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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

El misterio de la Casa Aranda (33 page)

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
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—¿Qué pasa ahora? —quiso saber el comisario dirigiéndose a él.

—No sé, en parte me alegro de lo ocurrido, era un rufián que mataba putas a sabiendas de que nadie investigaría sus muertes, pero hay algo que no encaja. Tanto tiempo tras él y, justo cuando le vamos a echar el guante, alguien lo quita de en medio. Además, ¿qué hay de la anciana de acento extranjero?

—Alguna alcahueta, Víctor —repuso don Alfredo más tranquilo.

—Sí, quizá sea así —admitió el joven.

—Pues eso, hala, hala, a trabajar, y usted, joven, no se meta en más líos, se lo ordeno. Veremos cómo salimos de ésta.

—No sé, me siento como un imbécil —manifestó Víctor sentado a una mesa del café Levante frente a una humeante taza de café.

—No tienes por qué tomártelo así, Víctor —dijo Don Alfredo—. Bien está lo que bien acaba.

—Ya lo sé, Alfredo, pero debes tener en cuenta que ahora soy el máximo sospechoso del asesinato de don Gerardo.

—Reconocerás que motivos de sospecha has dado, ¿no?

—Sí, a veces voy demasiado rápido. Me veía en la cima del mundo: «joven subinspector que detiene a un monstruo…», ya sabes; en fin, está claro que me he excedido. Le golpeé, fui a casa de sus padres y además no tengo coartada. Dios me coja confesado. He sido un imbécil.

—No podrán demostrar nada, eres inocente.

—Son gente influyente, Alfredo —murmuró Víctor rascándose la barbilla con aire pensativo—. Aunque…

—¿Sí?

—Don Horacio dijo que el tiro le había destrozado la cara, lo tuvieron que reconocer por los ropajes y unos papeles que llevaba.

—¡Ya sé a dónde quieres ir a parar! —exclamó el inspector Blázquez sonriente y alzando el índice—. El muerto no era Gerardo de La Calle, sino un desgraciado al que él mismo puso su ropa y ahora el rufián está oficialmente muerto y se ha deshecho de ti para seguir matando.

—Pues sí, eso iba a decir.

—Don Gerardo no daba para tanto, Víctor. Era un tipo primario, esclavo de sus sentidos, sólo eso. No te calientes la cabeza y mantente alejado de esta historia. Con el tiempo todo se enfriará. Olvídalo. Esto puede acabar con tu carrera, hijo. Deja que pase el tiempo y todo quedará olvidado, te lo digo por experiencia. Tienes a tu asesino, ¿no?

Víctor sorbió el último trago de su café con aire ausente y replicó:

—Pues eso es, que ahora no estoy tan seguro de eso. Dirás que soy un inconformista.

—No —dijo don Alfredo pagando la cuenta—, sólo es que te has quedado a dos velas. Estabas a punto de tocar la gloria, de resolver un gran caso, y plaf, ha volado; en fin, así es la vida. Prefiero que ese pervertido esté muerto que ganar una medalla. Vamos al despacho.

—Quizá tengas razón —musitó pensativo Víctor.

Los dos compañeros salieron del café y se encaminaron a la sede del ministerio. Subieron al despacho con aire un tanto deprimido y entraron en el mismo con la idea de retomar su trabajo. Tenían otros sumarios un tanto olvidados. Apenas Víctor había comenzado a ojear unos expedientes del archivo entró el mozo de los recados repartiendo el correo interno.

—Ha llegado un informe para usted desde Barcelona, don Víctor —dijo el joven lanzando sobre la mesa del subinspector un sobre de color ocre en el que se leía con letras rojas y gruesas la palabra «confidencial».

—¿Y eso? —preguntó don Alfredo.

—Seguro que otro fiasco mío. Un informe que pedí a Barcelona sobre el adivino que echaba las cartas a Aurora Alvear. Lo pillé en un renuncio y tuve una corazonada, pero al ritmo que llevo dudo que consiga resolver un solo caso en toda mi vida. Además, quizá tengáis razón y lo de la casa de los Aranda fuera sólo cosa de don Augusto —contestó el joven policía muy cabizbajo a la vez que abría el sobre.

—Ten fe, hijo. Confia en tu instinto —intentó animar don Alfredo a su compañero—. Además, habrá más casos.

El subinspector Ros abrió el sobre con desgana, sacó un expediente que comenzó a leer con un lápiz en la mano derecha y la cabeza apoyada en la otra mano con aire cansino. Era obvio que estaba deprimido. De vez en cuando subrayaba alguna palabra con cara aburrida. Poco después terminó la lectura y miró a don Alfredo con ojos desorientados.

—¿Y bien?

—Nada. Lo dicho, otro pinchazo. Empiezo a pensar que en este caso estoy en vía muerta. Menudo detective estoy hecho.

—A ver, Víctor, déjame que lea —dijo el inspector Blázquez.

Víctor le lanzó el expediente por encima de la mesa y el otro comenzó a leer en voz alta.

—Ron Koh, subdito holandés, alias Renato Minardi, alias Incógnitus, residente en la calle…

—¡Espera, espera! ¿Cómo has dicho? —interrumpió Víctor poniéndose en pie como impulsado por un muelle. Don Alfredo lo miró como si estuviera loco.

—¡Repite, repite eso! —insistió el joven policía moviendo las manos con insistencia.

Don Alfredo leyó de nuevo despacio a la vez que miraba a su compañero.

—Ron Koh, subdito holandés, alias Renato Minardi, alias Incógn…

—¡Incógnitus! ¡Incógnitus! ¿Te das cuenta Alfredo? ¡Ya lo tenemos! ¡Ya lo tenemos! ¡Es él, es él! ¡Lo sabía! —parecía exaltado, feliz con los ojos muy abiertos, como asombrado.

—¿A quién?, ¿el qué? —repuso Don Alfredo totalmente confundido.

—Sí, es cierto —dijo el otro como un poseso—. Es pronto, espera, debo telegrafiar a Santander para confirmarlo, pero, ¡claro!, ¡Incógnitus! ¡Incógnitus!

Don Alfredo vio con sorpresa que el subinspecto salía corriendo del despacho. Luego oyó cómo bajaba los peldaños de dos en dos. Aquel joven estaba loco, pensó para sí.

Antes de que la criada de las Alvear pudiera siquiera anunciar su presencia, Víctor Ros entró en el saloncito como una tromba.

—Señoras —dijo por toda presentación—. Perdonen que me presente de esta manera en esta su casa, pero debo tratar con ustedes un asunto de la máxima urgencia.

—Usted siempre es bien recibido aquí, don Víctor —contestó doña Ana Escurza dejando a un lado su breviario. La dama seguía vistiendo un luto riguroso—. Tome asiento, joven, y explique qué es eso tan urgente que viene a decirnos.

—Doña Ana, usted sabe que yo no haría nada que pudiera poner en peligro a su hija Clara. No le mentiré si le digo que se ha convertido para mí en alguien muy… especial —expuso el joven policía, que observó de reojo cómo su amada se sonrojaba—. El caso es que…, bien, no sé cómo decirlo. —Al fin se armó de valor y concluyó—: Creo haber identificado a los rufianes que hicieron que Aurora se comportara así.

—¿Cómo? —exclamaron ambas al unísono.

Pudo leer la esperanza en sus rostros.

—Sí, tengo fundadísimas sospechas sobre dos individuos, pero es posible que sean más. Han tejido una compleja y paciente red que nos va a costar desenmarañar pero creo que ha llegado el momento de actuar.

—¿Y por qué no los mandas detener? —preguntó Clara.

—Porque no tengo la absoluta certeza de que sean ellos, no quisiera equivocarme y provocar con ello que huyesen los auténticos culpables. Puede que haya más cómplices. Tengan ustedes en cuenta que la única posibilidad con que contamos para lograr que Aurora se recupere es capturar a esos bandidos. Si existe un antídoto para su mal, ellos lo conocen, seguro. Por todo esto, he ideado un plan, una trampa, que nos permitirá saber si mis sospechas son ciertas y, sobre todo, capturar a esos bandidos con vida.

—Me parece muy bien —dijo doña Aurora.

—Ya…, bueno…, de eso se trata… —vaciló el policía—. Bueno, ustedes verán… Para ese plan, necesito de la colaboración de Clara, doña Ana, su hija es la única persona que podría ayudarme. Sé que puede sonar algo extraño…

—Cuenta conmigo —aceptó la joven muy resuelta.

—Espera, Clara, quizá quieras conocer antes los detalles.

—Cuenta conmigo, todo sea por recuperar a mi hermana.

Había determinación en su rostro. Estaba guapa.

Víctor comprobó que doña Ana asentía, como dando su bendición a la decisión de su hija.

—Quería consultarlo con ustedes antes de enviar unos telegramas. No vas a correr ningún riesgo, Clara. Verán, el plan es sencillo…

Capítulo 23

Después de salir de casa de las Alvear, Víctor acudió a la oficina de Correos más cercana y envió tres telegramas: uno a Palencia, otro a Aranjuez y el último a Ciudad Real. Habían convenido tender la celada dos noches después, en la casa de la calle San Nicolás. Aquella noche, don Alfredo y Mariana le habían invitado al Teatro de la Zarzuela para ver Jugar con fuego. No se enteró de nada durante la representación. Ni siquiera recordaba qué camino había seguido para regresar a la pensión. Estaba absolutamente centrado en la resolución del caso. Su mente funcionaba como un engranaje engrasado y perfecto. Cuando tenía un asunto importante entre manos se convertía en pura razón, un ente abstracto que no hacía más que pensar y pensar. Apenas pegó ojo y soñó con su plan.

Dedicó la mañana siguiente a realizar los preparativo de la emboscada, tras convencer a don Horacio para que le autorizara el operativo correspondiente. El comisario no parecía muy convencido después del fiasco del asunto del finado don Gerardo. Por fortuna, gracias a la vehemencia con que el subinspector defendió sus argumentos Buendía decidió conceder un voto de confianza a su subordinado y autorizó todas sus actuaciones para el día prefijado.

Después de comer en casa de doña Patro, Víctor acudió a su despacho, donde ultimó algunos detalles de la operación y confirmó que todos los asistentes necesarios para aquel último acto podrían estar presentes. Decidió irse a descansar. Cuando salía de las instalaciones del ministerio en Sol, se encontró con doña Rosa, la dueña del prostíbulo en que ejercía Lola «la Valenciana».

—¡Hombre, Rosa, cuánto bueno!

—Don Víctor, me alegro mucho de verle. ¿Le pillo en buen momento?

—Claro, Rosa, claro —contestó el policía deteniéndose en mitad de la escalera—. Dime, dime.

—¿Está Lola con usted?

El policía sintió que lo invadía un negro presentimiento. Tuvo miedo.

—¿Cómo? —preguntó asombrado.

—Sí, anoche salió a verle a usted y no ha vuelto todavía. Estamos preocupadas.

—Espera, espera, Rosa, repite eso. ¿Has dicho que salió conmigo?

—Sí, claro, vino un cochero con una nota suya. Ella la leyó y me dijo: «Rosa, me voy; Víctor me necesita.»

Víctor se quedó mudo, mirando sin ver.

—Yo no le envié ninguna nota…

—¿Entonces?

—¡Tenemos que encontrarla! Vamos arriba.

El policía volvió sobre sus pasos y empezó a subir la escalera de nuevo. Rosa leyó el pánico en los ojos del subinspector, que había perdido su aparente seguridad al saber que la chica podía estar en peligro.

Víctor intuyó desde el principio que aquel era un mal asunto. Después de comprobar que sus compañeros no pensaban realizar ningún esfuerzo extra para buscar a una simple prostituta, salió a la calle a buscarla. Estuvo toda la noche pateándose las calles de Madrid. No dejó tugurio, burdel o taberna sin revisar. Preguntó a todas las furcias de los bajos de Atocha, de Embajadores y de los barrios más deprimidos, habló con todos los chulos que pudo; nadie sabía nada. Entonces recordó que Rosa le había dicho que fue a buscar a Lola un cochero de alquiler, de manera que a eso de las cinco de la mañana se presentó en casa de Adolfo, el cochero poeta, y lo levantó para iniciar las pesquisas.

Apenas pararon en toda la mañana, pues Víctor parecía obsesionado por averiguar dónde estaba la joven prostituta. Adolfo sospechó que el asunto debía de ser grave, porque el grado de afectación del policía era considerable, tanto que ni siquiera quiso parar un momento a tomar un café. Estaba fuera de sí, había perdido el control de la situación.

A las cuatro de la tarde dieron con el hombre que buscaban. Un cochero gordo y canoso, entrado en años, al que todos llamaban el Gallo. Cuando le preguntaron si había recogido a una prostituta del burdel de Rosa en Embajadores, hacía dos noches, el otro contestó que sí. Al ver el interés de sus interlocutores, el cochero hizo un gesto con el índice y el pulgar como diciendo que quería dinero. Víctor le mostró la placa apartándose un poco la levita para que también se viera el revólver y al otro se le demudó el rostro.

—Hable —ordenó el policía.

—Subí al burdel, como me dijo la señora, y…

—¿La señora?

—Sí, una anciana con un manto amplio; no se le veía bien la cara pero tenía una verruga en…

—¡Dios mío! —gimió el subinspector cubriéndose con las manos el rostro.

Por un momento, Víctor pareció hundido. Alfredo creyó ver que tenía los ojos húmedos. Era un hombre desesperado. Al poco, el policía logró recomponerse y preguntó:

—¿Adónde las llevó?

—La joven bajó conmigo y entró en el coche.

—¿Adónde las llevó? —repitió.

—Al mismo lugar en que recogí a la anciana, en la calle Mayor.

—¿Y bajaron juntas?

—Sí, aunque la puta debía de ir borracha, parecía que se apoyaba en la vieja.

—Sin duda la drogaron —concluyó Adolfo.Víctor tuvo que sentarse en un banco. Se sentía mareado. La cabeza le daba vueltas.

—Lleva usted una noche sin dormir, debe descansar —le pareció escuchar que decía Adolfo antes de perder el sentido.

—Es una simple crisis nerviosa.

La frase la había pronunciado una voz desconocida. Víctor abrió los ojos y se vio rodeado por Adolfo, doña Patro y un individuo que se lavaba las manos en una jofaina y que le pareció un médico.

—¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo llevo aquí? —quiso saber el detective muy alarmado.

—Unas tres horas; serán las siete y media de la tarde —contestó Adolfo.

—Tengo que irme, ¡la trampa! Es hoy, ¡esta noche!

—Debe usted descansar —dictaminó el galeno.

—Ya descansaré mañana —replicó Víctor, que ya se había puesto los pantalones—. Adolfo, tienes que llevarme a la calle Santa Isabel, y luego necesitaré tus servicios toda la noche; va a ser una larga velada.

Doña Patro y el médico miraron estupefactos al policía que, muy resuelto, salió del cuarto a la carrera. Adolfo los miró, se encogió de hombros y, tras dudar un instante, siguió a Víctor a la calle.

Los miembros del exiguo servicio de la casa de la calle San Nicolás se sintieron muy satisfechos cuando doña Ana Escurza les comunicó que la señorita Aurora regresaba a casa aquella misma noche. Al parecer, los solícitos cuidados de sus tías, así como los aires puros y las frescas aguas de Palencia, habían logrado que la joven se recuperase un tanto de la fiebre cerebral que padecía. También se alegraron al saber que don Donato Aranda, el señor de la casa, retornaba asimismo a Madrid para intentar arreglar las cosas con su esposa. Resultó tan repentino que apenas tuvieron tiempo de poner todo en orden en aquella desgraciada y horripilante mansión. A las nueve, la hora en que el crepúsculo comenzaba a imponerse al día, llegó la señorita en un coche. Lucía un elegante vestido de viaje y se cubría con un velo a efectos de evitar a la joven la molestia de los mosquitos e insectos del camino. No se le veía del todo bien el rostro, pero parecía sonriente y saludó a unos y otros entre risas y muestras de alegría. Entre el cochero, el caballerizo de la casa y Gregorio bajaron los dos pesados arcones en que la joven traía todo su equipaje. Doña Ana Escurza tomó a la joven por el brazo y dijo:

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