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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

El misterio de la Casa Aranda (8 page)

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
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—Vaya, vaya, o sea que ya no hacía la calle. Bien. Es interesante. Me habéis sido de gran ayuda. ¡La cuenta, niño! —gritó Víctor ante la desilusión de las mozas al ver que la velada tocaba a su fin.

Tenía prisa, pues aquella misma noche don Benito Pérez Galdós pronunciaba una conferencia en la Universidad sobre «Influencia y ventajas de la enseñanza en la agricultura» y todo el Madrid liberal se daría cita allí.

En los días sucesivos, Víctor pudo paliar el aburrimiento que sufría por el caso del cajero corrupto de la Banca Sabatini gracias a que dedicaba sus ratos libres a investigar la muerte de las tres prostitutas. No encontró a nadie que admitiera ser amigo de la primera víctima, la pajillera, pero no se desalentó. Como buen sabueso, en cuanto percibía el tufillo, una vez daba con el hilo que desenmarañaba un caso, no lo soltaba aunque fuese lo último que hiciera en este mundo.

Abenza, el guardia grandullón de fieros bigotes, le acompañó a visitar a Adrián «el Marsellés». Aquel asqueroso tipejo malvivía en una casa de huéspedes situada junto al convento de las Jerónimas. Fueron a la noche para encontrarlo con seguridad, y la patrona los guió hasta el cuarto piso donde se hacinaban más de veinte varones vagabundos, borrachos y gentes de mal vivir, que pernoctaban por unos céntimos en tan mezquina vivienda. Abenza levantó a aquel desgraciado, que se hallaba en mitad de una partida de cartas, dándole patadas en las posaderas y se lo llevaron a la calle, sacándolo a empellones a la plaza del Cordón. La noche era fresca y se oía a lo lejos el cri-cri de los grillos. No pasaba nadie por allí a aquellas horas.

—Pero ¿qué es este atropello? —dijo el chulo muy digno.

Abenza le atizó un sopapo que lo derribó.

El Marsellés era un tipo menudo, esmirriado, de rostro afilado, largas patillas y un ojo a la virulé. Tenía los dientes podridos. Se levantó como buenamente pudo del suelo de losa y morrillo de la plaza.

—Quieto, Aniceto —ordenó Víctor—. No soy amigo de violencias. A ver, tú, sólo quiero hacerte un par de preguntas.

—Yo no sé nada del golpe. Ni siquiera conozco al inglés.

Víctor y el guardia se miraron en la semipenumbra de las débiles farolas de gas.

—¿Qué golpe? ¿Qué inglés? —repuso el subinspector.

—Me parece, don Víctor, que debía usted permitirme unos minutos a solas con esta escoria —dijo Aniceto—. Sabe más de lo que parece.

—No, no. Olvidemos de momento otros casos. Sólo me interesa lo de la chica muerta.

—¿Cómo? No sé nada de ninguna muerta.

Otro sopapo de Abenza.

—Hablo de Engracia, «la Chelito».

—Yo no la maté, hombre de Dios. ¿No ve dónde tengo que vivir ahora? Si no tengo un real… Era mi única yegua. La Bilbaína se me murió de la «safilís» y la Rusti se me fue con un sargento de artillería. ¿A qué iba yo a hacerle daño a mi única fuente de ingresos?

Víctor lo vio razonable.

—Espero que no me estés mintiendo o te dejaré a solas en un calabozo con aquí, mi amigo Abenza. Necesita liberar tensiones. ¿Notaste algo raro en los últimos tiempos?

El otro miró al suelo y dijo como avergonzado.

—Que se me iba de las manos. Creo que algún señoritingo me la quería levantar.

—Y por eso la mataste —acusó el enorme guardia.

—¡No! La necesitaba.

—¿Por qué dices lo del señorito, Marsellés? —quiso saber Víctor.

—Porque sí, a veces venía a buscarla una «mañuela»[1] con una vieja dentro que la llevaba a las citas con ese individuo. No la pude ver bien porque siempre venía de noche.

—¿Y sabes quién era él?

—Si lo supiera ya lo habría despachado. Nadie le estropea la mercancía a Adrián «el Marsellés».

—Vaya, qué detalle por tu parte —masculló el subinspector pensando que aquel desgraciado sólo veía a la joven como una fuente de ingresos—. Una vieja, dices. Volveremos a vernos. Interesante. No salgas de Madrid o te meto en chirona.

Dicho esto, Abenza y Ros se alejaron, perdiéndose en la noche.

—¿Qué opinas, Aniceto?

—Que no me gusta ese tipo.

—A mí tampoco, pero no lo creo culpable. ¿Para qué iba a acabar con su única fuente de ingresos?

—Esa gentuza es impredecible, igual se emborrachó y se le fue la mano. Además, ha dicho que la fulana se le iba. Un ricachón.

—¿Y las otras dos putas asesinadas? No eran cosa suya.

—Ha dicho que había perdido dos hembras recientemente; igual estaba luchando por abrirse un hueco en el negocio. Ya sabe usted, se carga a dos furcias para atemorizar a las compañeras.

—No sé, Abenza, no le veo arrestos al fulano.

Entonces el guardia sacó una pequeña petaca del bolsillo y le dio un buen trago.

—Pero ¿qué haces? ¿Bebiendo de servicio?

—No hombre, no —rió el grandullón—. Es agua alquitranada.

—¿Cómo?

—Sí, es lo mejor para el pecho. El Alquitrán de Guyot es mano de santo, previene la bronquitis, la tisis, la irritación de pecho y el catarro de vejiga.

—Pero ¿y lo tomas así, a palo seco?

—No, hombre, no. Se diluye en agua. Lo puede usted encontrar en Borrell Hermanos, en Sol 5.

—¿Y para qué quiero yo eso?

—Pues para la humedad de estas noches, que es muy traicionera.

—Pero si estamos en junio, Abenza, y usted es un tiarrón.

—Nunca se sabe, don Víctor, nunca se sabe, los agentes microbianos están por todas partes.

El subinspector pensó que aquel simpático guardia estaba como una cabra.

Pasaban los días y el verano se presentaba caluroso en Madrid. El subinspector parecía estancado en el caso: una vieja y un tipo importante. Eso era lo que había detrás de aquellas muertes, pero un tupido velo ocultaba qué había ocurrido con ellas tras ser recogidas. ¿A dónde habían ido después de bajar del coche en la calle Mayor?

Una mañana, Víctor llegó de buen humor al trabajo sorprendiendo así a su compañero. Parecía exultante, decididamente alegre.

—¿Y esa cara de satisfacción? —preguntó Blázquez—. ¿Fuiste anoche de «picos pardos»?

—Quiá, Alfredo. Anoche presencié un hito histórico en el devenir cultural de la Villa y Corte. Un momento legendario que habrá de perdurar en la historia del Parnaso madrileño.

—Vaya.

—Sí. Fui al teatro de la Zarzuela, se celebraba una velada artístico-literaria de las de relumbrón. Imagina, Alfredo, el teatro a reventar y el respetable expectante. Todos los liberales de Madrid, constitucionales o radicales se habían dado cita anoche allí.

—Menuda redada se hubiera podido hacer.

—En efecto, porque hablamos nada menos que de un recital del mismísimo Zorrilla, que comenzó declamando el Canto del Fénix, para continuar con la Soledad del Campo y el Testigo de Bronce. El público estalló en aplausos tras escuchar emocionados:

Lo sé,

Lo veo…

Mi sino.

Tal fue;

Cierto,

Sí;

Yerto

Voy,

Caí.

¡Muerto

Soy!

Nada

Hay

Aquí

Ay

Fui.

¡Qué cosa, Alfredo, qué cosa! Todos nos pusimos en pie, regocijados por el retorno del poeta a casa, gritando entre vítores y bravos. ¡Qué entusiasmo! La gloria. Sentíamos que nadie podría pararnos. Tres veces, tres, comenzó el recitante a decir:

Entre pardos nubarrones

pasando la blanca luna,

con resplandor fugitivo,

la baja tierra no alumbra.

La brisa con frescas alas

juguetona no murmura,

y las veletas no giran

entre la cruz y la cúpula.

«Pero el respetable estallaba en aplausos y Zorrilla se veía obligado a comenzar de nuevo.

—Qué espectáculo, ¿no?

—No lo sabes bien. «¡Silencio!», clamaban los unos. «¡Escuchen!», chistaban los otros.

Cuando Zorrilla terminó, el teatro de la Zarzuela se venía abajo. Luego, al gran poeta le siguieron la señorita Bernis con su arpa (que te diré que fue un encanto) y Fernández y González, que leyó El Poeta y los Espíritus, entre otras obras, con un tono algo monótono que no nos entusiasmó ni mucho menos. El espíritu liberal nos imbuía a todos los presentes y flotaba en el ambiente llenando los corazones de entusiasmo. Todos querían saludar al poeta, estrechar su mano. Salí de allí como si flotase.

—Sí, hijo, he visto que El Imparcial se deshace en elogios para con el evento. Pero, veladas literarias aparte, ¿qué te parece si trabajamos un poco? ¿Cómo llevas tu asunto ese de las prostitutas?

—Un poco he avanzado. Mira, Alfredo, esto es lo que sé: tengo tres putas muertas con el mismo modus operandi, puñalada en el costado. A las tres les dejaron encima treinta reales. Y sé que la amiga de Lola, la Engracia, alias «la Chelito» y la pobre Eva, de la Fábrica de Tabacos, eran recogidas a menudo por una extraña mujer, una vieja de acento extranjero y con una horrible verruga, que las llevaba a verse con alguien de dinero. Un caballero de posibles se las beneficiaba.

—Vaya. Ahí hay caso, hijo.

—Pues eso creo yo. Si enviaba a la vieja es porque debe de ser alguien conocido, ¿no?

—Me parece razonable. Y peligroso. Ándate con tiento.

Víctor continuó con sus pesquisas los días siguientes y pudo dar con algunas compañeras de «oficio» de la primera víctima, Antonia, paseando de anochecida por donde se colocaban las carreristas y pajilleras. Allí supo por las propias jóvenes que se cubrían unas a otras tomando nota del número de coche en que subían sus compañeras si éste era de alquiler, o bien fijándose en las características del mismo si el carruaje era de un particular. Así averiguó Víctor, gracias a aquellas pobres desgraciadas, que la primera víctima del asesino había subido a un coche de alquiler que portaba la chapa identificativa de la Villa con el número 136. Fue sencillo contactar con el cochero a través de su conocido, Ignacio, que le concertó una entrevista con el citado profesional.

Resultó ser un tal Adolfo Guara, un joven bien parecido que se dedicaba en su tiempo libre a escribir poesía y conocía al policía de verlo en las tertulias liberales. Se habían visto en el recital de Zorrilla. Era alto, buen mozo y de pelo negro y ensortijado. Lucía unas inmensas patillas. El joven subinspector lo citó en una pequeña taberna de Chueca, y el otro se mostró colaborador desde un principio.

—¿No recordarás un trayecto que hiciste hace dos meses ya, en que una puta subió en tu coche en Embajadores? —preguntó Víctor tras las presentaciones de rigor.

—Mire, señor, hago muchos trayectos de esa clase, ya sabe, un caballero no va a recoger a una de esas arrastradas en su propio coche, así que es habitual que recurran a uno de alquiler para así no ser reconocidos.

—¿Me estás diciendo que los caballeros frecuentan ese tipo de ambientes, Adolfo? Pensaba que sólo irían a burdeles de postín.

—Buf, no lo sabe usted bien don Víctor, son los que más; ¿no ve usted que esas desgraciadas son lo más tirado?; hacen cualquier cosa por una peseta.

—¿Y recuerdas aquel día? La chica acabó muerta.

—Pues sí, lo recuerdo, precisamente por lo del asesinato, lo leí en la prensa y supe que era ella, Antonia, porque sus compañeras se interesaron al día siguiente por el asunto. Pero no debo hablar de mis clientes…

—Mataron a esa chica, Adolfo —dijo el subinspector Ros mirando al joven cochero a los ojos—. Quiero echar el guante al asesino.

De pronto, tras una pausa, el aprendiz de poeta comenzó a hablar como con prisa, soltándolo todo.

—Le he dicho que lo recuerdo porque fue algo raro, que se salía de lo normal. Iba en busca de algún cliente, despacio, por la calle Mayor, cuando una mujer me hizo una seña.

—¿Le viste la cara?

—No, iba de gris y llevaba velo. Era una vieja.

—¿Una vieja? —preguntó Víctor recordando a la anciana de la horrible verruga. Volvía a aparecer.

—Sí, lo sé por su voz.

—¿Y qué ocurrió?

—Me dijo: «A Embajadogues». Así, con un acento de «franchute». Yo dije: «Señora, es tarde y allí…» «A Embajadogues», repitió. Así que allí que fuimos. Me hizo dirigirme hacia un grupo de mozas que aguardaba en la esquina con la glorieta y habló algo con una de ellas. La chica subió.

—¿Y a dónde las llevaste?

—Al mismo punto en que recogí a la vieja. En la calle Mayor.

—Demasiado transitado para que nadie recuerde nada.

—Exacto —convino el cochero.

—¿Recuerdas algún detalle más?

El joven miró hacia arriba, como pensando y dijo:

—Pues eso, que aquella vieja tenía acento extranjero, como francés, «embajadogues», dijo.

—¿Te fijaste si tenía una enorme verruga en la cara?

—Pues ahora que lo dice «usté», sí, aquí, en la barbilla.

—Gracias, Adolfo, lo has hecho muy bien. Esto es para ti.

Víctor dejó un duro sobre la rústica mesa de madera y se despidió. Aquello prometía. En los tres casos aparecía aquella extraña vieja. ¿Casualidad?

Capítulo 6

La tarde del 6 de junio la suerte de Víctor dio un vuelco espectacular. A pesar del transcurso de los años, aun en su vejez, recordaba nítidamente lo ocurrido en aquella calurosa jornada. Lo más granado del Madrid aristocrático comenzaba a hacer las maletas para pasar el estío como era debido, esto es: en la Riviera, Biarritz o, como mínimo, San Sebastián. El calor comenzaba a apretar de veras. Serían aproximadamente las cinco de la tarde cuando Víctor repasaba un sumario intentando librarse del insoportable sopor que le invadía a causa de la pesada comida que le había servido doña Patro. ¡Nada menos que un cocido madrileño en un día tan caluroso!

El joven inspector comenzaba a barajar la posibilidad de bajar a tomar un café a alguno de los establecimientos que había en Sol para despabilarse y echar un cigarro, cuando don Horacio Buendía irrumpió en el despacho y despertó a don Alfredo, que por poco se cae de su silla, pues tenía la mala costumbre de dormitar en equilibrio, con los pies sobre la mesa y apoyando sólo en el suelo las patas traseras del asiento.

—Don Alfredo, don Víctor, les necesito. Tomen sus sombreros deben acompañarme de inmediato.

Sin saber muy bien el cómo ni el porqué, los dos policías se vieron con el sombrero y el bastón en la mano bajando las escaleras tras el vital don Horacio. Un coche les esperaba en la puerta. Subieron con premura y, antes incluso de que se cerrara la portezuela, el vehículo ya había echado a andar.

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