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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

El misterio de la Casa Aranda (36 page)

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
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—Me inclino a pensar que querían que la casa quedara vacía para recuperar algo que don Diego Vicente robó a Kok, el holandés, a quien supongo padre de Renato Minardi. Ese algo está relacionado con una pequeña bahía llamada El Rincón del Diablo y con historias de piratas, y no creo equivocarme mucho si digo que en esta casa debe de haber oculto algo valioso, quizá un tesoro. De hecho, tras la agresión de Milagros hace diez años, el inmueble quedó vacío y los vecinos comenzaron a escuchar ruidos que atribuían a fantasmas, cuando no eran otra cosa que los dos compinches registrando a fondo la casa. He consultado el expediente del adivino, y sé que por aquellas fechas fue detenido y condenado por estafar un dineral a la duquesa de Galbín; no salió de la cárcel hasta hace un año. Ambos cómplices debieron de enterarse con horror de que la casa había sido vendida de nuevo, así que decidieron volver a actuar. Debo confesar que pensé que habían usado alguna droga para alterar el comportamiento de ambasmujeres, por eso me sorprendió comprobar que el tal Psíquicus se había valido de la hipnosis para dominar a sus víctimas.

Lo siento por Milagros, que ha perdido diez años de su vida sin ver crecer a sus hijos por culpa de unos desalmados, y lo siento por don Augusto, que cargó con toda la culpa de las tropelías de esos dos depravados.

Doña Ana Escurza rompió entonces en sollozos.

—Por cierto —añadió el joven policía—, quisiera dar las gracias delante de todos ustedes a otra de las víctimas de esta pérfida maquinación, don Donato Aranda. Me consta que él ha sido el principal perjudicado de este turbio negocio y, pese a continuar decidido a solicitar la nulidad matrimonial, ha tenido la gentileza de colaborar en esta comedia para detener a ese par de rufianes. Gracias, don Donato.

—Aurora ha sido tan víctima como yo; simplemente fue un medio que ese tal Psíquicus utilizó para hacer el mal.

—Le honra su generosidad, don Donato —reconoció don Alfredo.

—Bueno —intervino don Horacio—, creo que deberíamos retirarnos y dejar que la familia descanse, ¿no?

—Sí, será lo mejor —convino don Alfredo.

—Yo, al menos, necesito dormir un poco —dijo Víctor levantándose—. Llevo dos noches seguidas en pie.

Antes de que pudiera salir de la casa, doña Ana se abrazó al joven policía y le dio las gracias entre sollozos. Clara salió a despedirle a la puerta. Cuando el policía se disponía a subir al coche que le esperaba, la más pequeña de los Alvear lo besó en los labios. A pesar del agotamiento, Víctor se sintió eufórico. ¡Al fin había hecho algo bien! Al menos había resuelto uno de los dos casos. Mecido por el traqueteo del coche de Adolfo tuvo un recuerdo para Lola; ¿estaría viva? Tenía miedo.

Era curioso, pero las cosas no resultan nunca como uno las ha imaginado. Infinidad de veces había fantaseado sobre su minuto de gloria, el momento en que por aclarar aquel caso doña Ana le entregara a su hija Clara plenamente satisfecha. Las cosas habían resultado más o menoscomo las había imaginado Aquella familia le estaba agradecida, Clara le amaba, al menos eso parecía, y doña Ana le miraba con buenos ojos. Había resuelto un caso de los que llenaban páginas y páginas en los diarios y don Horacio parecía entusiasmado con él; entonces, ¿por qué no se sentía feliz?

Estaba vacío por dentro, sí, y sabía el motivo: Lola.

Debía de estar muerta.

El recuerdo de la joven y la zozobra que le producía no haberla podido salvar le hacía sentirse mal, muy mal. Quizá necesitaba dormir.

Tras dejar a don Alfredo en su casa, el coche de caballos se dirigió hacia la pensión de doña Patro. Junto a Víctor viajaba Aniceto Abenza, el fornido agente al que Adolfo, el cochero, debía llevar después a casa. En el momento en que llegaban, el joven detective hizo una reflexión en voz alta diciendo:

—¡Lástima que don Alberto no haya podido venir!

—¿Cómo dice? —preguntó el agente uniformado cuando Víctor ponía el pie en el suelo.

—Sí —dijo éste girándose—, un amigo mío a quien debían avisar tus compañeros. Es un auténtico lince capturando criminales, un aficionado que domina el arte detectivesco a la perfección.

—Ah, sí. Fueron a avisarle, claro; me dijo Rullán, el cabo, que habían ido a las señas que usted les dio y preguntaron por él. Pero no estaba.

—Sí, creo que está a caballo entre Segovia y Madrid.

—Estos nobles viajan mucho; por cierto…

—¿Sí?

—Nada, que Rullán me comentó muerto de risa que les atendió un ama de llaves horrible de lo fea que era. ¡Una bruja de esas de los cuentos de niños! Parece mentira que siendo tan rico no tenga en casa una mujer más joven y guapa —explicó Aniceto entre risas.

—¿Cómo?

—Sí, es una vieja bruja con una verruga enorme en la nariz y…

Antes de que el guardia pudiera terminar la frase, Víctor había subido al pescante e indicado a Adolfo la dirección de don Alberto, gritándole que volara.

¡Una vieja con una verruga!

En los escasos minutos que tardaron en llegar al palacete del conde del Rázes, Víctor reparó en que nunca había visto a la supuesta ama de llaves de don Alberto y recordó que, curiosamente, éste siempre había disculpado su ausencia por motivos familiares. ¡Una vieja con una horrible verruga era el ama de llaves del conde! ¿Estaba don Alberto implicado en aquello?

Los acontecimientos se sucedían con más rapidez de ío que su mente era capaz de procesar. Llegaron a casa del conde a eso de las ocho. La mansión de don Alberto se alzaba imponente, ocultando en parte el incipiente sol de la mañana. La luz del astro rey se difuminaba entre los profusos setos que rodeaban el cuidado jardín de la mansión creando junto con el rocío de la mañana una especie de bruma que flotaba en el aire.

—Adolfo, ve a la comisaría más cercana y di que nos envíen refuerzos. Que avisen sin tardanza al inspector Blázquez. Aniceto, ven conmigo —dijo el subinspector.

El fornido agente uniformado contestó:

—¿Qué pasa? ¿A dónde vamos?

El traqueteo del coche de Adolfo hizo que los dos se giraran, comprobando que éste volaba hacia la comisaría más cercana.

—¿Llevas revólver? —preguntó Víctor.

—No, mi porra.

—Yo sí lo llevo; debemos tener cuidado. Te diré que vamos a detener a unos peligrosos criminales que se dedican a matar prostitutas.

—Conozco el asunto, sé que lo lleva usted.

—Exacto —contestó el detective tirando del timbre que había junto a la repujada reja de la puerta de entrada.

Nadie abrió. Víctor observó que las cortinas de todas las ventanas estaban cerradas.

—Voy a entrar —decidió el subinspector—. ¿Vienes conmigo o esperas aquí?

—Voy —contestó Abenza.

Víctor ascendió ágilmente por la verja, cuidando de no herirse con las puntiagudas defensas de la misma. Dio un salto y cayó en el otro lado; se volvió para ver a Aniceto saltando a su vez con alguna que otra dificultad.

—Sigúeme —ordenó el subinspector.

Se encaminaron hacia la parte trasera de la casa. Víctor no sentía sueño ni cansancio y sólo un pensamiento ocupaba su mente: esperaba que Lola estuviera viva. Tenía que salvarla como fuera. Fue mirando una a una por las ventanas de la planta baja y comprobó que las pesadas y rojas cortinas estaban echadas.

Al llegar a la puerta de la cocina, rompió el cristal con su revólver y, tras introducir la mano, dio con el picaporte. Lo hizo girar y entró con mucho tiento. Toda la casa se hallaba a oscuras.

—Busca algo para iluminarnos, Abenza. Tendremos que descorrer las cortinas de la casa —dijo el detective.

Encontraron una vela, que encendieron. Víctor iba delante. Salieron al inmenso pasillo, que quedaba insuficientemente iluminado con la única luz de la vela, y caminaron uno junto al otro con prudencia.

—Ten cuidado —insistió Víctor.

De repente, un sonido sordo le hizo girarse. Notó que la sangre le salpicaba la cara y vio desplomarse al bueno de Abenza. Delante de él, de la oscuridad, surgió el feo rostro de la vieja; ésta empuñaba un candelabro, y le lanzó un brutal golpe que el subinspector a duras penas logró esquivar. Un disparo sonó en la oscuridad y la vieja, que ya corría hacia las escaleras, rodó como un fardo por el suelo. Víctor, con el revólver aún humeante en la mano, se acercó para cerciorarse de que aquella arpía estaba muerta. Dejó la vela en el suelo. Tiró del pesado manto de la anciana con la zurda mientras le apuntaba con el revólver que sujetaba en la otra mano, hizo girar el cuerpo y volvió por la vela. Se acercó a la cara de la anciana y comprobó que el desagradable y horrible rostro aparecía coronado por una horrible verruga cerca de la nariz. La muerta tenía los ojos abiertos. Unos ojos preciosos, grandes y almendrados, que llamaban la atención en un rostro tan decrépito como aquel. La vieja tenía la piel de una de las mejillas algo levantada. Entonces, Víctor cayó en la cuenta de que aquel ser se había movido con demasiada agilidad para ser una anciana. Corría veloz hacia la escalera en el momento de caer.

Instintivamente tiró del asqueroso pellejo que se levantaba en el pómulo de aquella arpía y comprobó sorprendido que todo el rostro se desprendía detrás de aquel minúsculo trozo de piel. Víctor tiró asqueado aquella especie de máscara blanda que sujetaba en la mano y al iluminar el rostro de la anciana se le escapó un grito:

—¡Helena!

Efectivamente, aquellos hermosos ojos le eran familiares: pertenecían a la hermosa condesa de Archiveles.

—Látex.

La voz sonó tras él, a la vez que alguien amartillaba un arma. Notó que el frío cañón de la misma se apoyaba en su nuca.

—No se mueva y tire el revólver —ordenó aquel tipo, cuya voz le sonó conocida.

Víctor hizo lo que le decían y se volvió con lentitud a la vez que mantenía la vela en la mano derecha. El rostro de su captor quedó iluminado: ¡era don Bernabé, el padre de don Gerardo!

Capítulo 25

—Sí —dijo sonriente don Bernabé de La Calle—. Esa máscara es de látex, una innovación que trajo de Sudamérica don Alberto. Es el producto de un árbol que llaman Hevea Brasiliensis y si se dispone sobre la piel, pasados unos minutos se seca adquiriendo una textura similar a la del tejido humano. Fascinante, ¿verdad?

—¡Usted!

Don Bernabé estalló en una risotada de loco.

—¡Sí, yo! Ja, ja, ja, ja… Sorprendido, ¿verdad?

—Pero su hijo…

—Mi hijo era un imbécil que al final resultó molesto. ¡Andando, suba las escaleras!

Víctor tiró la vela a un lado y se lanzó ágilmente hacia la derecha. Sonó un disparo y vio el fogonazo generado por el mismo, a la vez que sentía una quemazón en el brazo. Gritó de dolor. Antes de que pudiera rehacerse, notó que le golpeaban en la cabeza.

Cuando despertó se vio atado a una elegante silla en el comedor favorito del conde del Rázes situado en el primer piso de la mansión. Frente a él, don Bernabé fumaba un cigarro cubano y exhalaba anillos de humo con aire relajado. Sobre la inmensa mesa, un candelabro con apenas tres velas encendidas, que iluminaba tristemente la espaciosa estancia.

—Hombre, ha vuelto usted a este mundo.

Víctor emitió un gemido de dolor y se miró el brazo. Su agresor le había quitado la chaqueta y observó que tenía la camisa arremangada y manchada de sangre. Un sucinto vendaje le cubría el miembro herido.

—He tenido que hacerle un torniquete. Casi se me desangra.

—¿Y Lola?

—¿Lola? ¡Ah, sí, la puta! ¿Qué más da? —repuso aquel loco con tono asqueado.

—¡Miserable!

—Ahorre fuerzas y no se me indigne tanto, joven —aconsejó el otro apagando el cigarro—. Le harán falta. Ha resultado usted un rival demasiado fácil y previsible, aunque debo reconocer que no esperaba esta irrupción suya. De hecho, ya nos había fastidiado un poco con lo de mi hijo, pero…

—¿Su hijo no era el loco?

—¿Mi hijo un asesino? —Don Bernabé volvió a reír como un auténtico demente—. No, hombre. Mi Gerardo era un pequeño sádico, pero en la vida hubiera tenido agallas para matar a nadie. ¡Menudo cabestro! No era digno de mí, la verdad es que no lamenté tener que matarlo.

—¿Usted mató a su hijo? —se asombró Víctor; aquello le sobrepasaba.

—Claro —ratificó el aristócrata muy sereno—. Se acercó mucho a nosotros y tuve que deshacerme de él.

—¿Nosotros?

Don Bernabé miró de reojo con aire divertido al detective.

—Sí, nosotros. Pero ¿en qué mundo vives, hijo? Me permitirás que te tutee, ¿no? Pero ¡qué tontería! ¿Qué hago pidiéndote permiso? Estás en mis manos.

—¿Don Alberto sabe que usted…?

—No seas idiota, Víctor.

—Pero usted, ¿cómo…?

—No eres tan bueno como decía don Alberto, hijo mío. Tendré que aclararte las cosas; total, tengo que matarte… ¿Un cigarro? ¿No? Mejor así. A ver, ¿por dónde empiezo…? Sí, claro, por el principio. Bueno, hijo. Tienes delante de ti a un hombre ejemplar. Y digo ejemplar en todos los sentidos. Tengo sesenta y cuatro años y debo decir que llegué a los sesenta sin saber lo que era tener querida, sin haber pisado un prostíbulo y sin haber visto nunca a una corista. Con eso te lo digo todo. Así era yo, un esposo atento y un padre ejemplar. Pero la perdición entró en mi casa, querido Víctor. Y entró en forma de mujer. Un buen día llegó recomendada una joven, Agapita. Quedé prendado de ella. Despertó instintos en mí que siempre habían permanecido dormidos, ocultos, reprimidos. Era un ángel, no lo puedes imaginar. Desde el comienzo albergué hacia ella los más profundos sentimientos, me excitaba, sí, pero la quería. Tenía que ser mía. Sentí que, hasta aquel momento, mi vida había sido algo inútil y fatuo. Sin ella, más me valía morir. Lógicamente, la hice mía. No fue cosa difícil. Una noche me metí en su cuarto y no quiso dar un escándalo. Era una joven preciosa, de hermosos ojos marrones, generosos senos, y ardiente, muy ardiente. Fíjate tú que por aquel entonces, yo, que nunca había osado pensar en cometer delito alguno, comencé a albergar unos deseos incontenibles de eliminar a mi esposa para poder casarme con Agapita. Ridículo, ¿verdad? Pues bien, a punto de matar a mi santa esposa como estuve, descubrí algo que me hizo sentir como el mayor imbécil de todos los que pueblan esta tierra. Una noche que ella no me esperaba, henchido de deseo y ardiendo de fiebre, logré escabullirme de mi palco en la ópera argumentando que me sentía mal. Volví a casa con la secreta intención de estar con ella, sentirla mía y, ¿sabes?, al llegar a la puerta de su cuarto escuché voces… ¡Mi hijo, mi propio hijo estaba con ella! La oí gemir como una perra en celo, y luego hablaron. Yo, sentado en el pasillo del servicio, escuché aquellas palabras reprimiendo los sollozos. Se rió de mí; «viejo chocho», me llamó. Dijo que fingía conmigo, y que soportaba el asco que yo le daba pensando en él, en «su Gerardo». ¡Hijo de puta! Subí a la sala de armas y bajé con una escopeta de caza mayor dispuesto a hacer una carnicería, pero una luz se encendió en mi mente, un no sé qué. Resolví esperar y vengarme en frío. No iba a arruinar mi vida por una criada putón y el botarate de mi hijo. Lógicamente, la eché de casa. Luego resultó que estaba embarazada. ¿Y si era mía aquella criatura? Me sentí morir. La busqué por todas partes como un idiota y no logré dar con ella. Entonces consulté con don Alberto y él me ayudó. Me agradaba su compañía y éramos compañeros de cartas en el casino, sabía que era hombre de mundo, y por eso me puse en sus manos. Yo estaba como loco. Supe por él y sus agentes que estaba hecha una tirada, que hacía la calle… Vamos, lo más bajo. Sentí un dolor insoportable por aquella nueva traición e intenté olvidarla. Pero la cosa fue a peor, Víctor. Un rufián, un diputado…

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