el amor hacia sí mismo se excluyen mutuamente.
Desde el punto de vista teórico nos encontramos aquí con un error sobre la naturaleza del amor. El amor, en primer lugar, no es algo «causado» por un objeto específico, sino una cualidad que se halla en potencia en una persona y que se actualiza tan sólo cuando es movida por determinado «objeto». El odio es un deseo apasionado de destrucción; el amor es la apasionada afirmación de un «objeto»; no es un «afecto» sino una tendencia activa y una conexión íntima cuyo fin reside en la felicidad, la expansión y la libertad de su objeto. Se trata de una disposición que, en principio, puede dirigirse hacia cualquier persona u objeto, incluso uno mismo. El amor exclusivo es una contradicción en sí. Evidentemente no es un mero azar el hecho de que una persona determinada se vuelva «objeto» del amor manifiesto de alguien. Los factores que condicionan tal elección específica son demasiado numerosos y complejos para ser discutidos ahora. Lo importante es, sin embargo, que el amor hacia un «objeto» especial es tan sólo la actualización y la concentración del amor potencial con respecto a una persona; no ocurre, como lo pide la concepción romántica del amor, que exista tan sólo una única persona en el mundo a quien se pueda querer, que la gran oportunidad de la vida es poder hallarla, que el amor hacia ella conduzca a negar el amor a todos los demás. Este tipo de amor, que tan sólo puede ser sentido con relación a una única persona, se revela, en virtud de ese mismo hecho, no ya como amor sino como una unión sadomasoquista. La afirmación básica contenida en el amor se dirige hacia la persona amada, asumiendo ésta el carácter de encarnación de atributos esencialmente humanos. El amor hacia una persona implica amor hacia el hombre como tal. Este último tipo de amor no es, como frecuentemente se supone, una abstracción que se origina después de haber conocido el amor hacia una determinada persona, o una generalización de la experiencia sentida con respecto a un «objeto» específico; por el contrario, se trata de una premisa necesaria, aun cuando, desde el punto de vista genético, se adquiera en el contacto con individuos concretos.
De ello se sigue que mi propio yo, en principio, puede constituir un objeto de amor tanto como otra persona. La afirmación de mi propia vida, felicidad, expansión y libertad están arraigadas en la existencia de la disposición básica y de la capacidad de lograr tal afirmación. Si el individuo la posee, también la posee con respecto a sí mismo; si tan sólo puede «amar» a los otros, es simplemente incapaz de amar.