Read El miedo a la libertad Online
Authors: Erich Fromm
El egoísmo [selfishness] no es idéntico al amor a sí mismo, sino a su opuesto. El egoísmo es una forma de codicia. Como toda codicia, es insaciable y, por consiguiente, nunca puede alcanzar una satisfacción real. Es un pozo sin fondo que agota al individuo en un esfuerzo interminable para satisfacer la necesidad sin alcanzar nunca la satisfacción. La observación atenta descubre que si bien el egoísta nunca deja de estar angustiosamente preocupado de sí mismo, se halla siempre insatisfecho, inquieto, torturado por el miedo de no tener bastante, de perder algo, de ser despojado de alguna cosa. Se consume de envidia por todos aquellos que logran algo más. Y si observamos aún más de cerca este proceso, especialmente su dinámica inconsciente, hallaremos que el egoísta, en esencia, no se quiere a sí mismo sino que se tiene una profunda aversión.
El enigma de este aparente contrasentido es de fácil solución. El egoísmo se halla arraigado justamente en esa aversión hacia sí mismo. El individuo que se desprecia, que no está satisfecho de sí, se halla en una angustia constante con respecto a su propio yo. No posee aquella seguridad interior que puede darse tan sólo sobre la base del cariño genuino y de la autoafirmación. Debe preocuparse de sí mismo, debe ser codicioso y quererlo todo para sí, puesto que, fundamentalmente, carece de seguridad y de la capacidad de alcanzar la satisfacción. Lo mismo, ocurre con el llamado narcisista, que no se preocupa tanto por obtener cosas para sí, como de admirarse a sí mismo. Mientras en la superficie parece que tales personas se quieren mucho, en realidad se tienen aversión, y su narcisismo —como el egoísmo— constituye la sobrecompensación de la carencia básica de amor hacia sí mismos. Freud ha señalado que el narcisista ha retirado su amor a los otros dirigiéndolo hacia su persona: si bien lo primero es cierto, la segunda parte de esta animación no lo es. En realidad, no quiere ni a los otros ni a sí mismo.
Volvamos ahora al problema que nos condujo a este análisis psicológico del egoísmo. Como se recordará, habíamos tropezado con la contradicción inherente al hecho de que, mientras el hombre moderno cree que sus acciones están motivadas por el interés personal, en realidad su vida se dedica a fines que no son suyos; tal como ocurría con la creencia calvinista de que el propósito de la existencia humana no es el hombre mismo sino la gloria de Dios. Hemos tratado de demostrar que el egoísmo está fundado en la carencia de autoafirmación y amor hacia el yo real, es decir, hacia todo el ser humano concreto junto con sus potencialidades. El «yo» en cuyo interés obra el hombre moderno es el yo social, constituido esencialmente por el papel que se espera deberá desempeñar el individuo y que, en realidad, es tan sólo el disfraz subjetivo de la función social objetiva asignada al hombre dentro de la sociedad. El egoísmo de los modernos no representa otra cosa que la codicia originada por la frustración del yo real, cuyo objeto es el yo social. Mientras el hombre moderno parece caracterizarse por la afirmación del yo, en realidad éste ha sido debilitado y reducido a un segmento del yo total —intelecto y voluntad de poder— con exclusión de todas las demás partes de la personalidad total.
Si bien todo esto es cierto, también debemos preguntarnos ahora si el acrecentado dominio sobre la naturaleza ha tenido o no por consecuencia un aumento del vigor del yo individual. Hasta cierto punto ello ha ocurrido, y tal aumento, en la medida en que realmente se produjo, forma parte del aspecto positivo del desarrollo individual, que no debemos perder de vista. Pero, si bien el hombre ha alcanzado en un grado considerable el dominio de la naturaleza, la sociedad no ejerce la fiscalización de aquellas fuerzas que ella misma ha creado. La racionalidad del sistema de producción, en sus aspectos técnicos, se ve acompañada por la irracionalidad de sus aspectos sociales. El destino humano se halla sujeto a las crisis económicas, la desocupación y la guerra. El hombre ha construido su mundo, ha erigido casas y talleres, produce trajes y coches, cultiva cereales y frutas, pero se ha visto apartado del producto de sus propias manos, y en verdad ya no es el dueño del mundo que él mismo ha edificado. Por el contrario, este mundo, que es su obra, se ha transformado en su dueño, un dueño frente al cual debe inclinarse, a quien trata de aplacar o de manejar lo mejor que puede. El producto de sus propios esfuerzos ha llegado a ser su Dios. El hombre parece hallarse impulsado por su propio interés, pero en realidad su yo total, con sus concretas potencialidades, se ha vuelto un instrumento destinado a servir los propósitos de aquella misma máquina que sus manos han forjado. Mantiene la ilusión de constituir el centro del universo, y sin embargo se siente penetrado por un intenso sentimiento de insignificancia e impotencia análogo al que sus antepasados experimentaron de una manera consciente con respecto a Dios.
El sentimiento de aislamiento y de impotencia del hombre moderno se ve ulteriormente acrecentado por el carácter asumido por todas sus relaciones sociales. La relación concreta de un individuo con otro ha perdido su carácter directo y humano, asumiendo un espíritu de instrumentalidad y de manipulación. En todas las relaciones sociales y personales la norma está dada por las leyes del mercado. Es obvio que las relaciones entre competidores han de fundarse sobre la indiferencia mutua. Si fuera de otro modo, cada uno de los competidores se vería paralizado, en el cumplimiento de su tarea económica, de entablar una lucha contra los demás, susceptible de llegar, si fuera necesario, a la destrucción recíproca.
La relación entre empleado y patrón [employer] se halla penetrada por el mismo espíritu de indiferencia. La palabra inglesa employer encierra toda la historia: el propietario del capital emplea a otro ser humano del mismo modo que emplea una máquina. Patrón y empleado están usándose mutuamente para el logro de sus fines económicos; su relación se caracteriza por el hecho de que cada uno constituye un medio para un fin, representa un instrumento para el otro. No se trata en modo alguno de la relación entre dos seres humanos que poseen un interés recíproco no estrictamente limitado a esta mutua utilidad. Este mismo carácter instrumental constituye la regla en las relaciones entre el hombre de negocios y su cliente. Este representa un objeto que debe ser manipulado, y no una persona concreta cuyos propósitos interesen al comerciante. También la actitud hacia el trabajo es de carácter instrumental; en oposición al artesano de la Edad Media, el moderno industrial no se interesa primariamente en lo que produce, sino que considera el producto de su industria como un medio para extraer un beneficio de la inversión del capital y depende fundamentalmente de las condiciones del mercado, las cuales habrán de indicarle cuáles sectores de producción le proporcionarán ganancias para el capital a invertir.
Este carácter de extrañamiento se da no sólo en las relaciones económicas sino también en las personales; éstas toman el aspecto de relación entre cosas en lugar del de relación entre personas. Pero acaso el fenómeno más importante, y el más destructivo, de instrumentalidad y extrañamiento lo constituye la relación del individuo con su propio yo. El hombre no solamente vende mercancías, sino que también se vende a sí mismo y se considera como una mercancía. El obrero manual vende su energía física, el comerciante, el médico, el empleado, venden su «personalidad». Todos ellos necesitan una «personalidad» si quieren vender sus productos o servicios. Su personalidad debe ser agradable: debe poseer energía, iniciativa y todas las cualidades que su posición o profesión requieran. Tal como ocurre con las demás mercancías, al mercado es al que corresponde fijar el valor de estas cualidades humanas, y aun su misma existencia. Si las características ofrecidas por una persona no hallan empleo, simplemente no existen, tal como una mercancía invendible carece de valor económico, aun cuando pudiera tener un valor de uso. De este modo la confianza en sí mismo, el «sentimiento del yo», es tan sólo una señal de lo que los otros piensan de uno; yo no puedo creer en mi propio valer, con independencia de mi popularidad y éxito en el mercado. Si me buscan, entonces soy alguien, si no gozo de popularidad, simplemente no soy nadie. El hecho de que la confianza en sí mismo dependa del éxito de la propia «personalidad», constituye la causa por la cual la popularidad cobra tamaña importancia para el hombre moderno. De ella depende no solamente el progreso material, sino también la autoestimación; su falta significa estar condenado a hundirse en el abismo de los sentimientos de inferioridad.
Hemos intentado demostrar cómo la nueva libertad proporcionada al individuo por el capitalismo produjo efectos que se sumaron a los de la libertad religiosa originada por el protestantismo. El individuo llegó a sentirse más solo y más aislado; se transformó en un instrumento en las manos de fuerzas abrumadoras, exteriores a él; se volvió un «individuo», pero un individuo azorado e inseguro. Existían ciertos factores capaces de ayudarlo a superar las manifestaciones ostensibles de su inseguridad subyacente. En primer lugar su yo se sintió respaldado por la posesión de propiedades. «El», como persona, y los bienes de su propiedad, no podían ser separados. Los trajes o la casa de cada hombre eran parte de su yo tanto como su cuerpo. Cuanto menos se sentía alguien, tanto más necesitaba tener posesiones. Si el individuo no las tenia o las había perdido, carecía de una parte importante de su «yo» y hasta cierto punto no era considerado como una persona completa, ni por parte de los otros ni de él mismo.
Otros factores que respaldaban al ser eran el prestigio y el poder. En parte se trataba de consecuencias de la posesión de bienes, en parte constituían el resultado directo del éxito logrado en el terreno de la competencia. La admiración de los demás y el poder ejercido sobre ellos se iban a agregar al apoyo proporcionado por la propiedad, sosteniendo al inseguro yo individual.
Para aquellos que sólo poseían escasas propiedades y menguado prestigio social, la familia constituía una fuente de prestigio individual. Allí, en su seno, el individuo podía sentirse «alguien». Obedecido por la mujer y los hijos, ocupaba el centro de la escena, aceptando ingenuamente este papel como un derecho natural que le perteneciera. Podía ser un don nadie en sus relaciones sociales, pero siempre era un rey en su casa. Aparte de la familia, el orgullo nacional —y en Europa, con frecuencia, el orgullo de clase— también contribuía a darle un sentimiento de importancia. Aun cuando no fuera nadie personalmente, con todo se sentía orgulloso de pertenecer a un grupo que podía considerarse superior a otros.
Debemos distinguir los factores señalados, tendentes a sostener el yo debilitado, de aquellos otros de los que se ha hablado al comenzar este capitulo, a saber: las efectivas libertades políticas y económicas, la oportunidad proporcionada a la iniciativa individual y el avance de la ilustración racionalista. Estos factores contribuyeron realmente a fortificar el yo y condujeron al desarrollo de la individualidad, la independencia y la racionalidad. En cambio, los factores de apoyo al yo tan sólo contribuyeron a compensar la inseguridad y la angustia. No desarraigaron estos dos sentimientos, sino que se limitaron a ocultarlos, ayudando de este modo al individuo a sentirse conscientemente seguro; pero esta seguridad, era en parte superficial y sólo perduraba en la medida en que subsistían los factores de apoyo que la habían producido.
Todo análisis detallado de la historia europea y americana del período que va desde la Reforma hasta nuestros días podría mostrar de qué manera las dos tendencias contradictorias, inherentes a la evolución de la libertad de a la libertad para, corren paralelas o, con más precisión, se entrelazan de continuo. Desgraciadamente, tal análisis va más allá de los límites fijados a este libro y debe ser reservado para otra publicación. En algunos periodos y en ciertos grupos sociales la libertad humana en su sentido positivo —fuerza y dignidad del ser— constituía el factor dominante; puede afirmarse, en general, que ello ocurrió en Inglaterra, Francia, Norteamérica y Alemania, cuando la clase media logró sus victorias económicas y políticas sobre los representantes del viejo orden. En esta lucha por la libertad positiva la clase media podía acudir a ese aspecto del protestantismo que exaltaba la autonomía humana y la dignidad del hombre; mientras que de su parte la Iglesia católica se aliaba con aquellos grupos que debían oponerse a la liberación del individuo para poder preservar sus propios privilegios.
En el pensamiento filosófico de la Edad Moderna también descubrimos que los dos aspectos de la libertad permanecen entrelazados, como lo habían estado ya en las doctrinas teológicas de la Reforma. Así, para Kant y Hegel la autonomía y la libertad del individuo constituyen los postulados centrales de sus sistemas, y sin embargo, los dos filósofos subordinan el individuo a los propósitos de un Estado todopoderoso. Los filósofos del período de la Revolución Francesa, y en el siglo XIX Feuerbach, Marx, Stirner y Nietzsche, expresaron una vez más sin ambages la idea de que el individuo no debería someterse a propósitos ajenos a su propia expansión o felicidad. Los filósofos reaccionarios del mismo siglo, sin embargo, postularon explícitamente la subordinación del individuo a las autoridades espirituales y seculares. La tendencia hacia la libertad humana, en sentido positivo, alcanzó su culminación durante la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del siglo XX. No solamente participaron de este progreso las clases medias, sino también los obreros, que se transformaron en agentes libres y activos, en luchadores en pro de sus intereses económicos, y al mismo tiempo de los fines más amplios de la humanidad.
Con la fase monopolista del capitalismo, tal como se fue desarrollando de manera creciente en las últimas décadas, la importancia respectiva de ambas tendencias pareció sufrir algún cambio. Adquirieron mayor peso factores tendentes a debilitar el yo individual, mientras que aquellos dirigidos a fortificarlo vieron relativamente mermada su importancia. El sentimiento individual de impotencia y soledad fue en aumento, la «libertad» de todos los vínculos tradicionales se fue acentuando, pero las posibilidades de lograr el éxito económico individual se restringieron. El individuo se siente amenazado por fuerzas gigantescas, y la situación es análoga en muchos respectos a la que existía en los siglos XV y XVI.
El factor más importante de este proceso es el crecimiento del poder del capital monopolista. La concentración del capital (no de la riqueza), en ciertos sectores de nuestro sistema económico, restringió las posibilidades de éxito para la iniciativa, el coraje y la inteligencia individuales. La independencia económica de muchas personas ha resultado destruida en aquellas esferas en las que el capital monopolista se ha impuesto. Para los que siguen defendiéndose, especialmente para gran parte de la clase media, la lucha asume el carácter de una batalla tan desigual que el sentimiento de confianza en la iniciativa y el coraje personales es reemplazado por el de impotencia y desesperación. Un pequeño grupo, de cuyas decisiones depende el destino de gran parte de la población, ejerce un poder enorme, aunque secreto, sobre toda la sociedad. La inflación alemana en 1923 o la crisis norteamericana de 1929 aumentaron el sentimiento de inseguridad, destrozaron en muchos la esperanza de abrirse camino por el esfuerzo personal y anularon la creencia tradicional en las ilimitadas posibilidades de éxito.