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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El miedo de Montalbano (15 page)

BOOK: El miedo de Montalbano
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Montalbano se vio perdido. El muy hijo de puta de Pasquano lo había traicionado. ¿Y ahora qué le decía al comandante?

—Verá, me llegaron rumores, sólo rumores, que conste, de que ese albanés, junto con otros elementos del hampa local, había participado...

—Comprendo —lo interrumpió Verruso en tono muy seco. Montalbano tenía la boca áspera, como si se hubiera comido una fruta ácida. Era evidente que el comandante se estaba enfadando y no lo creía—. ¿Sólo rumores?

—Sí, sólo vagos rumores.

—¿Y correo no?

Si el comandante le hubiera pegado un tiro en la cabeza, el asombro de Montalbano no habría sido mayor. ¿Qué significaba aquella pregunta? ¿Adónde quería ir a parar? En cualquier caso, Verruso estaba demostrando ser muy peligroso. Mientras él se devanaba los sesos en busca de una respuesta, Verruso se abrió un bolsillo de la casaca, sacó una carta y la depositó sobre la mesa. Montalbano le echó un vistazo y se quedó helado: era idéntica a la que él había recibido.

—¿Qué es? —preguntó, simulando sorpresa, aunque esa vez su interpretación fue de comicastro.

Estaba claro que al comandante no le apetecía perder el tiempo.

—Debería saberlo. Usted ha recibido otra igual.

—Perdone, pero ¿a usted quién se lo ha dicho? ¿Acaso tiene un topo en mi comisaría? —inquirió Montalbano levantando la voz.

—Le aconsejo que lea la carta.

—No hace falta, puesto que, según usted, yo he recibido otra igual —replicó el comisario, tratando de conferir a sus palabras un tono sarcástico.

—En ésta hay una posdata.

La había. Y decía lo siguiente:

LE ADBIERTO QUE E MANDAO LA MISMA CARTA AL COMISARIO MONTALVANO POR SI USTED QUISIERA PASARSE DE LISTO.

Se hizo el silencio.

—¿Y bien? —preguntó Verruso.

El comisario no sabía qué hacer. No cabía duda de que su comportamiento no había sido correcto. Su deber habría sido entregar la carta a los carabineros y mantenerse al margen. Si reconocía haberla recibido, cabía la posibilidad de que el comandante lo denunciara al jefe superior de policía, y entonces se armaría la gorda.

Y Bonetti-Alderighi, el jefe superior de policía, no perdería la ocasión de acabar con él dándolo de baja. Había cometido un delito, no tenía excusa. Pues bien, si tenía que pagar, pagaría.

—Sí, la he recibido —dijo en voz tan baja que casi ni él mismo se oyó.

Pero el comandante lo había oído muy bien.

—Supongo que sabe que su obligación era entregarla de inmediato a mis jefes, ¿no?

Hablaba con el mismo tono antipático que había utilizado para echarle una bronca por lo del teléfono. El mismo que en el sueño, que le había impedido terminar de hacer el amor con Livia. Fue ese recuerdo, por encima de todo, lo que hizo que la sangre se le subiera a la cabeza.

—Lo sé, no necesito que me enseñen mi oficio.

Abrió un cajón, cogió la carta y la arrojó sobre la de Verruso.

—Aquí la tiene, y deje inmediatamente de tocarme los cojones.

Verruso no se movió. Ni siquiera pareció ofenderse.

—¿No hay nada más?

—¿Qué quiere que haya?

—Disculpe,
dottore
, pero no estoy convencido.

—¿Por qué?

—Porque esto no encaja con su forma de actuar. He oído hablar mucho de usted, de su manera de actuar y de lo que piensa. Por consiguiente, estoy convencido de que usted, cuando recibió la carta, no se limitó a guardarla en un cajón. Es más, ya que estamos... —Dejó la frase sin terminar, se inclinó hacia delante, cogió la carta dirigida a Montalbano y se la tendió—. Hágala desaparecer. Es mejor que mis jefes no sepan nada de todo esto.

Lo cual significaba que Verruso quería jugar con las cartas a la vista, sin engaños ni traiciones. Aquel hombre merecía confianza y respeto.

—Gracias —dijo Montalbano.

Cogió el sobre y volvió a guardarlo en el cajón.

—¿Quiere decirme lo que ha descubierto en la obra? —le disparó a quemarropa el comandante de los carabineros.

Montalbano lo miró con admiración.

—¿Cómo sabe que fui a la obra?

—Yo también estaba allí —respondió Verruso.

5

La primera sensación que experimentó Montalbano al oír aquellas palabras fue de turbación, incluso de vergüenza, no por el hecho de que lo hubieran descubierto mientras hacía algo contrario a la ley, sino porque si el otro había visto todo el jaleo que había armado, cayendo incluso de bruces sobre el barro, seguramente se habría partido de risa a su espalda. Miró al comandante a los ojos, pero no descubrió en ellos ni ironía ni burla. La segunda fue una especie de somatización que le provocó en rápida sucesión tres agudas punzadas en el hombro.

—¿Me siguió?

—Jamás habría hecho semejante cosa. No, el caso es que se me ocurrió efectuar una inspección en la obra y vi su coche...

—¿Cómo supo que era mío?

—Porque lo había visto en Montelusa cuando tuvimos aquella..., bueno, discusión. Y yo jamás olvido una matrícula.

Era un policía como la copa de un pino, de eso no cabía la menor duda.

—Pero ¿cómo es posible que yo no lo viera a usted?

—Aparqué mi automóvil fuera del recinto, al otro lado de la obra. Lo vi entrar en el barracón por el ventanuco. Y me escondí.

—Perdone, pero ¿por qué? Podía haberse presentado sin más, como ha hecho esta noche y...

—¡¿Yo?! ¡¿Esta noche?! —dijo Verruso, perplejo.

Montalbano se recuperó a tiempo.

—No, perdone, quería decir esta mañana, no esta noche.

—Porque no quería molestarlo. No quería distraerlo. En determinado momento me encaramé al capó de su coche y miré hacia el interior del barracón. Disculpe la comparación, pero parecía usted un perro, un perro de caza al acecho.

En ese instante llamaron a la puerta con los nudillos. Apareció Fazio, que se detuvo en el umbral, desconcertado.

No sabía nada de la visita de Verruso.

—Buenos días —dijo en tono glacial.

—Buenos días —contestó el comandante sin demasiado entusiasmo.

—Volveré después —replicó Fazio.

—Espera —repuso Montalbano—. Tráeme el sobrecito que te dije que guardaras. Quiero enseñárselo al comandante.

Fazio palideció como si lo hubieran ofendido mortalmente, abrió la boca, volvió a cerrarla, dio media vuelta y desapareció. El comisario le reveló a Verruso todo lo que había que revelar. Tardó diez minutos en hacerlo, pero Fazio aún no había regresado. Finalmente, llamaron a la puerta y el agente apareció con expresión desolada. Extendió teatralmente los brazos y movió la cabeza.

—No lo encuentro —aseguró—. Lo he buscado por todas partes. —Después, dirigiéndose al comandante de los carabineros, añadió—: Lo siento.

—Comprendo —dijo Verruso.

Montalbano se levantó y replicó:

—Vamos allá, yo te ayudaré a buscarlo. Disculpe, mi comandante. —Nada más salir del despacho, agarró a Fazio por el brazo con tal fuerza que estuvo a punto de levantarlo del suelo—. Pero ¿qué coño tienes en la cabeza? —le preguntó en voz baja.


Dottore
, yo a ése no se lo doy. ¡El sobre es nuestro!

—Te concedo cinco minutos para que Verruso quede convencido de que lo hemos buscado de verdad. Yo voy a fumarme un cigarrillo a la calle.

Estaba furioso con Fazio, aunque lo cierto era que si el comandante no hubiera demostrado ser un hombre como Dios manda, ¿acaso no habría reaccionado él de la misma manera, negando incluso haber recibido el anónimo?

—Aquí lo tiene —dijo Fazio, que luego regresó enfurecido a su despacho.

Montalbano terminó de fumar el cigarrillo y fue a reunirse con el comandante.

Éste cogió el sobrecito y se lo guardó en el bolsillo sin mirarlo siquiera, como si se tratara de algo sin importancia.

—Mire, mi comandante; si se demuestra que la sangre es de Puka, significaría que...

—Quédese tranquilo,
dottore
. La mandaré examinar junto con la otra.

—¡¿La otra?!

—Verá,
dottore
—se dignó explicarle Verruso—, cuando usted abandonó la obra, yo llamé a dos de mis hombres. Examinamos minuciosamente el retrete y detrás de la taza descubrimos otras manchas de sangre que escaparon a la limpieza de los asesinos. Porque a Puka no lo mató una sola persona, ¿no está de acuerdo conmigo?

—Sí, estoy de acuerdo —contestó Montalbano en tono comedido.

Ese tal comandante Verruso quería jugar con él al gato y el ratón. Pero ¿tan seguro estaba Verruso de ser el gato? ¿Y hasta dónde había llegado con su investigación? ¿Con qué interés o con qué distanciamiento se la había tomado? ¿Interés, distanciamiento? Pero ¿qué era aquello? ¿Una competición entre la policía y el Cuerpo de Carabineros? ¡Pues que resolvieran ellos el problema, que se las arreglaran como pudieran!

—Muy bien —dijo Montalbano en tono concluyente—. Se lo he dicho todo y le he entregado el resultado. Y ahora, si me permite, tengo asuntos que...

Se levantó y le tendió la mano. El otro la contempló como si jamás hubiera visto una mano y permaneció sentado.

—Quizá no lo haya comprendido —dijo.

—¿Qué es lo que habría tenido que comprender?

—Que yo he venido aquí para decirle..., para preguntarle si le apetece echarme una mano... Extraoficialmente, claro.

Montalbano no pudo reprimir una risita.

Pero ¡qué listo era el señor comandante! ¡Él resolvía el caso y el otro se llevaba el mérito!

—¿Y por qué tendría que hacerlo?

—Porque estoy muriéndome.

Así, con la mayor sencillez.

—Es una broma, ¿verdad?

—No. Padezco un cáncer que está devorándome vivo. Estoy solo, mi mujer murió hace tres años. No tuvimos hijos. La única razón de mi existencia es lo que hago, enviar a la cárcel a quienes se lo merecen.

—¿Sus superiores lo saben?

—No. Los médicos me han dicho que todavía puedo aguantar un poco, una o dos semanas, después tendré que ingresar en un centro médico para someterme... En resumen, temo que, con el tiempo que me queda, no pueda hacer gran cosa. Pero si usted... En cualquier caso, sea cual sea su decisión, le ruego que no le comente a nadie mi enfermedad.

—¿Tiene usted un especial interés por este caso?

—Ninguno en absoluto. Pero no me gusta dejar las cosas a medias.

Admiración. No, mucho más que eso: respeto. Por la serena valentía, por la tranquila determinación de aquel hombre. Una vez había leído un verso que decía más o menos que lo que ayuda a vivir es el pensamiento de la muerte. Ya, el pensamiento puede que sí, pero la certeza de la muerte, su cotidiana presencia, su diaria manifestación, su atroz tictac —sí, porque en aquel caso la muerte era como un despertador que sonaría no para el despertar, sino para el sueño eterno—, todo eso ¿no habría tal vez provocado en él, Montalbano, un indecible e insoportable terror? ¿De qué estaba hecho el hombre que tenía delante? «No —pensó—, está hecho de carne, como yo.» Pero, llegado el momento, el instante decisivo, no había ningún hombre que no encontrara en sí mismo una fuerza inesperada y misericordiosa.

—De acuerdo —dijo.

Y volvió a sentarse.

—Gracias —replicó el comandante Verruso.

Montalbano se levantó de golpe.

—Perdone un segundo. —De repente y a traición, había notado un nudo en la garganta; un poco más y se le habrían escapado las lágrimas. Fue al lavabo, bebió un vaso de agua y se lavó la cara. Al regresar se asomó al despacho de Fazio—. ¿Hasta dónde has llegado con las investigaciones?

—Estoy en ello —contestó Fazio en tono descortés y enfurruñado.

Aún no había digerido el asunto del sobrecito.

«Pues todavía no sabes lo que te espera», pensó el comisario, disimulando su regocijo. Luego se sentó de nuevo detrás de su escritorio. Desde que había entrado en el despacho, Verruso no había cambiado de posición, con los zapatos perfectamente alineados, uno al lado del otro.

—¿De verdad no le apetece tomar algo? ¿Un café, un refresco? —preguntó Montalbano, más que nada para comprobar si conseguía sacarlo de aquella inmovilidad.

—No, gracias.

Al menos esa vez el «gracias» lo había dicho inmediatamente después del «no». Montalbano pasó al ataque.

—¿Qué cartas tiene usted en la mano?

—De descarte. Pashko Puka vivía en Montelusa en un edificio de cuatro pisos que incomprensiblemente todavía no se ha derrumbado. Un nido de chinches. Allí duermen albaneses, kurdos, árabes, kosovares... Por lo menos cuatro en cada habitación.

—¿Lo ocuparon?

—¡No! La casa es propiedad del concejal Francesco Quarantino, que es de derechas y está en contra de la inmigración. Pero como es un hombre generoso, según proclama él mismo a cada momento, se la cedió a esos pobrecillos hasta que los expulsen. A trescientas mil liras mensuales por plaza de cama. Pero Puka pagaba un millón y medio de liras por una habitación para él solo que tenía cuarto de baño privado con una rudimentaria ducha. Lo cual es muy extraño, pues disfrutaba de un lujo que no habría podido permitirse con la paga que cobraba.

—Si es por eso, disfrutaba de otros lujos. El pedicuro, por poner un ejemplo.

El comandante adoptó una expresión pensativa.

—Tuve ocasión de ver el cadáver desnudo. Las partes del cuerpo que normalmente no se exponen al sol estaban muy blancas, y también las zonas del pecho y la espalda protegidas por la camiseta. Me resultó curioso.

Parecía desconcertado e hizo una pausa.

—Cuénteme.

—Verá,
dottore
, yo no me fío de las impresiones.

«Pues yo sí», pensó Montalbano.

—Cuénteme —repitió.

—No sé, me pareció que aquel cadáver estaba formado por piezas pertenecientes a dos hombres distintos.

—Y puede que fueran dos hombres distintos.

El comandante lo captó al vuelo.

—¿Usted cree que Puka no era lo que aparentaba ser?

—Exactamente. ¿Qué dicen sus documentos?

—No los hemos encontrado. Ni en su habitación ni entre la ropa que llevaba el día que lo mataron.

—Lo cual quiere decir que se los llevaron. No querían que nosotros lo identificáramos.

—Pero ¡lo hemos identificado!

—A medias. Al albañil. Por cierto, ¿está usted seguro de que se llamaba así?

—Lo único seguro es la muerte.

Se le había escapado. Verruso sonrió ante su propia frase. Una sonrisa sin labios, un corte en el rostro. Siguió adelante.

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