—No me parece un nidito de amor demasiado acogedor para dos recién casados, ¿verdad? —dijo Víctor con aprensión.
—Desconozco cómo era la casona antes de que la comprara el Indiano, pero debo reconocer que el hombre no anduvo muy acertado a la hora de remozarla, no —contestó don Alfredo al momento, sintiendo cierta desazón ante la espantosa excursión que les esperaba.
Víctor subió los tres peldaños que daban acceso a la puerta principal, llamó y al momento abrió una criada. Se identificaron y la chica los hizo pasar al recibidor. Tomó sus guantes, sombreros y bastones y desapareció por una oscura y labrada puerta de madera de encina que se abría a la derecha de las horribles escaleras. El recibidor daba una cierta impresión de estrechez, ya que, según se entraba, a la izquierda, ascendían unas escaleras en forma de «ele» que comunicaban la planta baja con el primer piso y luego, a la derecha, surgía otro tramo de escalones que conducía a una estancia de puertas acristaladas. En suma, tantas escaleras, tan oscuras y tan añosas, restaban espacio al recibidor, forrado en su totalidad de madera de encina; en conjunto, la estancia de entrada a la casa ofrecía un aspecto triste y claustrofóbico. Además, los cuadros que colgaban de las paredes jalonando las amplias escaleras mostraban una galería de personajes antiguos con aspecto afectado, autoritario y severo, que no contribuían a sosegar a los recién llegados. Aquella morada era un horror. En unos instantes apareció el mayordomo de la casa, un hombre alto, delgado, calvo y de profundos y gélidos ojos azules. Era de maneras suaves y caminaba como si no pisara las mullidas alfombras que tapizaban el crujiente suelo de madera.
—Pasen por aquí, les esperan —indicó mientras giraba a la derecha y abría la puerta del gabinete.
Víctor y don Alfredo le siguieron y entraron en la estancia. El joven policía quedó petrificado. Allí estaban Clara y su madre, doña Ana. Víctor creyó notar cierto gesto de reconocimiento en la joven, que al verlo había arqueado las cejas como cuando se encuentra a alguien conocido en un lugar en el que no se le espera. Pensó que era una tontería. ¿Cómo una joven de su clase iba a saber siquiera quién era él?
—Ustedes son los agentes que esperábamos, sin duda —dijo poniéndose en pie doña Ana Escurza.
—Yo soy el inspector don Alfredo Blázquez y este joven es mi compañero, el subinspector don Víctor Ros Menéndez.
—Ésta es mi hija, Clara —repuso al instante la dama—. Tomen asiento, por favor. ¿Desean tomar algo?
—No, gracias —contestó Víctor mirando a su amada.
Tanto la chica como su madre parecían desmejoradas, mostraban unas acentuadas ojeras y tenían los ojos enrojecidos e hinchados de tanto llorar. Aun así, Clara le pareció bellísima. Le llamaron la atención sus ojos, grandes, profundos y llenos de bondad. Era todavía más hermosa de cerca. Llevaba un delicado vestido color crema, entallado, con el cuello, los hombros y las mangas de gasa festoneada con un bello y suave bordado. Su madre exhibía un vestido verde oscuro de cuello alto, que cerraba un precioso broche, elegante y al propio tiempo discreto. Su rostro era el de su hija aunque más ajado, los mismos ojos y la misma nariz. Se notaba por su delicado cutis que aquellas damas apenas habían sufrido el azote del frío o el sol como las mujeres que Víctor recordaba de su infancia en los campos de la lejana Extremadura o en La Latina. Parecían muñecas de porcelana, bellas y delicadas, lejos de la rudeza del mundo exterior.
—Ay, don Alfredo, don Víctor, tienen ustedes que ayudarnos en este trance —gimoteó la madre de Clara.
—¿Dónde está la enferma? —preguntó Víctor.
—Duerme —dijo la señora—. Ahora la vela su doncella.
—Tendríamos mucho interés en hablar con ella.
—No reconoce a nadie. Está como ida. Además, con los tranquilizantes que le ha dado el médico no despertará hasta la tarde.
—¿Podremos hablar con ella en otro momento? —preguntó prudentemente don Alfredo.
—Sí, les mandaré recado cuando recobre el conocimiento. Aunque me temo que no le rige la cabeza.
—¿Y su yerno, sería posible tener una entrevista con él?
La mujer rompió en sollozos.
—Todavía convalece —dijo al fin la dama sonándose en un delicado pañuelo que había sacado con gracia de la manga de su vestido.
Los policías se miraron en silencio. No esperaban tan poca colaboración. Aun así, era evidente que aquellas mujeres estaban apenadas por los hechos, pero no iba a ser fácil conseguir información. Tendrían que ir con pies de plomo. Ser cautos.
Víctor no sabía si las damas conocían la historia de la casa, así que preguntó con mucho tiento:
—¿Saben si su hija leía algo antes de la agresión?
—¿Lo dice usted por esa leyenda del libro? —intervino Clara con una voz resuelta y angelical que a Víctor le pareció de ensueño.
Los dos policías asintieron.
—No teman —añadió la joven—, mi madre y yo estamos enteradas de todo.
—¿Y qué opinan de ello? —inquirió el subinspector con curiosidad.
La mujer, algo más repuesta, dijo:
—Mi hija Clara es muy aficionada a los relatos policíacos, siempre anda leyendo novelas de detectives y esas cosas. No se pierde un suceso de los que publican los periódicos. Ella dice que no cree en fantasmas, pero yo ya no sé qué pensar.
—¡Vaya! —exclamó Víctor—. Una bella dama metida a detective.
Aquello le agradó.
La chica sonrió y dijo:
—Es evidente que en este mundo los crímenes los cometen «fantasmas muy humanos».
—Habla usted con sentido común —contestó él deslumbrado.
Don Alfredo se dirigió a la madre y dijo:
—Pero, en cambio, usted cree…
—Sí, lo creo. Mi hija Aurora ha sido siempre una niña angelical. ¿Cómo iba a hacer algo así? Está poseída por el espíritu de esa horrible filipina. Igual que le sucedió a la mujer de aquel industrial de Santander hace diez años.
—Bueno, bueno, no adelantemos acontecimientos. ¿No se le ha ocurrido pensar que pudo tratarse de un acceso de locura? —dijo Víctor.
—¿Y la mujer anterior, y la filipina? —espetó doña Ana.
—Quizá alguien les hizo ingerir alguna droga, no sé. ¿El servicio?
—Es de absoluta confianza —afirmó Clara con rotundidad.
Víctor llevó la conversación a temas más mundanos y preguntó:
—¿La doncella de su hija…?
—Auxiliadora.
—Sí, la que la cuida en este instante. ¿Cuánto tiempo lleva con ella?
—Desde que debutó en sociedad. Y ahora, al casarse, la trajo consigo.
—Ya. Es de confianza, claro.
Las dos damas asintieron.
—Querría hablar con todo el servicio —indicó Víctor.
—Cuando usted quiera —aceptó doña Ana.
—¿Y el mayordomo?
—Lo contrató mi yerno.
—¿Cómo? —quiso saber don Alfredo.
—Se lo recomendaron por aquí, por el barrio.
—¿Hay más servidumbre?
—Sí, otra criada, Nuria, una cocinera, Mercedes; y un cochero, Casiano, que hace las veces de caballerizo.
—¿Cómo los contrató su yerno?
—A través de Gregorio, el mayordomo.
Don Alfredo y Víctor se miraron. Entonces, el joven subinspector comentó:
—Es evidente que no hay jardinero.
Se arrepintió al instante de haberlo dicho, ante la cara con que lo miró doña Ana. Don Alfredo anduvo listo, pues echó un capote a su compañero diciendo:
—Tendremos que entrevistarnos con todos ustedes y hacerles unas preguntas.
—No habrá problema —dijo la madre.
—Sí, pero antes querríamos ver el libro en cuestión; ¿lo guardaron? —terció Víctor.
La mujer volvió a mirar con mala cara al joven policía.
—Sí; Gregorio se encargó de hacerlo.
A continuación se incorporó, airada, y tiró de la campanilla.
El espigado mayordomo apareció al instante:
—Gregorio, acompañe a los señores a la biblioteca e indíqueles dónde está el volumen que ya sabe usted —ordenó la dama—. Nosotras nos quedaremos aquí bordando.
La pareja de policías se incorporó y siguió al mayordomo. Cruzaron el recibidor y, tras pasar bajo las inmensas escaleras, llegaron a la amplia biblioteca. Estaba tapizada por mullidas alfombras persas y el mobiliario era, cómo no, recargado, barroco y de tonos muy oscuros. Otra vez envidió Víctor a aquellos ricachones, pues allí debía de haber miles de libros. El mayordomo se dirigió hacia una estantería que quedaba a la izquierda y de pronto se detuvo en seco. Víctor se percató de que su rostro se había quedado lívido.
El sirviente perdió su aplomo por un instante y comenzó a tartamudear:
—No, no, no est… t…t…t…tá-tartajeó asustado.
—¿El qué? —preguntó don Alfredo.
—Me temo que el libro maldito ha volado —concluyó Víctor Ros muy resuelto.
—¿Cómo? —preguntó don Alfredo—. Pero ¿no había usted colocado el libro en su sitio?
—Sí, así fue. Sin ninguna duda —contestó el mayordomo.
—¿Cuándo fue eso? —quiso saber Víctor.
—A la mañana siguiente del…, del suceso.
—Lo colocó usted ahí por iniciativa propia, supongo —dejó caer el subinspector.
—No, no, el señor me dijo que lo llevara de nuevo a su sitio.
—¿El señor?
—Sí, don Augusto, el padre de la señora.
—Ya, ya —asintió Víctor—. ¿Y está usted seguro de que el libro quedó en su sitio?
—Segurísimo.
El subinspector Ros tomó su lupa y se acercó a mirar el hueco dejado por el libro. En su lugar había un montón de ceniza.
—¡Se ha volatilizado! ¡Él solo se convirtió en ceniza! —dijo el mayordomo a gritos. Parecía algo histérico.
Las damas y una doncella acudieron al oír tal revuelo.
—¿Qué pasa, qué alboroto es éste? —preguntó doña Ana.
—Atrás, atrás, no se acerquen —ordenó muy resuelto Víctor.
Todos hicieron lo que el joven decía.
—Tráiganme un trozo de papel para envolver. Que esté limpio, ¡rápido! —requirió el subinspector.
Víctor Ros caminó con rapidez hasta la ventana, descorrió las cortinas y se tumbó en la alfombra, a la altura de la estantería, y empezó a escudriñar el suelo con su lupa.
Al mismo tiempo que su compañero se comportaba de tan extraño modo, don Alfredo relató a las damas lo ocurrido. Doña Ana pareció afectada por tan extraño suceso y, tras emitir un sonoro grito, se desplomó desmayada.
—¡Las sales! —pidió el mayordomo sosteniendo a su ama.
Mientras doña Ana era transportada a un diván junto a la ventana para que le diera el aire, Víctor no mostró el menor interés por la salud de la madre de su amada; es más, siguió enfrascado en el estudio de la estantería, que roció con unos polvos que sacó de un sobre que llevaba en el bolsillo. Después de examinar con lupa el mueble, se giró y, tomando con tiento un trozo de papel de estraza que le habían traído de la cocina, depositó las cenizas del libro en el mismo y lo cerró con esmero. Revisó los demás volúmenes con detalle y finalmente se volvió diciendo:
—Voilá, ¿y la enferma?
La dama, que había recobrado el sentido, bebió un vaso de agua y pareció encontrarse mejor.
—¡Qué desgracia, qué desgracia! —murmuraba sin pausa.
Víctor observó a su amada y creyó entrever en ella una mirada de curiosidad más que de reproche por su poco caballeroso comportamiento de momentos antes.
—Bueno, bueno —dijo el joven policía—. Como parece que doña Ana se encuentra bien, creo que deberíamos irnos. Don Alfredo, aquí no hacemos sino molestar. Si ustedes quieren, iremos en nuestro coche a avisar a su médico para que examine a doña Ana para mayor tranquilidad.
—No, no. No es necesario, parece que me encuentro mejor —dijo ella, y trató de levantarse del diván con una compresa fría en la frente—. Sólo ha sido la impresión.
—Entonces nos vamos —dijo don Alfredo—. Volveremos mañana para hablar con el servicio y con don Donato, si se encuentra mejor de sus heridas.
Dicho esto, ambos policías salieron de la casa con cierta prisa y aprensión.
—¿Y bien? —dijo don Alfredo cuando subieron al coche de caballos que había de llevarles a Sol.
—Feo asunto —contestó Víctor.
—Sí, eso me temo. No hemos podido hablar ni con la agresora ni con el agredido y, para colmo, ¡el libro se ha volatilizado!
—¡Cómo, Alfredo! ¡No me digas que crees en cosas de magia! —exclamó Víctor con aire divertido.
—Pues no, amigo mío, pero…
—No hay pero que valga. Parece que el mayordomo sí colocó el libro en su sitio. ¿Viste su cara cuando comprobó que no estaba allí?
—Sí, se descompuso, se puso blanco como la cera.
—Luego él no fue quien se lo llevó.
—¡Cómo! ¿Piensas que alguien se lo ha llevado?
—Pues claro; sólo una mano humana podía coger el libro. No irás a pensar que desapareció por arte de magia.
—No sé qué pensar, Víctor. Esa casa me da aprensión, y toda la familia anda un tanto…
—¿Histérica?
—No, no. Como si hubiera caído una maldición sobre ellos. ¿Y qué hacías con esos polvos y la lupa, si puede saberse?
—Buscar huellas dactilares.
—¿Huellas qué?
—Dactilares. Sí, amigo, las huellas de nuestros dedos son algo único. Nos identifican y diferencian a unos de otros, al igual que ocurre con nuestras caras o nuestras voces. Buscaba huellas en la estantería. Huellas de los dedos del culpable de esta trama. Para luego compararlas con las de todos los que habitan esa extraña casa.
—¿Has dicho una trama?
—Sí, aquí hay gato encerrado.
—¿Y había?
—Que si había, ¿qué?
—Pues eso: huellas.
—No las había, no. Examiné también las pisadas en el polvo de la alfombra, pero aquello era un galimatías. Aunque algo saqué en claro.
—¿Y ahora? —preguntó don Alfredo.
—Pues de momento tenemos trabajo. Esta tarde, antes o después de los toros, he de ver a un amigo de la Universidad, para que analice las cenizas dejadas por el libro en su «combustión espontánea». Es un joven profesor de química, muy brillante por cierto, don Aurelio Jesús Corcóles. Él sabrá orientarnos al respecto.
—Debemos hablar con la servidumbre.
—Sí. Mañana lo intentaremos de nuevo —contestó el subinspector.
—Por cierto, Víctor, en casa de los Aranda te he notado un poco afectado, nervioso diría yo.
Víctor miró por la ventanilla con aire algo ausente. Al momento dijo: