El misterio de la Casa Aranda (18 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
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—Entonces esto habrá sido un duro golpe para él.

—Está hundido. Parece un muerto en vida.

—Me hago cargo. ¿Y qué se sabe del tal Fernando Hernández?

—¿De quién? —dijo una voz que sonó tras el subinspector.

En el umbral de la puerta del saloncito se hallaba doña Ana Escurza. Tenía cara de pocos amigos y llevaba una caja en la mano.

—Esto es para usted —dijo secamente tendiendo el paquete al policía.

Don Alfredo, que había estado paseando en el patio para dejar a su compañero a solas con su amada, entró de repente en el cuarto.

—Ahora, si nos disculpan tenemos cosas que hacer —dijo la señora con aire indignado.

Salió de la estancia y Clara la siguió.

Ante tal interrupción de la entrevista, los dos policías no tuvieron más remedio que abandonar la casa. Víctor y Alfredo Blázquez decidieron hacer una pausa y comer antes de inspeccionar el libro con la atención que merecía. Durante el camino, en el coche de caballos, el enamorado permaneció en silencio, meditabundo. ¡Había hablado con Clara a solas! Todo había sucedido de una manera muy natural. Aquella joven era sencilla y de agradable conversación y, no sólo eso, le había revelado algunos secretos familiares que no se contaban a cualquiera, parecía sentirse cómoda con el detective y, de hecho, había llegado a decirle que lo admiraba. A él. Clara Alvear.

Aquello era un sueño, un mal sueño quizá porque el hecho de que la chica mirase con buenos ojos al policía hacía que las cosas fueran más difíciles para él. Aun suponiendo que algún día conquistara a la joven, ¿cómo podría conseguir siquiera acercarse a ella? Pensó en el profesor de piano de Aurora, el tal Fernando Hernández, y sintió pena. Por cierto, tenía que localizarlo; un amante despechado era el sospechoso número uno en un caso tan enrevesado como aquel. Aurora había intentado suicidarse. ¡Qué barbaridad! Don Augusto no había dudado en amargar la vida a su hija haciéndole renunciar a su verdadero amor con tal de conseguir un buen negocio con aquel casamiento. ¿Haría lo mismo con Clara? Quizá no; parecía un hombre torturado, víctima de su avaricia y de sus propios errores. La deshonra rondaba su casa, y eso era un asunto serio.

Decidió pensar en otra cosa, pues su mente se hallaba algo saturada. Fueron a la taberna del Desiderio, junto a Cedaceros, e hicieron un almuerzo frugal, de manera que a eso de las tres y media llegaban a su despacho. Ambos se sentaron a la mesa de Víctor y miraron la caja no sin cierta aprensión.

Aquel libro era el culpable de todo.

Víctor examinó con la lupa las repujadas tapas de cuero de aquel magnífico ejemplar que, según supieron al leer la primera página, había sido impreso por Hermanos Barraquer, una imprenta de la ciudad de Barcelona, en el año de 1789.

—El año de la Revolución Francesa —observó el subinspector.

Rápidamente, con prisa, buscaron la página señalada, fatídica, en la que destacaba el párrafo que en su día subrayara la filipina antes de matar a don Diego Vicente Reinosa.

Víctor leyó en voz alta:

«Descendimos del puente por la testa

donde se une a la octava orilla,

y entonces la fosa fue manifiesta;

y vi adentro una terrible masa

de serpientes, y de raleas tan diversas

cuya memoria la sangre aún me hiela.

Que no se ufane Libia más de su arena

que si quelidras, yáculos y faras

produce, y cencros y anfisbenas,

que pestilencias tantas ni tan malas

mostró nunca jamás junto a Etiopía,

ni del mar Rojo a la región que hay más arriba.

Por este enjambre amargo y espantoso

corrían gentes desnudas y aterradas

sin esperanza de refugio ni heliotropo.

Sierpes atábanles las manos en la espalda

y clavábanle la cola en los ríñones

y en la testa, y se apiñaban por delante.

Y sobre uno que cerca de nuestra roca estaba

se lanzó una serpiente y lo clavó

allí donde el cuello se anuda con la espalda.»

—¿Y bien? —murmuró el inspector Blázquez con aire algo perdido.

—Que me aspen si lo entiendo. Ésta es la parte dedicada a los ladrones, y describe grandes castigos, pero no sé a dónde lleva esto.

Entonces llamaron a la puerta y un ordenanza —que a Víctor le recordó los tiempos de su juventud— les entregó una nota.

Don Horacio había leído el breve informe que le habían enviado sobre la calavera con las muelas de oro y le emplazaba a verse allí mismo a las nueve de la noche. Según decía, estaba ocupado hasta entonces. Así que, en vista de que no sacaban nada en claro del extraño y maldito libro, don Alfredo resolvió irse a casa a ver a su nieta, mientras que Víctor permaneció en el despacho leyendo aquella obra con la ilusión de hallar la clave de aquella tragedia en alguna de sus páginas. Blázquez tenía dos pasiones: los toros y su nieta. Era un hombre feliz, y Víctor le envidiaba por ello. Pese a su aspecto apocado, era un buen policía, no se metía en líos y tenía buenas amistades. Era de buena familia (su padre fue rentista e importador de guano de Alicante), por lo que don Alfredo había tenido una buena educación. Dentro de lo que cabía, se había situado bien en la vida, pues al tener doce hermanos, la herencia del padre se quedó en nada.

Víctor pasó la tarde embebido en la lectura del volumen, más por afán de investigación que por el disfrute de aquella perla literaria. Debían de ser las nueve y cuarto cuando don Horacio hizo su aparición en el despacho donde Víctor, algo decepcionado por la falta de progresos, permanecía absorto en el texto a la luz de un quinqué.

—Vaya, joven, leyendo… Así me gusta.

—Es el libro del caso de los Aranda.

Don Horacio, sorprendentemente, no prestó mucha atención al oscuro ejemplar de la obra de Dante y dijo:

—Hemos de darnos prisa. Quiero que hablemos esta misma noche con don Cosme de Pelayo, el padre de la chica esa.

—María de los Angeles.

—La misma; ¿está seguro de que ese cuerpo corresponde con las características de la joven?

—He leído la denuncia y el informe y me temo que sí, que es ella, aunque antes querría hablar con el padre, si es posible. Hay algunas cosillas que me gustaría comprobar antes de confirmar la certeza. Si me deja usted hacer, claro.

—Que Dios nos perdone por el disgusto que vamos a dar a ese hombre. Haga lo que tenga que hacer, pero no se me extralimite. Asiste esta noche a una reunión social, pero creo que nos atenderá, ya que se trata de un asunto tan importante. Vamos, y que sea lo que Dios quiera.

Capítulo 12

De camino al palacete del marqués de Salamanca y en medio del traqueteo que el adoquinado producía en el coche de caballos de don Horacio, Víctor no pudo evitar romper el silencio para decir:

—Perdone, señor comisario, pero si se me permite, me gustaría hacerle una pregunta que…

—Diga, joven, diga.

—Pues bueno, el caso es que usted mismo me ordenó que no continuara con las pesquisas sobre las prostitutas muertas, y ahora, en cambio, se muestra interesado en el caso.

El bueno de don Horacio Buendía rió a carcajadas. Parecía divertido.

—Claro, hombre. Según parece, ese tipo asesinó a María de los Angeles de Pelayo, una joven de buena familia.

—¿Sabía usted que, según mis cálculos, este vil asesino ha matado a más de veinte prostitutas en menos de dos años y medio?

—Sí, claro, he leído su informe con toda atención. ¿Y…?

—Pues que no se interesa usted por la muerte de veinte chicas y, en cambio, la de una sola provoca que nos tomemos en serio el caso.

—¿Otra vez con esas tonterías? Creo que ya se lo expliqué claramente en mi despacho: esas pobres descarriadas no le importan a nadie; ahora bien, no podría permitirme que se supiera que no se ha investigado la muerte de la hija de don Cosme de Pelayo por mi culpa. Eso podría costarme el puesto.

—Ya.

—Sí, joven —añadió Buendía con tono condescendiente—. Sé lo que piensa, pero la vida es así y siempre será así; ¿o acaso no sabe usted, a su edad, que el ejército, la Iglesia, la policía y hasta el mismo Gobierno están al servicio de los poderosos?

—Sí, lo sé.

—Pues entonces, hombre, déjese de tonterías y trinque a este asesino. No piense tanto, actúe, amigo, actúe.

—¿Y el caso de la calle San Nicolás?

—También, claro. Además, ahí trabaja usted con Blázquez. Está usted perfectamente cualificado para llevar adelante los dos trabajos. Y no se hable más.

En aquel momento, el coche llegaba a la pequeña rotonda que daba la bienvenida al palacio del marqués de Salamanca, un moderno y llamativo palacete situado en Recoletos, al que acudían por decenas los carruajes de los ilustres invitados a la recepción de aquella noche. Los dos policías bajaron ante la puerta. El palacio estaba construido en dos alturas y mostraba bien a las claras que era la casa de un hombre pudiente. Don Horacio y Víctor accedieron a la balaustrada que, formada por tres amplias puertas de grandes cristaleras, daba paso al lujoso recibidor. Al ver que no vestían de etiqueta —Víctor llevaba un traje beige de mezclilla y don Horacio una levita gris oscura—, uno de los sirvientes se les acercó y les pidió que se identificaran.

Don Horacio hizo saber al criado quién era y le pidió que avisara al mismísimo marqués. Así lo hizo. Mientras esperaban algo cohibidos por el ir y venir de señoras y caballeros por aquella amplia estancia, Víctor reparó en los lujosos vestidos de las damas, que lucían sus más vistosas alhajas. También destacaba la elegancia de los caballeros, todos ellos vestidos, cómo no, de frac. El joven policía pensó que uno solo de aquellos trajes valía más que su sueldo de dos meses. Ironías del destino.

—Hombre, don Horacio —dijo el marqués tendiendo la mano al comisario al que todo Madrid conocía.

El anfitrión de aquella recepción era un hombre maduro, calvo y con el pelo, que aún conservaba en las sienes, plateado. Bajo su prominente nariz, a modo de pegote, se delineaban unos finos labios que más parecían una simple línea horizontal situada sobre su saliente barbilla que una auténtica cavidad bucal. Don Horacio le presentó a Víctor y dijo:

—Señor marqués, disculpe usted nuestra llegada de esta manera pero debemos ver urgentemente a uno de sus invitados: don Cosme de Pelayo.

—¡Cómo! ¿Ha ocurrido algo?

—Me temo que así es; se trata de su hija, que desapareció hace más de un año. Creo que tenemos noticias para él.

El marqués hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y con expresión apenada contestó:

—Esperen un momento, ahora mismo vendrá.

Tras la marcha del anfitrión, un criado los llevó a los jardines de la parte trasera del palacio, donde una fuente rodeada de un amplio seto proporcionaba algo de frescor en aquella calurosa noche de agosto. Algunas parejas pelaban la pava aquí y allá y en un par de grupos algunos invitados charlaban en animada conversación, atendidos con esmero por los solícitos sirvientes del marqués.

—Bien podían habernos llevado a algún despacho, éste no es un asunto menor, ni mucho menos —comentó con fastidio el comisario.

Víctor observó que todos los miraban con mala cara, como indicándoles de manera silenciosa pero firme que estaban fuera de lugar. Al fondo, sentados en un banco, vio a don Augusto y a doña Ana Escurza hablando con un grupo de aristócratas. Se dio la vuelta para que no le vieran la cara. No tenía ganas de hablar con aquella gente.

Al poco acudió don Cosme. Era un individuo grande, enorme, de amplia cabeza, calvo y con una sola ceja negra y poblada que, surcando su frente, le daba un aire fiero y amenazador. Tendió una de sus enormes manazas y estrechó con firmeza las de los dos policías. Al parecer, y según decía don Horacio, aquel hombre había ganado una verdadera fortuna comerciando con las Américas. Poseía una flotilla comercial anclada en Pajares.

—¿Ha sucedido algo malo?

—Me temo que sí, don Cosme —contestó don Horacio en tono servicial—. Tenemos noticias sobre su hija, María de los Angeles.

El rico comerciante miró a uno y otro lado, como el que teme ser escuchado, abrazó por el hombro a don Horacio y se encaminó con él hacia una zona donde la vegetación del jardín se hacía más tupida. Allí, lejos de oídos indiscretos, se sentó en un banco que quedaba al abrigo de un inmenso baladre e indicó a los policías que tomaran asiento. Víctor permaneció de pie. Quería poder observar las facciones del hombre en cuestión.

—Ustedes dirán.

Don Horacio habló quedamente:

—Mire, don Cosme. Han aparecido los restos de una mujer. Hemos repasado los archivos, y pensamos que puede tratarse de su hija.

—¿Mi hija? ¡Qué tontería! ¡Mi hija no está muerta! ¿De dónde se sacan ustedes que ese cuerpo puede ser de mi María de los Angeles?

Víctor tomó la palabra. Intentó hablar respetuosamente.

—Su hija desapareció el mes de julio del pasado año. Sabemos que los restos pertenecen a una joven que murió asesinada en esas mismas fechas.

—¿Y cómo diablos saben ustedes cuándo murió? ¿No dicen qué sólo son unos restos?

—Métodos científicos —sentenció Víctor muy seguro de sí mismo.

—Bah, paparruchas. ¿Y por qué afirman ustedes que ésa es mi hija?

De pronto, y para sorpresa de don Horacio, el joven subinspector dijo:

—El cuerpo es de una joven adinerada. Llevaba dos muelas de plata.

—¡Ah! —exclamó don Cosme, muy pagado de sí mismo—. Ahí han errado ustedes de pleno. ¡Tanta ciencia, tanta ciencia…! Deberían informarse un poco antes de dar sobresaltos a la gente decente. ¡Qué desfachatez! ¡Sepan que el ministro sabrá de su incompetencia! ¡Pueden darse por despedidos! Mi hija, queridos señores sabelotodo, de pequeña, comía muchos dulces y a causa de ello se le pudrieron los dientes, en efecto, pero María de los Angeles llevaba cuatro muelas de oro y no dos de plata. Siempre lo mejor, es mi lema. ¡De oro! ¡De oro! Así que, ¡hala, asunto resuelto!

El gigantón se había levantado, pero don Horacio permaneció sentado. Él y Víctor se miraron asintiendo. El comisario parecía sentirse orgulloso de su subordinado.

—¿Qué? ¿Qué pasa ahora? —espetó don Cosme.

—El cuerpo que se ha encontrado tenía las muelas de oro. Cuatro —contestó don Horacio.

El comerciante montó en cólera:

—¡No puedo creerlo! Pero ¿con quién se creen ustedes que están hablando? ¡Esto les va a costar caro, muy caro!

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