—Ya —dijo Víctor—. Ha sido usted muy amable y nos ha facilitado un testimonio valiosísimo, no le quepa duda. Descanse usted a gusto, señora.
Después de hablar con la madre se entrevistaron con el mayordomo. Parecía tenso, y no sacaron nada en claro. Su relato coincidía con el de la criada, Nuria. Cuando se despedían, y antes de subir al coche, Víctor se volvió e interpeló al mayordomo:
—Una última cosa, Gregorio.
—¿Sí? —dijo el otro a punto de cerrar la puerta de la casa.
—La noche de la agresión, ¿tuvo usted pesadillas?
El hombre quedó como pensativo y contestó:
—Pues la verdad es que ahora que lo dice…, no se me había ocurrido pensarlo, pero sí que tuve sueños algo agitados.
—¿Qué soñó?
—No sé, no me acuerdo. Algo me quedó así en la cabeza, vagamente. Soñé con una especie de voz profunda, grave, y recuerdo que sonaba como metálica.
—¿Recuerda qué decía?
—No, no lo recuerdo.
—Gracias, Gregorio, muchas gracias —dijo Víctor y se dirigió con presteza al coche.
En los días sucesivos don Alfredo comenzó a preocuparse por su joven compañero. Las visitas vespertinas que éste realizaba al palacete de don Alberto Aldanza parecían haber causado profunda impresión en el joven detective que, a entender de su más veterano compañero, comenzaba a comportarse de manera un tanto extraña. En espera de poder entrevistarse con el agredido, don Donato Aranda, o con su agresora, Aurora, don Alfredo y Víctor no pudieron hacer sino encontrarse con la servidumbre, hacer las preguntas de rigor y poner bajo vigilancia al mayordomo y a don Augusto por haber ocultado, al menos, parte de la verdad. En cuanto al extraño comportamiento de Víctor, don Alfredo quedó impresionado sobremanera cuando a la mañana siguiente de entrevistarse con Gregorio, el mayordomo de la casa, su compañero tomó una barra de hierro y, tras dirigirse a la casa de la calle San Nicolás, estuvo toda la mañana golpeando con ella las paredes de las habitaciones de la planta baja. El joven subinspector atizaba un golpe y a continuación apoyaba la oreja en la pared. Hizo otro tanto recorriendo las habitaciones de la servidumbre en el segundo piso. Don Alfredo supuso que buscaba algún pasadizo a los que, por otra parte, había aludido doña Remedios en su declaración; y, de hecho, al final de la mañana, don Alfredo creyó ver una sonrisa de triunfo en el rostro de su compañero. Pero no quedó ahí la cosa, sino que aquel mismo día, y tras recibir una nota de su amigo el químico Corcóles, Víctor se dirigió a casa de don Augusto y doña Ana. Una vez allí, se hizo conducir por una criada al salón fumador, donde, sin mediar palabra, vació el contenido de un gran cenicero que descansaba junto al sillón favorito del señor. Al parecer se lo llevó a su amigo, el químico. Estos extraños comportamientos suscitaron las quejas de la familia y, en consecuencia, el mismo don Horacio les llamó la atención con el consiguiente disgusto de don Alfredo ante la pasividad y actitud desenfadada de su joven compañero, quien entre risas contestó frivolamente a su superior que «estaban en el buen camino». No agradó aquello al apocado inspector Blázquez.
Víctor, por su parte, se hallaba fascinado por aquel extraño caso y por la no menos atrayente personalidad de don Alberto, que día a día se iba convirtiendo en una especie de mentor o consejero. Aprendió a distinguir la edad de un cadáver por el estudio de los huesos de la muñeca, a identificar diferentes tipos de marcas causadas por las armas más inusitadas, a apreciar si una herida había sido infligida por un zurdo o un diestro y a diferenciar el aspecto del hígado de una vaca envenenada con curare, arsénico u otros venenos. Pudo hacerse con unos conocimientos algo rudimentarios pero eficaces de botánica y de geología, sobre todo en tipos de arcillas y areniscas de los suelos de Madrid, y gracias a las enseñanzas del conde del Rázes se inició en el mundo de la química lo bastante como para poder utilizar dicha ciencia al servicio de la ley. Le llamó la atención a Víctor que don Alberto no mostrara interés alguno en el caso de la mansión maldita. Hombre moderno y racional, el conde no creía en fenómenos ni cosas paranormales, por lo que cuando Víctor le contaba detalles del sumario le replicaba que aquello debía deberse a «trucos de feriantes». En cambio, don Alberto sí manifestaba un interés desmesurado en el otro caso que el joven subinspector investigaba por su cuenta, el de las tres prostitutas muertas, asunto sobre el que no perdía ocasión de preguntar al joven detective. La verdad era que poco había avanzado. Sólo sabía que una misteriosa mujer mayor con una llamativa verruga en la barbilla y acento extranjero se había encargado de llevar a aquellas desgraciadas hacia una muerte segura. Las tres habían perecido a causa de una supuesta estocada en el costado y en el momento de morir las tres llevaban encima treinta reales. Pero como a nadie le importaba aquello y el caso de la casa de los Aranda era llamativo, Víctor, inconscientemente, se había volcado en el estudio del problema en que se hallaba metida la hermana de su amada.
Dos días después de haber llevado a Corcóles el contenido del cenicero de don Augusto, Víctor recibió una nota de su amigo químico. Tras leerla, la guardó en un cajón y dijo:
—¡Vamos!
Don Alfredo, que comenzaba a sentirse algo mayor para aquellas aventuras, siguió a su compañero sin saber hacia dónde iban. Tomaron un coche de alquiler y pronto llegaron a la lúgubre casa del Indiano. Víctor llamó enérgicamente a la puerta y, tras preguntar si doña Ana se encontraba en la casa, solicitó que los llevaran a su presencia. Parecía muy seguro de sí mismo, decidido a hacer lo que tuviera en la mente, una mente que, dicho sea de paso, nunca descansaba. Los condujeron a un saloncito del primer piso, donde doña Ana Escurza y su hija Clara aguardaban junto a la habitación de Aurora. Las dos damas estaban bordando en el momento de la llegada de los policías. Doña Ana pareció sorprendida por aquella visita.
—¡Los agentes de la ley!
—Señoras… —saludó educado el inspector Ros.
Tras hacerles tomar asiento, la madre de Clara dijo:
—Íbamos a merendar en este momento; ¿ustedes gustan?
Los caballeros asintieron y doña Ana encargó a Nuria chocolate para los cuatro.
—Y bien, ¿qué les trae por aquí?
Víctor, visiblemente nervioso por la presencia de su amada, dijo:
—Mire, doña Ana, necesito hablar con usted a solas. Se trata de un tema delicado que…
—Hable, joven, hable, Clara sabe lo mismo que yo de todo este asunto.
Víctor pareció algo molesto, así que dijo bruscamente:
—Insisto en que hable a solas con nosotros. Es sobre el libro desaparecido.
La dama dio un respingo.
—¡Vaya! —exclamó—. Parece que sabe usted más que todos nosotros.
—Señora, se lo ruego, hablemos a solas —repitió él con un tono de voz más suave.
—Diga lo que tenga que decir, joven —urgió ella muy segura de sí misma.
—Bien, como quiera —aceptó Víctor con aire apesadumbrado.
En ese momento entró la sirvienta así que todos quedaron en silencio. Al salir la fámula, Víctor tomó la palabra al fin para preguntar:
—¿Sabe su marido lo del libro? No querría tener que decírselo yo mismo.
La dama miró con los ojos muy abiertos al detective y dijo:
—Augusto no sabe na…
—Lo guarda usted en su tocador, ¿no es así?
—¡Es usted un demonio! —gritó la mujer antes de privarse.
Clara y don Alfredo corrieron a auxiliar a la dama, mientras Víctor apostillaba impertérrito:
—Vaya, nos obsequia usted con una actuación como la del otro día en la biblioteca.
La señora abrió los ojos al instante, alzó la cabeza totalmente repuesta y dijo:
—Es usted un joven ruin y sin corazón.
—Pero, mamá —intervino la joven Clara—, ¿no estabas…?
—¡Qué iba a estar! Era para ablandar a este joven frío y calculador, que parece saberlo todo.
—Usted quitó el libro de su sitio y colocó en su lugar unas cenizas de tabaco, ¿verdad? —dijo Víctor mirando divertido a don Alfredo, que, boquiabierto, no salía de su asombro.
La mujer asintió.
—Y bien —prosiguió el joven—. Antes de tomar otro tipo de medidas he querido hablarlo con usted a solas, pero no me ha dejado otra opción.
Doña Ana parecía angustiada. Al ver que su propia hija la miraba con una sombra de temor y duda en el rostro, dijo:
—No, esperen. Lo hice por Aurora. Sabía que todo el mundo achacaría el ataque a la influencia del libro, así que tras ordenar a Gregorio que lo pusiera en su sitio se me ocurrió una idea. Pensé que si ese libro demoníaco se volatilizaba, todo el mundo pensaría que había sido algo sobrenatural lo que había empujado a Aurora a cometer la agresión. No quería que mi hijita quedara como una loca o, peor aún, como una asesina.
La dama se echó a llorar siendo consolada por su hija.
—Señora —dijo muy sincero Víctor poniéndose de pie para marcharse—, no era ni mucho menos mi intención llegar tan lejos con esta comedia. Le pido mis más humildes disculpas y mañana mismo solicitaré a don Horacio que me retire del caso.
—No, joven, no —imploró la dama—. Usted ha obrado cuerdamente, quiso hablarlo conmigo en privado y yo me negué, no le dejé alternativa. Soy yo la que le debe una disculpa. Debe usted seguir investigando la causa de esta tragedia. Devuélvame a mi hija, por favor, no quiero verla en la cárcel o en el manicomio.
La dama parecía tener sentido común.
—No tema, señora, le doy mi palabra. Este asunto quedará aclarado. Pero necesitamos la colaboración de todos ustedes.
—No se preocupe. ¿Qué necesita?
—Buf. Hablar de una vez con el herido, ver a su hija Aurora, hablar con doña Clara, aquí presente.
—Se hará como usted dice, joven, pero no le cuente a mi marido que yo escondí el libro.
—No se preocupe, señora. Diremos que había caído detrás de las estanterías. ¿Dónde lo tiene?
—Donde usted ha dicho, en mi tocador, en mi casa.
—Bien, ha corrido usted un gran riesgo llevándose ese volumen. Sean de otro mundo o de éste, ese libro es la causa de las agresiones. ¿Leyó usted el párrafo maldito?
—Sí.
—¿De noche?
—Sí.
—¿Y no sintió impulsos de…?
—En absoluto.
—Interesante, muy interesante —reflexionó el joven detective—. Guarde usted el libro como oro en paño. Mañana por la mañana, tráigalo aquí, ardo en deseos de consultarlo. Y no se preocupe señora, su secreto muere en este momento con nuestro absoluto compromiso de no revelarlo a nadie.
Don Alfredo asintió. Tras despedirse educadamente de las damas, salieron del cuarto, no sin que Víctor quisiera adivinar en su amada lo que le pareció una mirada de admiración. Ya en el coche camino de Sol, don Alfredo interrogó con curiosidad a su joven compañero:
—¿Cómo lo supiste?
—Fue sencillo, Alfredo. En el mismo momento en que Gregorio advirtió que el libro no estaba en su sitio, supe que todo había sido un ardid. Mira, Blázquez, si el libro maldito hubiera ardido, digamos que por combustión espontánea, habría chamuscado, sin duda, el lomo de los volúmenes que había a su lado, y la observación con la lupa me permitió comprobar que no había ni una sola marca en ellos. Así que, de combustión, nada. Era evidente que alguien había sustraído el libro y dejado aquella ceniza en su lugar, ¿me sigues?
—Sí, totalmente. A mí no se me hubiera ocurrido. Es un argumento sencillo, pero demoledor.
—No olvides nunca, mi querido amigo, que en lo sencillo está la verdad. Además, comprobé in situ que aquellas cenizas apestaban a tabaco, momento en que pedí algún papel o sobre para recoger una muestra que llevar a Corcóles. ¿Y qué ocurrió entonces?
—El desmayo de la dama.
—Exacto. Que no logró su propósito, distraerme e impedir que realizase mi tarea. Esa señora es lista, muy lista. Observé por el olor de la estantería y por la ausencia de huellas digitales que debía de haber sido limpiada aquella misma mañana y vi las huellas de unos pies de mujer junto a ella, en la alfombra, así que pensé en la sirvienta, Nuria.
—Brillante.
—Llevé las cenizas a Corcóles y, entre tanto, Nuria nos hizo saber que la distinguida señora le había ordenado limpiar la estantería aquella mañana antes de nuestra llegada. Era obvio que alguien pretendía que la sirvienta pudiera atestiguar que el libro estaba en su sitio antes de su «sublimación». Entonces todas mis sospechas se dirigieron a doña Ana. Cuando supe por Corcóles que la muestra de ceniza era, en efecto, de tabaco, pensé: «¿Qué cenizas, curiosamente de tabaco, puede usar una dama para un fin como éste?»
—Las del tabaco de su marido.
—Exacto. Así que acudí a la casa de don Augusto y tomé otra muestra que, según confirmó mi fiel Corcóles, resultó ser idéntica a la que dejaron en la estantería. Me faltaba saber si el caballero estaba implicado, pero usted vio, como yo, que cuando sondeé a la dama al respecto se hizo evidente que él no sabía nada.
—¿Y cómo supiste que lo había escondido en su tocador?
—¿Dónde si no iba a esconder una dama un objeto que nadie sabe que tiene? Fue un farol y tuve suerte, sólo eso.
—Ahora que me lo has contado, debo confesar que todo parece muy sencillo, pero la verdad es que me habías dejado asombrado, lo confieso.
—Ay, Alfredo, así es la ciencia aplicada a la labor policial, sencilla quizá cuando se conoce, pero efectiva, demoledoramente efectiva —sentenció Víctor mirando por la ventanilla del coche de caballos.
Sintió pena por doña Ana. Don Augusto se consumía de remordimientos, era evidente, y quizá se lo merecía por haberse empeñado en condenar a su hija a un matrimonio de conveniencia comprando aquella horrible y traicionera casa, pero doña Ana no tenía culpa de lo ocurrido. La pobre mujer había intentado cargar las culpas sobre el libro para eximir a Aurora. Era obvio que se había visto superada por los acontecimientos. Una dama de noble cuna que asistió a la lenta desaparición del patrimonio de su familia en manos del inútil de su marido. Por si aquello fuera poco, había tenido que acceder a que su primogénita se casara con un burgués, una transacción comercial en la que la mercancía era su propia hija y, además, aquello había causado la locura de Aurora. Era normal que doña Ana Escurza pensara que su mundo se hundía. No parecía mala persona y quizá no se lo merecía.