En el azaroso siglo que corría, muchas familias de la considerada nobleza tradicional habían visto cómo disminuía su patrimonio como resultado de la irrupción en sociedad de una nueva clase, la alta burguesía, toda una panoplia de nuevos ricos que gracias a lucrativas gestiones comerciales, inmobiliarias e industriales, habían llegado a amasar fortunas de proporciones grandiosas. Como la nobleza al uso debía su riqueza a la propiedad de enormes fincas en provincias, abandonadas e improductivas, ya que la actividad agrícola comenzaba a ser menos rentable que otros tipos de operaciones mercantiles, dicho estrato social comenzó a ver cómo iba mermando su riqueza hasta tener que malvender sus tierras y latifundios para poder mantener el elevado y lujoso ritmo de vida propio de la capital del reino. Sostener varios coches, caballos, servidumbre, dar fiestas, asistir a la ópera y al teatro era algo muy costoso que, indefectiblemente, terminaba por vaciar la bolsa de la familia más acaudalada. Además, la irrupción de la burguesía en la vida de sociedad había elevado el listón de celebraciones, ágapes y bailes. Muchas familias nobles se habían arruinado por ello. Al principio, la actitud de la aristocracia madrileña fue clara, no se permitió el acceso de los advenedizos a los círculos más selectos, pero poco a poco fueron muchos los que comprobaron que el contacto con los nuevos burgueses les reportaba evidentes y jugosos beneficios. Los recién llegados no tenían inconveniente en gastar el dinero a manos llenas si con ello conseguían ser aceptados en la alta sociedad, por lo que muchos de ellos comenzaron a emparentar con la rancia nobleza adquiriendo los unos un título nobiliario que tanto ansiaban y, los otros, unos caudales que les permitían seguir adelante y mantener su elevado tren de vida.
Tal era el caso de don Augusto Alvear, quien, al decir de las malas lenguas, se había visto obligado a vender la casona familiar que heredó en Asturias, así como sus tierras en el Principado y una enorme finca de Extremadura que correspondió en herencia a su esposa. Por ello, para mantener el nivel de vida en la corte y para reponerse de las pérdidas que al parecer había sufrido en la Bolsa, don Augusto había prometido a su primogénita con el hijo del Rey del Lino, otorgándole una dote testimonial y recibiendo por el casamiento una suma que los más osados cifraban en unos cinco millones de reales. Ése era el precio que había pagado el rico industrial de Martorell para que su hijo, Donato, abogado de prestigio, heredara el título de conde de las Teresillas al fallecimiento de su empobrecido suegro. Se rumoreaba que don Augusto había perdido un dineral en el famosísimo Timo de doña Baldomera, asunto que Víctor conocía a la perfección, pues el caso había sido resuelto el año anterior con diligencia por don Alfredo, quien le había contado todos los detalles. Al parecer, doña Baldomera, una de las hijas del célebre escritor y periodista Mariano José de Larra, había fundado en 1876 un banco en el que prometía beneficios de a duro por peseta invertida. Al principio, la inteligentísima timadora pagaba religiosamente, por lo que miles de madrileños se lanzaron en masa a invertir sus ahorros en aquel negocio seguro. De entre todos los delincuentes, Víctor sentía cierta simpatía por los timadores, gente que utilizando su ingenio era capaz de levantar el dinero a sus candidas víctimas sin derramar un sola gota de sangre. Doña Baldomera había tendido hábilmente el anzuelo y la mayoría de los timados no fueron víctimas sino de su propia codicia. El 1 de diciembre de dicho año, la señora acudió al Teatro de la Zarzuela; a la salida le esperaba un carruaje que la condujo a Pozuelo, desde donde tomó un tren que la llevó hasta París con un botín inmenso: ¡ocho millones de reales! Más de uno llegó incluso a suicidarse al comprobar que sus ahorros de toda la vida habían volado. Y don Augusto era uno de los timados. Pobre tonto…
La familia Alvear habitaba en un regio y espacioso caserón situado en la calle de Santa Isabel y todo hacía suponer que el patriarca de aquella estirpe pondría en breve a la venta el título de su mujer, la duquesa de Castrobeniel, prometiendo a su segunda hija, Clara, con algún rico heredero que permitiera a la familia Alvear continuar viviendo en la opulencia. De hecho, Víctor había detectado ya la presencia de dos o tres moscones que pululaban alrededor de la familia en sus paseos vespertinos por el Prado. Es más, había uno que le había parecido un rival peligroso. No por apuesto o bien parecido, ya que el caballero en cuestión debía de rondar la cuarentena y estaba entrado en carnes, sino porque hacía continua ostentación paseando a caballo por el Salón del Prado. Un día lo hacía a lomos de una inmensa, blanca y bella jaca jerezana, otro montando un purasangre irlandés y los más guiando un magnífico tronco inglés enganchado a una maravillosa calesa que tenía embobadas a las damas más distinguidas de Madrid. En suma, Víctor sabía que hacer realidad aquel amor era algo imposible. Lo más probable era que no llegara a cruzar ni una palabra con la joven en toda su vida de abnegado funcionario policial, pensaba mientras se consumía contemplándola en sus idas y venidas por el Prado o Recoletos. Apuraba cada segundo en los breves momentos en que se cruzaba con ella, como el que vive su último día en esta tierra, y se sentía solo y deprimido en este mundo complejo y materialista. ¿Se había enamorado? Nunca había pensado que algo así pudiera ocurrirle a él, tan racional, tan frío. Se volcaba mucho en su profesión, su verdadera ilusión, y luchaba a diario por mejorar, por formarse, por leer hasta el último detalle de los casos de más eco que resolvían los más afamados investigadores del Viejo Continente. Su trabajo era su vida y, al parecer, sin darse cuenta, comenzaba a sentir algo por Clara Alvear que le nublaba el seso. ¡Qué tontería! Si no la conocía… El amor era algo extraño, sin duda. Era fácil juzgar desde fuera los sentimientos de los demás, como si fueran pequeñas hormigas atrapadas por su inevitable fuerza. Algunos delinquían por amor, robaban, mataban. Era sencillo reírse de aquello, compadecerse de aquellos simples y pobres mortales que se comportaban como idiotas por amor. Desde la atalaya de la razón siempre se había creído, en el fondo, por encima del bien y del mal. Ahora comenzaba a recibir una buena dosis de humildad. No era tan fácil cuando le ocurría a uno mismo. Aquello no era racional ni por asomo. Sólo pensaba en verla, en acercarse al Salón del Prado a arrancar una mirada suya, a contemplar de reojo su bello rostro, a escuchar su risa.
Se sentía como un idiota. ¿Cómo se había ido a enamorar de una joven de la alta sociedad? Intentó mejorar su aspecto encargando un par de levitas en el taller del sastre Utrilla, situado en las Cuatro Calles. Según se decía, cortaba los mejores trajes de Madrid. Era caro, pero merecía la pena.
Por lo menos, en las tertulias daba rienda suelta a esos sentimientos de rabia y repulsa hacia los poderosos, la Iglesia y la Monarquía, que mantenían al país en ese estado de atraso, penuria y tradición, que amenazaba con llevar a toda la nación a la debacle. Por ejemplo, la situación en las colonias no era buena. Y se hacía saber en la Fontana o en el Iberia que ni la Armada ni el Ejército se hallaban en condiciones de resistir, y mucho menos vencer, en ninguno de los conflictos que se perfilaban como inevitables. Víctor compartía este parecer, pero la mayoría de los tertulianos —incluidos algunos liberales de postín— tachaban dichos argumentos de demagogia derrotista.
En el trabajo se podía decir que le iba bien. En un oficio donde la brutalidad era la conducta más habitual, los métodos del joven detective, su don de gentes, su inteligencia, su capacidad de observación y su extraordinaria facilidad para recordar de memoria hasta el más mínimo de los detalles de un caso, comenzaban a otorgarle un prestigio y una aureola de prometedor agente que a veces lograba hacerle olvidar sus penas de amor. Y así pasaban los días.
Corría la tercera semana de mayo entre jornadas de intenso debate político, pues el gobierno quería sacar adelante la Ley de Imprenta que debía instaurar la censura previa y obligaba a los periódicos a publicar las comunicaciones oficiales donde el Gabinete Ministerial quisiera. Algo inaceptable para los liberales como Víctor, que consideraban aquello como una agresión peor aún que el decreto de prensa de 1875. Era evidente que se acercaban tiempos de debate, de confrontación política, y el Gobierno quería asegurarse el apoyo de la prensa. Las aguas andaban revueltas.
El vulgo, por su parte, parecía excitado por el extraño suceso del soldado que se había arrojado desde el viaducto de la calle Segovia. Víctor había llevado el caso; el joven militar, perteneciente al cuerpo de ingenieros, había muerto en el acto, y en el bolsillo se le encontró una tarjeta que decía: «Querido tío, adiós; no os he olvidado ni un momento porque habéis sido mi consuelo.» La gente de la calle estaba consternada, pues eran catorce los que se habían suicidado de la misma manera. Ya circulaban chismes de viejas al respecto.
Fue entonces cuando Víctor recibió una visita inesperada: Lola «la Valenciana» fue a verlo al ministerio. Un conserje le avisó entre risitas diciéndole que una joven lo aguardaba en la planta baja. El subinspector bajó de inmediato y se dio de bruces con la prostituta. Iba sin maquillar y vestía con mucha discreción. Nunca la había visto así, de manera que se sorprendió al ver a aquella Venus vestida como una joven sirvienta más de las que pululaban por Madrid. Aun así era guapa, lozana. De tez algo bronceada y pómulos salientes y apetecibles labios.
—Hombre, Lola, ¡cuánto bueno! —dijo él, algo cortado por las miradas de sus compañeros—. Pase usted por aquí, pase.
El joven policía entreabrió la puerta de la sala de visitas y haciendo un ademán con la diestra introdujo con prontitud a la chica en el cuarto, una estancia impersonal, de paredes desnudas, mal pintadas y sólo amueblada por una rústica mesa y cuatro sillas.
—Toma asiento, Lola —dijo con amabilidad Víctor.
—Gracias, subinspector —dijo ella con cierto retintín por el evidente embarazo con que la había recibido él.
—¿Quieres que te traigan algo? Agua, café…
—No, gracias.
Él giró una silla y se sentó en ella al revés, con las piernas abiertas y apoyando los codos en el respaldo de la misma.
—Dime, ¿ocurre algo?
—Sí. Y algo gordo, muy gordo.
—¿Estás bien? —preguntó él alarmado.
—No, no, yo estoy bien.
—¿Entonces?
—Ha aparecido otra.
—¿Otra?
—Otra chica muerta.
—¿Otra chica muerta? —repitió él algo extrañado—. ¿Quién? ¿Dónde?
—Una carrerista de Embajadores, una «arrastrá».
—¿Y?
—La encontraron ayer, tirada como un perro en un solar, en Carabanchel. No sé dónde vamos a ir a parar, al final nos matarán a todas.
—¿A todas?
—Sí, Víctor; eres policía, ¿no?
—Mira, Lola, llevo aquí poco tiempo y no estoy al corriente de todo lo que ocurre en Madrid, ¿sabes?
—Ya, la muerte de unas cuantas putas es algo que no importa a nadie.
—Espera, Lola, espera, no sé muy bien de qué estás hablando. ¿Cuántas chicas dices que han muerto?
—Tres.
—¿Y tú las conocías?
—A la segunda, Engracia.
—¿Y quién ha llevado el caso de tu amiga?
—Un tal Matías, de Chamberí.
—Sí, lo conozco, es un cabestro. —Víctor sacó una libretita del bolsillo interior de su chaqueta—. Supongo que quieres que te ayude.
—No estaría de más.
—Puedo preguntar a mi compañero Matías, sí. Dime los nombres de esas chicas.
—La primera era una pajillera de los bajos de Atocha. Rondaba los cuarenta y tenía sífilis: la Antonia; yo no la conocía.
—¿Sabes algo más de ella?
—No, pero podría enterarme de dónde vivía.
—Vale, bien. La segunda, tu amiga.
—La Chelito.
—Nombre y apellidos.
—María Engracia Pérez Hernández; era de Cuenca, tenía veinte años y llevaba toda su vida haciendo la calle.
—¿La conocías bien?
—Sí, llegamos juntas a Madrid.
—Pero ella terminó en la calle y tú en burdel de lujo.
—Sí, hijo mío, la que vale, vale.
—Perdona, Lola, no era ni mucho menos un reproche. Lo decía porque tu situación en una casa respetable es menos expuesta que la de estas chicas que están en la calle.
—No creas, hay cada bestia… Pero sí, no tengo que temer que me raje la cara cualquier chulo, como ellas. Y en cuanto a lo del reproche, estaría bueno que te permitieras echarme en cara que soy buena en el oficio, cuando vienes a verme tan a menudo.
—Tienes razón, Lola —dijo él bajando la vista algo avergonzado—. ¿Dónde vivía?
—Tenía alquilado un piso de mala muerte entre la fabrica de gas y el matadero.
—¿La chuleaba alguien?
—Sí, un degenerado, Adrián «el Marsellés». Le tenía sorbido el seso. La explotaba.
—¿Pudo ser él?
—No creo, porque, ¿y las otras dos?
—Sí, tienes razón. De todas maneras tendré que hablar con el tal Adrián. ¿Tenía familia tu amiga?
—No. Por eso vino a Madrid.
—Ya, es lo corriente. —El policía se sintió tentado de preguntar a Lola si mantenía algún contacto con su familia, si se sentía sola. Pensó qué era mejor no hacerlo. No debía hurgar en la herida—. Cuéntame lo de la tercera —añadió.
—Ayer la encontraron, llevaba desaparecida una semana. Trabajaba por la noche; subía a los coches de los que buscan servicios baratos donde surgiera: en Embajadores, en el Retiro o a las afueras.
—¿Sabes cómo se llamaba?
—Ni idea, pero me puedo enterar. Trabajaba en la Fábrica de Tabacos de Embajadores. Como comprenderás, todas las compañeras están muy alarmadas. Tenemos la sensación de que las autoridades no se van a interesar mucho en resolver estos crímenes, y por eso he venido a verte.
—No te preocupes, haré lo que pueda. Pero de antemano te digo que poco se podrá averiguar. No te ofendas, pero ¿sabes cuántas prostitutas mueren en Madrid al cabo de un año? Hay más de dieciocho mil putas en esta ciudad. Y tú me hablas de tan sólo tres en…
—En un mes.
—No te enfades, pero es raro el mes que no encuentran alguna chica muerta, ya sabes, los chulos, un amante celoso, cualquiera puede hacerles daño. En fin, este mundo vuestro es así de duro. Ten en cuenta que la mayoría sois mujeres pobres, sin familia, nadie se interesa por vosotras.
La chica miró a Víctor con aire desvalido. Sus profundos y bellos ojos marrones traspasaron al subinspector como leyendo en su interior. Se sintió en la obligación de ayudar a la chica. Parecía asustada. ¿Qué otra cosa podía hacer?