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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

El misterio de la Casa Aranda (4 page)

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
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—¡La línea recta!

—Exacto. Soy un apasionado del razonamiento deductivo, la realidad está ahí, sólo tenemos que saber verla. A veces, uno o dos pequeños detalles nos permiten sacar evidentísimas y contundentes explicaciones sobre los hechos y personas que nos rodean. Es lo que muchos llaman prejuicios y yo califico, simplemente, como capacidad de observación, posjuicios en realidad.

—Pero eso se tiene o no de nacimiento.

—Aciertas, pero también te equivocas. Es cierto que algunas mentes tienen facilidad para entrever en los pequeños detalles aquellos aspectos que otros nos intentan ocultar, pero esta facultad es sin duda mejorable. Un buen entrenamiento en el método deductivo puede hacer que una mente digamos normal, termine convirtiéndose en un afilado instrumento de punción detectivesca. Aunque comprenderás que desvelando su método, el investigador en cuestión deja de parecemos un superdotado para asimilarse a uno más de los mortales.

—En efecto —dijo Blázquez, algo desbordado ante la verborrea del joven.

—Y ahora, creo que después de esta pequeña y humilde exposición, deberíamos acudir a hacer efectivo ese café prometido —añadió Víctor abriendo la puerta.

—No puedo estar más de acuerdo —contestó Blázquez tomando su sombrero y su bastón. Estaba impresionado, para qué negarlo.

Ambos policías salieron del cuarto rebosantes de ilusión. Pertenecían a la recién creada Brigada Metropolitana que tenía como objetivo erradicar de raíz el crimen del Madrid más céntrico así como vigilar los grupúsculos de delincuencia organizada que comenzaban a mostrarse más activos tras los sucesos de 1868. Las mentes pensantes del ministerio querían que el nuevo grupo centrara su atención en la resolución de homicidios que, por desgracia, comenzaban a incrementarse de manera alarmante con los nuevos tiempos y con el aumento de la población de la Villa.

Saludaron al agente Abenza, un tipo fortachón de enormes bigotes, de guardia en la puerta, y al que don Alfredo preguntó:

—Qué, ¿cómo se nos ofrece el panorama epidemiológico?

A lo que el otro repuso muy serio:

—Según el Siglo Médico, durante la semana que termina han predominado las fiebres gástricas, reumáticas y tísicas con predominio de los síntomas nerviosos así como las inflamaciones pulmonares y pleuríticas francas y de buen carácter.

—Vaya… —murmuró Víctor sorprendido.

—Y de las criaturas, ¿qué me dices, Aniceto?

—Que continúan presentándose con igual frecuencia que en la semana pasada las fiebres eruptivas, así que cuídese mucho de su nieta.

—Así lo haré —dijo Blázquez con aire divertido mientras se encaminaban ya hacia el café Levante—. Ahí donde lo ves, ese mocetón es un aprensivo de cuidado.

—Pero si es un animal. Nunca en mi vida había visto a un tipo tan grande.

—Pues ya ves. No hay pócima ni brebaje que no se compre y, lo peor, ¡se los toma! Teme mucho a las miasmas. Increíble, ¿verdad?

Cruzaron la concurrida Puerta del Sol caminando entre los tranvías de tracción animal y los coches de alquiler. Era un espacio amplio desde la última reforma que la había convertido en el centro neurálgico de Madrid con su perfecto empedrado surcado por los raíles de los tranvías y sus estilizadas farolas de color claro. Al fondo, los inmensos toldos de cafés y hoteles daban un aspecto colorista a la extensa plaza. La reforma de Sol había costado lo suyo, pues se creó una comisión a tal efecto que alcanzó a aprobar hasta siete proyectos diferentes. Llegó a darse el caso de que dicha comisión aprobara un diseño realizado por tres ingenieros para encargar uno nuevo al día siguiente… a uno solo de aquellos tres técnicos. Al menos el resultado final había gustado a los madrileños. La temperatura era agradable, pues ya estaba entrada la primavera y las jóvenes pululaban aquí y allá con sus sombrillas abiertas, pugnando entre ellas por cuál lucía el sombrero más primoroso. Los varones comenzaban a vestir sus trajes de entretiempo e incluso aparecía ya algún que otro sombrero de paja, más propio de la estación más cálida. Se veía pasar aquí y allá a los pudientes huéspedes de hoteles como el Londres, el Príncipe o el Universo acompañados por criados y mozos de carga que portaban enormes baúles, amplios sombrereros y todo tipo de bagajes. Los gritos de los aguadores ofreciendo agua, azucarillos y aguardiente resonaban entre los de los vendedores de prensa, que a voz en grito pregonaban los titulares de los periódicos. Había mucho trasiego de paisanos a aquella hora de la mañana y el café Levante estaba casi lleno. Tuvieron suerte y encontraron una mesa libre. Don Alfredo pidió cafe y churros para los dos al camarero y, quitándose las gafas, preguntó:

—Y bien, compañero, ¿de qué pie cojeas?

—¿Cómo?

—Sí, de política. Te lo preguntaré de otro modo. ¿Cuál es tu café favorito?

—Quizá el Lorencini —dijo Víctor tras dudar entre varios.

—¡Acabáramos! Me ha tocado un compañero liberal. Allí se reúnen los Amigos de la Libertad.

—Sí, Alfredo, sí, pero me gusta frecuentarlos todos. Ya sabes, picotear aquí y allá. Oír lo que se comenta en los mentideros.

—Como buen policía.

—Exacto, sí. Por cierto —dijo Víctor, y tras una pausa ante la llegada del camarero, prosiguió—: Como buen veterano que eres, me has preguntado por mi filiación política y no me has dicho la tuya.

Alfredo Blázquez sonrió mojando un churro en su café.

—No se te escapa una. Bien, te diré que no soy ni de unos ni de otros; es más, te contestaré con unos encantadores versos que hace cosa de un par de años leí en El Eco de España y que decidí adoptar como guía de comportamiento a este efecto:

Yo no tengo antipatía

ni a la augusta monarquía

ni a la república augusta

viviendo como en el día

cualquier sistema me gusta.

Víctor sonrió diciendo:

—No es mala filosofía.

—No, hijo, no. Pero te preguntaba porque si vamos a ser compañeros no debe haber secretos entre nosotros. Ya sabes que se dice que todo hombre debe hacer una triple elección en la vida: estado, profesión y café. Ya sé cuál es la tuya, pero, a mi manera de ver, a esa terna le falta un ítem.

—¿Sí?

—Torero. Hay que elegir torero.

—¿Te gustan los toros, Alfredo?

—Con locura.

—Vaya, pues yo no sabría decirte.

—Pero tendrás tus preferencias.

—Es que nunca he ido.

—¡Cómo! ¡Inaudito!, ¡un madrileño que no conoce el arte de Cuchares! Tendremos que arreglar eso. ¡La cuenta! —dijo Blázquez apurando su café.

Cuando salían del concurrido Levante, Víctor se detuvo y dijo:

—Alfredo, no me has dicho cuál es tu elección. Ya sabes, tu torero.

—¿Cuál va a ser? Frascuelo —repuso como el que comenta una obviedad—. Eso sí es toreo y no lo de Lagartijo, que la última vez que se arrimó a un toro fue en un mesón, a la cabeza disecada de uno que había matado Frascuelo, que ése sí que se arrima. Y ahora, hijo, vamos a trabajar.

Años después, con la perspectiva que proporciona el paso del tiempo y con la sabiduría que dan la edad y las muchas experiencias vividas, Víctor recordaba con nostalgia aquellos inciertos días de su regreso a Madrid. Estaba ilusionado por su vuelta a la capital y por el brillante futuro que, al parecer, le esperaba en el cuerpo de policía, pero, por otra parte, aunque lo ocultaba, se sentía más vulnerable que nunca.

Luego supo, ya en la edad madura, que en esos días se forjó su personalidad definitiva, la de su vida adulta. Estaba perdido, la verdad; había cultivado una fachada que impresionaba a los demás, la de un joven apuesto, brillante y de mentalidad moderna, renovadora, pero en el fondo, en muchos aspectos, era un mar de dudas. Se sentía huérfano por su madre y por don Armando, y Madrid había crecido mucho, demasiado.

Se veía como un extraño en su propia ciudad y tras los sucesos de Oviedo, donde había traicionado la confianza de muchos, percibía en él la misma falta de arraigo que tienen los perros callejeros.

Le gustó su nuevo compañero desde el principio. Alfredo Blázquez era un hombre tranquilo que sólo se alteraba al hablar de toros o cuando su nietecita caía enferma. Por lo demás, era hombre curtido en mil batallas, quizá algo escéptico o descreído, lo cual venía bien a la hora de frenar los impulsos de Víctor, que, más idealista debido a la juventud, a veces se dejaba llevar en exceso por sus ideas liberales.

A don Alfredo, por su parte, le agradaba el carácter transgresor de su ahora nuevo compañero, aunque en ocasiones le intimidaban un tanto sus disertaciones científicas y su afán de cambio. Aquel joven amante de la razón y la lógica destacaba demasiado en un cuerpo de policía que se movía con la torpeza de un dinosaurio. Cualquier cambio en el sistema era sopesado con parsimonia, analizado y sometido a consultas de los superiores. Era habitual que una reforma cualquiera, perdida en la inmensa burocracia que paralizaba el sistema, estuviera ya anticuada en el mismo momento de su aprobación. Así era aquel país que luchaba por adaptarse al nuevo siglo. Contradictorio, católico y tradicional a veces, anticlerical y abierto en otras ocasiones. Una locura. Víctor era un hijo de aquella nueva sociedad que empujaba con sus «moderneces» al antiguo régimen, y es que el mundo estaba evolucionando demasiado rápidamente para el gusto de Blázquez.

El pequeño despacho de Víctor y don Alfredo resultó ser una cálida estancia que daba a la parte trasera del edificio, a la calle de Carretas. Estaban a las órdenes del comisario Buendía, un madrileño de los de toda la vida, rechoncho, vital y de mandíbula inferior algo saliente, lo que había provocado que sus hombres le llamaran a sus espaldas el Mastín. Era un hombre terco, de la calle, que al igual que el joven Víctor había salido de la nada para llegar a desempeñar un cargo de responsabilidad.

Los primeros días en su nuevo puesto resultaron plácidos para don Víctor, pues así era como todo el mundo había comenzado a llamarle ya. Sentía que era tratado con respeto y consideración por sus compañeros y sabía que ello se debía a su decisiva participación en la desarticulación de la célula radical de Oviedo en los días previos a la revolución de 1868. Él, por su parte, no se sentía muy orgulloso de aquel trabajo, que le había valido un buen destino en Figueras y un posterior ascenso que le perfilaba como uno de los valores en alza de un cuerpo que pretendía modernizarse con los nuevos tiempos. Víctor continuaba siendo el hombre inquieto que gracias a su insaciable afán de lectura había abandonado su condición de raterillo para convertirse en alguien con un brillante futuro por delante, pero un pensamiento le asaltaba de continuo, un runrún de su mente que le hacía sentirse culpable por haber traicionado a quienes en un momento dado le habían considerado un amigo. Nadie en el cuerpo de policía había logrado infiltrarse de aquella manera en los círculos radicales. Para eso lo enviaron a Oviedo siendo aún un bisoño y desconocido agente que se hizo pasar desde el principio por un joven emigrante en busca de trabajo, Paco Gil.

Con su nueva identidad, Víctor supo, poco a poco, ganarse la confianza de los más reconocidos prohombres del Oviedo liberal para terminar por infiltrarse en el mundo de los radicales de la capital asturiana. Tres años tardó en ser reconocido como uno más. Tres años de lecturas en los que Descartes, Voltaire, Jefferson y otros fueron ocupando su mente. Tres años de debates, de conspiración, de ilusiones… Víctor remató aquel trabajo propiciando la detención de ocho individuos a los que se achacaba la autoría de tres atentados con explosivos y un asesinato. En la soledad de su cuarto se decía a sí mismo que no había traicionado los ideales que propugnaba el espíritu liberal que había terminado por impregnarle. Intentaba razonar y pensaba que aquellos eran unos radicales que perjudicaban la causa de la modernización de España, del anticlericalismo más pausado pero efectivo, del racionalismo, la democratización y la defensa de un pueblo sufrido, analfabeto y débil que necesitaba la ayuda de personas mejor preparadas que terminaran con el antiguo régimen desde dentro del mismo. Se hacía necesaria una revolución apacible que actuara de manera encubierta y paciente pero no por ello menos eficaz e inexorable. Los radicales amenazaban con dar al traste con todos esos sueños, los sueños de multitud de liberales del país. Y es que Víctor, por sus lecturas, había terminado por convertirse en un liberal. Eso era seguro. Demasiado tarde quizá, pero liberal a fin de cuentas. Por eso, tras el asunto de Oviedo, quiso evitar destinos relacionados con el control político de la población y prefirió centrarse en la lucha contra el crimen en su más cruda y triste expresión: los asesinatos, robos y violaciones que, por desgracia, se daban casi a diario en la bulliciosa capital del reino.

Solía frecuentar, en efecto, las tertulias de los cafés madrileños. Iba a escuchar y aprendía, gozando de veras con la compañía y las peroratas de las más abiertas y progresistas mentes del país. El subinspector aprovechaba también aquellos primeros días de su estancia en Madrid para disfrutar de la primavera, paseando al atardecer por Recoletos, el Paseo del Prado o el Retiro. Después frecuentaba el café Universal en la calle de Alcalá que le agradaba por sus parroquianos republicanos y progresistas, aunque lo mismo le ocurría con el Ibería, en la Carrera de San Jerónimo. Casi todos caían cerca de su pensión y allí escuchaba, leía la prensa y se cultivaba a diario. Conoció a un tal Galdós y a Pablo Iglesias. Ambos le causaron una gratísima e imborrable impresión. A veces se acercaba al café Levante, situado en la misma Puerta del Sol, y en otras ocasiones frecuentaba el Lorencini (quizá su preferido) o el San Sebastián. También le gustaban la Fontana de Oro y el Gato Negro. Al caer la noche, después de cenar, se retiraba a su cuarto a leer, fumaba en el salón con los otros huéspedes o tomaba el bastón y el sombrero y salía «a dar una vuelta». Casi siempre se encaminaba hacia la Ronda de Embajadores, a La Casa de Rosa, un elegante pero caro prostíbulo en el que el joven policía aplacaba sus ardores. Le gustaba sobre todo la Valenciana, una joven de unos diecinueve años, morena, de grandes ojos marrones, largas pestañas, prieto trasero y turgentes senos. Era despierta y graciosa. Le agradaba, aunque estaba ligeramente por encima de sus posibilidades: tres duros era mucho dinero para una sola noche. Víctor supuso que gustaba a la chica, pues ésta le rebajó su tarifa a doce pesetas, aunque luego pensó que quizá lo hacía simplemente porque era policía. Aun así, el caso era que al menos allí olvidaba sus penas por una o a lo sumo dos noches por semana. Lola era una joven de carácter alegre que había superado un pasado duro en su Sagunto natal. Supo Víctor por una compañera que la joven se había escapado de casa a la edad de trece años ante los continuos abusos que sufría, primero de su padre y más adelante de sus dos hermanos mayores. Al parecer, los tres eran unos desalmados que se ganaban la vida delinquiendo y tirando de navaja. Gentuza. Aunque formaba parte de su trabajo, a Víctor le resultaba difícil acostumbrarse a aquellas tragedias.

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