Ella nunca hablaba de aquello.
Por otra parte, el trabajo resultaba casi rutinario. Junto con su compañero don Alfredo, se veía obligado a recoger más y más información, ya que el comisario Buendía insistía en que se preparara un buen y nutrido archivo policial. Tenían que clasificar la información de criminales, asesinatos, desapariciones y robos del pasado de manera científica y eficaz, a fin de que cualquier agente pudiera acceder a dichas referencias con facilidad a la hora de perseguir delincuentes. Quitando un parricidio, el robo a la Fonda Europa o la desaparición del banquero Luis de Malta —cuando resultó que «el desaparecido» se había fugado con una puta a París—, el resto del tiempo en Sol no era más que rutina, pura rutina.
Por aquellos días, Víctor se sentía solo, huérfano en un mundo ruidoso y hostil que lo ignoraba con la más cruel indiferencia. El recuerdo de su madre muerta hacía ocho años arrollada por los caballos de un carretero borracho no era más que una neblina de un pasado que parecía haber desaparecido para siempre. Iba a verla al cementerio el primer domingo de cada mes y hablaba con ella. Suponía que allí donde se encontrara, debía de sentirse orgullosa de su hijo. También visitaba la tumba de don Armando. Era lo más parecido a un padre que había tenido en su vida.
El mundo le parecía triste, quizá por efecto de su trabajo, en el que sólo tenía conocimiento de tragedias, crímenes y el lado más cruel del ser humano. Había perdido la ilusión de los primeros días, no cabía duda.
A veces se cruzaba con antiguos compinches suyos de La Latina. La mayoría no le reconocía. Con su recortada barba y su complexión algo más atlética que en su adolescencia, aquellos correligionarios del pasado no caían en la cuenta de que se habían encontrado con el Extremeño. Había adoptado aquella barba corta y bien cuidada —que a decir de las jóvenes le sentaba bastante bien— tras salir triunfante del trabajo de Oviedo. Era una forma de cambiar de aspecto y empezar de nuevo. Una nueva cara para una nueva vida.
Corrían los primeros días de abril cuando su compañero, don Alfredo, le invitó a visitar su casa por primera vez. Aquel día lo encontró de muy buen humor al entrar al despacho. Blázquez leía el periódico con una amplia sonrisa.
—Mira, hijo —dijo alzando El Imparcial—. Los han condenado a muerte.
—¿A quiénes?
—A dos maleantes cuyo caso llevé. Un hecho luctuoso. Habrás oído hablar de él: el crimen de la calle Feijoo.
—Ah, sí, claro. Recuerdo que hubo un revuelo importante con aquello. ¿Lo cerraste tú, Blázquez?
—Sí, Ros, sí, y debo decir sin miedo a ser inmodesto que me alegra que su señoría haya refrendando con su sentencia lo que yo concluía en mi investigación: que tanto Antonio Aguilar, barbero de treinta y dos años, como Pelayo Enrique Molió, teniente del ejército carlista de veinte, asesinaron al pobre cochero Antonio García en su propia casa para robarle su berlina Clarens y su caballo.
—¿Y seguro que fueron ellos?
—Pues claro; los vieron salir de la vivienda, un bajo. Y a doscientos pasos de allí, donde el muerto tenía arrendada una cochera, se localizó una tumba que habían excavado para ocultar el cuerpo. Los muy canallas…
—Vaya, premeditación y alevosía.
—Y nocturnidad. Pero el casero que escuchó gritos de «¡que me matan!», los vio salir manchados de sangre y les echó a la gente encima. Además, el más joven confesó.
—Lo trabajaron en el calabozo, claro.
—¿Cómo había de confesar, si no?
—No me gustan esos métodos, Blázquez. Soy partidario de demostrar con pruebas quién es el verdadero criminal. Creo que al cuerpo le sobra brutalidad y le falta seso.
—Pero si llevaban encima un cuchillo de carnicero y una navaja que coincidían con las heridas de la cabeza del fallecido…
—Eso es otra cosa. Y ese joven, el carlista, ¿dices que confesó?
—Le echó la culpa al otro.
—Lo normal. No te lo tomes a mal, Alfredo, pero me aburren estos casos tan brutales, tan claros. Qué tipos tan primitivos. Matar a alguien para robarle su coche de alquiler, qué simpleza. Era evidente que acabaríamos cazándolos. Me gustaría que nos enfrentáramos a criminales de verdad. Auténticos malhechores que pusieran a prueba nuestras verdaderas capacidades.
Víctor Ros no sabía lo profético de sus palabras en aquel momento.
—Ya. Como los de las novelas —respondió Blázquez.
—Exacto. Por cierto, pásame el periódico que lea el capítulo de hoy.
—La caza de fantasmas, novela escrita en francés por Armand Lapointe —leyó don Alfredo.
—La misma. Esas historias extraordinarias sí que estimulan la inteligencia y no ese caso truculento por el que sin duda te condecorarán.
—Truculento pero cerrado. Les darán garrote.
—Sus abogados apelarán, ¿no es así?
—Es cosa de tiempo, Víctor. Así que, aunque modesto, es un caso que merece celebración. Te espero en mi casa para tomar un chocolate con bizcochos. Esta tarde. Y no te acepto excusa alguna.
Aquella misma tarde, Víctor se presentó en casa de su compañero con unos deliciosos bartolillos. Allí conoció a la esposa de Blázquez, Mariana, a su hija Ginesa y al marido de ésta, Luis Alberto, un joven pasante que luchaba por abrirse camino en el ingrato panorama legal de la capital. El bisoño abogado era un hombre de familia humilde como Víctor. La niña estaba con los abuelos paternos, así que no pudo conocer a la nieta de su compañero aquella tarde. El «visiteo» era algo que formaba parte de la vida de Madrid tanto como el teatro por horas, la zarzuela o las verbenas. Todo el mundo visitaba a sus conocidos, sobre todo cuando había algún enfermo en la familia o se iba a partir de viaje. Cada visita debía ser devuelta en poco tiempo para cumplimentar a los amigos como era debido; se trataba de una manera de reforzar los lazos sociales entre iguales.
La familia de Blázquez ocupaba nada menos que el principal de un edificio situado en la calle del Prado junto a la esquina de la Banca de León y frente a la casa del ministro Sartorius. El piso era espacioso, de tres dormitorios con sus respectivos gabinetes, un amplio salón para las visitas, cocina, retrete y despensa. Una excelente vivienda de gente de cierto acomodo. Pasaron una tarde agradable degustando el delicioso chocolate que había preparado la propia Mariana y que fue servido por la criada, Loli, una murciana de formas generosas y desbordante desparpajo. Charlaron de política. Víctor y Luis Alberto se mostraban algo cansados de la actitud del gobierno, pues según denunciaban los periódicos liberales, Cánovas se resistía a ceder el poder, como debía, a los constitucionales de Sagasta, el sector más tibio de los liberales. Blázquez no entendía la indignación de los dos jóvenes, pues opinaba que todos los políticos eran iguales. «Los mismos perros con distintos collares», solía decir. Los más jóvenes, por su parte, entendían que había de cumplirse la alternancia que marcaba la Constitución que el mismo Cánovas había promulgado hacía un año para lograr reinstaurar una monarquía, esta vez parlamentaria.
—Si todo esto es una farsa —decía el yerno de Blázquez, que simpatizaba con los radicales—. La participación en las municipales de hace un mes fue apenas del treinta por ciento.
—¿Para eso queríais el sufragio universal? —terció don Alfredo sonriendo.
—Ese no es el problema, Blázquez —dijo Víctor—. La gente más humilde no votó porque en la mayoría de los municipios de España sólo se podía votar a los conservadores. El único sitio donde sé que ha habido más de dos opciones es La Latina, con un candidato conservador, uno de los constitucionales y otro de los radicales. Aunque no sirvió de mucho, la verdad, porque salió el candidato que apoyaba al gobierno, el conservador. Este sistema, de seguir así, terminará siendo caciquil.
—Ya lo es —dijo Luis Alberto.
—Espera a que Sagasta pueda formar gobierno y verás cómo las cosas cambian.
—Cánovas no dejará que ocurra. Eso de la alternancia es algo que dice sólo de boquilla —repuso el yerno de Blázquez.
—Sagasta sabe lo que se hace. Se gana mucho más siendo moderado. El sistema sólo podrá cambiarse desde dentro, gradualmente —replicó el joven subinspector—. Práxedes Mateo Sagasta ha sabido evolucionar desde los postulados más radicales de su inicial militancia política hasta la moderación que ha de traer la modernización del país. Incluso Cánovas, con el que no simpatizo, ha sabido vislumbrar que necesitamos un período de estabilidad para poder salir adelante. La idea de esta monarquía parlamentaria fue suya, él trajo al rey y creo que cumplirá su parte garantizando la alternancia de los dos partidos en el poder. Debemos ser pacientes y cambiaremos el mundo.
—Bueno, bueno —dijo Mariana—. Dejémonos de política y juguemos a algo. Yo elijo el juego.
Pasaron el resto de la tarde jugando a la berlina. Una distracción que consistía en que todos los invitados permanecían sentados cerca unos de otros, excepto uno de los jugadores que lo hacía aparte, «en la berlina». Entonces todos formulaban una frase ocurrente o un dicho que alguien se encargaba de transmitir al ocupante de la berlina. Éste debía averiguar quién había pronunciado cada frase y, si acertaba, el desenmascarado pasaba a sentarse aparte para «pagar» por haber sido identificado. Era un juego inocente que resultaba divertido si los participantes eran ingeniosos y si reinaba, como solía, el buen gusto. Todos reían divertidos ante la perplejidad que mostraba don Alfredo, porque siempre era descubierto a causa de sus frases y dichos en los que de continuo atacaba a su odiado Lagartijo. Parecía un niño cuando hablaba de toros. Víctor se sintió amparado y querido con aquellos nuevos amigos. Él no sabía lo que era tener una familia como aquella. Se felicitó de haber entrado en la vida de aquella buena gente.
Una tarde, a principios de mayo, sucedió algo que hizo que Víctor saliera de la rutina. Hasta entonces se hallaba perdido, sin rumbo, pero desde aquel momento encontró una ilusión que no era malgastar la paga en los prostíbulos de Embajadores o de la plaza de las Armas. Ocurrió deambulando por el Paseo del Prado, junto a la elegante verja que lo separaba del Jardín Botánico que construyeran en su tiempo Francisco Arrillaga y Pedro José de Muñoz. Mataba el tiempo escuchando entre los corros a la gente, que se mostraba consternada por un suceso acaecido en Carabanchel: al parecer, un matrimonio de jóvenes había acudido a visitar a los padres de ella, ancianos y enfermos, cuando la casa se había derrumbado con todos dentro. Una tragedia.
Paró en un puesto y pidió una clara con limón para refrescarse. Fue entonces cuando, bajo el frescor de la sombra de los inmensos árboles y embriagado por la combinación de fragantes olores primaverales procedentes del magnífico jardín, Víctor Ros Menéndez se enamoró. La vio venir mientras saboreaba el ligero aroma alcohólico de su cerveza con gaseosa. Iba acompañada por su ama y caminaba con la sombrilla apoyada con gracia en el hombro derecho. La joven sonrió al ver a unos pilludos que hacían rabiar a un perro de aguas que alguien había atado a la verja ornamental que rodeaba al Botánico. Le pareció un ángel. Su risa era agradable, fresca y suave. Su boca, su dentadura y sus labios, perfectos. El cabello, recogido en un moño y tocado por un discreto sombrero azul, parecía del color del trigo bañado por el sol de verano. Sus ojos eran claros y su talle esbelto. Tenía las mejillas algo sonrosadas.
—Vamos, Clara —dijo el ama con voz severa.
La chica, que había quedado rezagada, se apresuró a ponerse a la altura de su aya. Pasó junto a él dejando en el aire un maravilloso olor a lavanda.
Víctor quedó petrificado.
Las siguió hasta el Salón del Prado, una amplísima explanada de sección rectangular que acababa en una amplia plaza con una fuente circular en el centro, La Cibeles, un proyecto de Ventura Rodríguez desarrollado a instancias de Carlos III. Estaba situada sobre una gradería circular de cuatro peldaños y rodeada por una verja que impedía el acceso directo a la fuente. Al principio, ésta sólo constaba del carro con la estatua; más adelante se añadieron los dos leones, Atalanta e Hipomecos. A Víctor le parecía hermoso aquel inmenso conjunto, orientado hacia la otra fuente que señalaba el fin del Salón, la de Neptuno.
El Salón del Prado estaba situado entre San Jerónimo y Alcalá, entre Cibeles y Neptuno y allí se daba cita cada tarde el todo Madrid. Algunos privilegiados paseaban por un espacio dotado de bancos que llamaban «el gabinete» o «París», debido a la muy distinguida concurrencia que se daba cita en dicho lugar. Otros miembros de la nobleza o la alta burguesía preferían caminar por la zona más amplia o despejada, junto a los coches, donde también se podía hacer ostentación de carruajes y monturas, mientras que el pueblo llano, por su parte, debía conformarse con pasear en la arboleda próxima a San Fermín. Desde allí precisamente, Víctor Ros vio que la moza se reunía con su familia. Un hombre de edad —debía de ser el padre—, de porte aristocrático y poblado bigote, una distinguida dama —pensó que sería la madre, pues se le parecía— y una pareja de jóvenes que, a juzgar por su actitud, pelaban la pava. La carabina volvió por donde había venido y la joven y sus cuatro familiares caminaron durante un buen rato por el paseo. Víctor intentó no mirar con mucho descaro. No era educado.
Aquella misma noche fue a ver a la Valenciana.
Apenas tres días tardó Víctor en averiguar cuanto quería sobre la bella joven y su familia. Ella se llamaba, en efecto, Clara. Clara Alvear. Acababa de llegar de un prestigioso internado suizo en el que había permanecido tres cursos y contaba veinte años de edad. En su reaparición en sociedad había causado una gratísima impresión al Madrid más selecto, en el que ya se rumoreaba que el padre de la joven andaba a la busca de algún pretendiente de postín para su hija. Gracias a sus contactos, a los archivos de la Dirección General de Seguridad y a algún dinerillo invertido en sobornar a un par de cocheros —los mejores y más fiables observadores de toda la capital—, el joven subinspector pudo saber que el progenitor de la joven era don Augusto Alvear, conde de Teresillas, un noble asturiano venido a menos que desempeñaba el cargo de subsecretario de Fomento con más pena que gloria. Hombre políticamente conservador, había casado con doña Ana Escurza, duquesa de Castrobeniel, una mujer piadosa y tradicional que le había dado dos hijas, Aurora y Clara. La joven Aurora había sido prometida a Donato Aranda, hijo de don Antonio Aranda, «el Rey del Lino», un empresario de origen catalán famoso por sus factorías de Martorell y por sus continuas fiestas, cacerías y alardes que no tenían otro objetivo que conseguir que su primogénito emparentase con alguien de la alta sociedad y lograra un título nobiliario.