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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

El misterio de la Casa Aranda (3 page)

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
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A Víctor no le agradaba demasiado verse rodeado por extraños, así que allí sentado, en aquella incómoda silla, y envuelto literalmente por una multitud de dolientes, el joven policía terminó recordando aquellos momentos en que don Armando Martínez, el sargento «Molinillo», cambió su vida.

Después de su detención junto a Sol, justo al lunes siguiente, Víctor acudió a casa del sargento como éste le había ordenado. Era una tarde fresca de otoño, pero el joven no vestía abrigo ni capa. Le gustaba que la chaqueta le ciñera el estilizado talle, ya que, a su juicio, un gabán no hacía sino ocultar el gallardo porte que tan buenos resultados le daba en el galanteo con las chulapas, amas y criadas del Madrid céntrico.

Una vez en el primer piso donde vivía don Armando, situado en una humilde comunidad de vecinos de la calle de los Lucientes, Víctor mantuvo una larga y esclarecedora conversación con el rudo sargento, quien le hizo ver de alguna manera que había sido dotado por la naturaleza con las mejores cualidades que puede tener un investigador, a saber: buena memoria, capacidad de observación e intuición.

—A ello debemos añadir que eres un joven leído, Víctor, de manera que, si tú quisieras, yo podría garantizarte un futuro más que brillante en la carrera policial. Sé que estás resentido, sé que opinas que es más fácil arrancar por la fuerza a los poderosos lo que tú envidias, pero piensa en Ignacia, que te dio la vida. ¿Quieres que sea la madre de un delincuente?

—No —contestó el joven—. Eso es lo único que me convence de su argumentación.

—¿Sigues leyendo, hijo?

—Sí —contestó con aire cansino mirando hacia la ventana del salón de don Armando.

—¿Qué lees ahora?

—La vida es sueño, de Calderón.

—¿Y qué te parece?

—Pues eso, que bien podría ser todo un sueño —contestó con tono chulesco.

—Bien, bien. Y de política, ¿cómo andas?

—Leo los periódicos, pero eso no me da de comer.

—¿Eres liberal?

—No soy nada, soy de mi propio partido, soy de Víctor Ros Menéndez.

—Bien dicho, hijo. No te metas en politiqueos. ¿Sabes, Víctor? He hablado con un jefe de sección del Ministerio de Gobernación, que, por cierto, me debe un par de favores, y me ha dicho que necesitarían algo así como un ayudante allí mismo, en Sol.

—¡Ya, un chico de los recados!

—No, hombre, no. Una especie de hombre de confianza para llevar y traer despachos, hacer alguna faena dura, ya sabes, un poco de todo.

—Un chico de los recados —repitió el joven con fastidio.

—Pero de confianza. No todo el mundo entra en el Ministerio de Gobernación. Se tratan asuntos delicados, a veces de importancia. Conocerías gente, te irías curtiendo. Terminarías siendo un gran policía y, ¿quién sabe?, igual podías llegar muy lejos. La paga sería decente y, por otra parte, sé que el chaval que ocupaba ese puesto ganaba más sólo con las propinas que algunos agentes de a pie.

—¿Y qué ha sido de ese chaval?

—Ahora es policía en Alcalá de Henares. Va camino de ser el sargento más joven del cuerpo en breve plazo. Comprenderás que si te quiero colocar ahí es por algo. Sé que parece poco de momento, pero si tienes paciencia, en poco tiempo estarás bien situado. Piensa en doña Ignacia.

Muchas veces había pensado Víctor en ello en los años siguientes, pero el caso era que, sin saber muy bien por qué, aquel severo grandullón, aquel sargento rebosante de saber popular y don de gentes siempre lo convencía para que hiciera lo que él quería. Siempre fue así en los años que siguieron. De hecho, aquel lunes de noviembre, Víctor había acudido a casa de don Armando con un preparado y efectista discurso para que los dejara en paz a él y a su madre. Venía a ser un «vayase usted al cuerno, don perfecto» que nunca llegó a pronunciar. Salió de allí, en cambio, convertido en un simple recadero de un comisario de Sol, negándose una vida de lujo y desenfreno como delincuente para cambiarla por otra de abnegado y pobre proyecto de funcionario policial. ¿Era tonto? ¿Se había vuelto loco acaso? ¿Qué tenía aquel sargento que le hacía confiar en él?

Quizá don Armando era la ausente figura paterna que, sin saberlo, tanto había echado de menos, o quizá el joven encarnaba el hijo que el policía añoraba en secreto, pero desde aquel momento ambos hombres mantuvieron una relación de complicidad que halagaba a la madre del chico, doña Ignacia, y hacía que doña Angustias se felicitara por el indudable cambio que aquél había provocado en el severo y rígido sargento. Eran tal para cual. A don Armando le enternecía la chispa del chico, su rapidez mental y su carácter apasionado y fogoso. Le recordaba al joven emigrante murciano que llegara a Madrid con una mano detrás y otra delante para terminar siendo sargento de policía. El crío era una mina, tenía potencial y él lo sabía.

Por otra parte, el joven halló un guía, un referente que no sólo le ayudó a encaminar su vida del lado de la ley, sino que le transmitió todo lo que había aprendido a lo largo de su experiencia como servidor público. El veterano sargento era un perspicaz conocedor de la psicología del delincuente, y con él aprendió Víctor a juzgar a la gente a simple vista, a leer en sus ojos y en sus gestos como en un libro abierto. No era tan difícil. Al menos, con un buen maestro.

También don Armando contaba al joven historias y sucesos del Madrid antiguo que permitieron a éste descubrir otra ciudad diferente a la que conocía.

Por ejemplo, pasó a ver el mercado de la Cebada de manera distinta: de ser un vivero de pardillos donde sisar una cartera o una bolsa entre la multitud, aquel espacio se convirtió para él en el lugar donde dieron garrote a Luis Candelas. El bandolero por excelencia, el delincuente más querido por los madrileños, famoso por sus golpes audaces, que murió sin haber agredido a nadie, sin haber tirado nunca de navaja y sin haber recurrido a la violencia jamás. Era un tipo peculiar que usaba el cerebro en lugar de los músculos. Víctor tomó buena nota de ello.

O la Cuesta de la Vega, sin ir más lejos, que dejó de ser para el joven un lugar en el que dejar atrás a los guardias menos ágiles que él y más lentos y achacosos, para convertirse en el rincón en el que, según la leyenda, el rey Pedro I el Cruel había desenmascarado con un truco simple y eficaz al verdadero asesino de un noble muy apreciado por él: el monarca se personó en el lugar de los hechos al enterarse y ordenó que nadie tocara el cadáver. Todos los paisanos que pasaban por allí miraban al muerto excepto uno, embozado, que pasó sin siquiera echar un vistazo. «Ahí tenéis al asesino», sentenció el monarca, que ordenó la detención del rufián.

Todas esas cosas le contaba don Armando y él las escuchaba fascinado.

A veces el raterillo se preguntaba cómo había surgido en el sargento el interés por ayudarle. Y es que Víctor no supo hasta mucho tiempo después que su madre cosía algunas tardes de domingo, a ratos, en casa de doña Angustias (ahora un zurcido, ahora una falda o un dobladillo) y que la pobre doña Ignacia había contando sus penas a la esposa de don Armando en más de una ocasión. Y precisamente la intervención de la mujer del policía hizo posible que el ocupado sargento se encargara de dar un buen susto a un audaz jovenzuelo que, la verdad, apuntaba alto en el mundo de la delincuencia.

A veces un destino se tuerce o se endereza ante una encrucijada, y Víctor Ros Menéndez sabía que don Armando los había salvado, a él y a su madre, de una vida de peligro, dolor, prisión y muerte. Y le estaría siempre agradecido por ello. Por eso se sentía huérfano ante la pérdida de aquel hombre. Pese a la distancia, nunca había dejado de pedirle consejo, se carteaban y se contaban sus cosas. Ahora que su madre y don Armando se habían ido, este mundo le parecía más frío y triste, muy triste.

—¿De vuelta a casa, Ros? —preguntó una voz sacando a Víctor de sus ensoñaciones. El joven policía se puso en pie y estrechó la mano de su interlocutor, Antonio Irún, un antiguo conocido de su época de recadero.

—Don Antonio, no le había visto.

—Apea el tratamiento, hombre. Entre colegas está mal visto. Por cierto, me han dicho que has ascendido a subinspector, ¿no?

—Sí, tuve suerte. ¿Y usted? Perdón, ¿y tú?

—Inspector, estoy en Chamberí. ¿Dónde paras?

—De momento creo que en Sol, en la sede del Ministerio de Gobernación. Allí me conocen y algo me dijeron de una brigada nueva.

Antonio Irún, alto, delgado, de amplio bigote y vestido con traje claro de mil rayas emitió un silbido de admiración.

—¡Vaya, vaya! ¡Quién lo hubiera dicho de aquel chico de los recados! Aprovecha ahora que tu estrella es ascendente. Avanzas rápido, porque tú andarás por los veinti…

—Veintisiete.

—Buena edad, Ros, veintisiete y subinspector, a mí me costó más quitarme el uniforme. A los treinta y cinco pasé a ir de paisano. Bueno, bueno… Entonces, por lo que veo, te quedas por aquí.

—Eso espero —asintió sonriendo Víctor.

—Nos hace falta gente como tú. ¿Has buscado casa?

—Estoy en una pensión, en la calle de las Huertas.

—Si necesitas algo, ya sabes. Me avisas y te busco otro lugar.

—No, no. Doña Patro, la dueña, parece una buena mujer, tengo un cuarto amplio y bien ventilado, la comida es buena, lavan y planchan bien y estoy a un paso del Paseo del Prado.

—Para pelar la pava, ¿eh?

Víctor rió la ocurrencia de su colega y repuso:

—No, no tengo tiempo para novias ahora.

—Pues aprovecha entonces y diviértete —repuso con expresión picara Irún—. Ya sabes dónde me tienes, si se te ofrece algo, me mandas recado. No hace falta que te insista. He oído hablar maravillas de ti. Ya sabes, de lo de Oviedo.

Víctor bajó la mirada algo avergonzado ante el cumplido.

—Sí, aquello me valió el ascenso. Creo que tuve suerte en aquel trabajo —contestó con modestia.

—Bah, paparruchas. Ya lo decía don Armando: tú llegarás lejos. Te lo digo yo.

Capítulo 3

Al día siguiente, Víctor Ros Menéndez, flamante subinspector y prometedor miembro del cuerpo de policía, se presentó en las dependencias del Ministerio de Gobernación en la Puerta del Sol. Le asignaron un pequeño despacho que compartiría con Alfredo Blázquez, un veterano inspector. El nuevo compañero de Víctor resultó ser un hombre delgado, menudo y de incipiente calva, de mirada huidiza y bigotillo, que, al parecer, era un sabueso de reconocido prestigio en el cuerpo. Llevaba unas delicadas gafitas de alambre y de su aspecto apocado, sus lentes de gruesos cristales y una vocecilla que apenas le salía del cuerpo se desprendía una injusta imagen de timorato contable venido a menos que no hacía honor a la verdad. La realidad era bien distinta, como Víctor pudo comprobar en cuanto compartió un par de jornadas con su nuevo compañero y superior. Don Alfredo, por su parte, también quedó impresionado por las cualidades de su nuevo colaborador en el mismo momento de conocerse. Años después recordarían el incidente con cariño. Eran las diez de la mañana de un día soleado y hermoso. Al llegar a la oficina, don Alfredo se encontró con un joven sentado en su mesa. El desconocido estaba enfrascado leyendo un maremágnum de papeles que había desparramado sobre su desordenado cubículo y levantó la cabeza sonriendo al verle entrar.

—Vaya, don Alfredo, parece que esta mañana se le han pegado las sábanas.

—¿Cómo dice? ¡Si llego cinco minutos antes de la hora! —replicó, reparando en que el joven desconocido le había llamado por su nombre.

—¿Me equivoco entonces en mi apreciación?

—No, no —aceptó don Alfredo Blázquez asombrado—. Pero ¿nos conocemos?

El joven soltó una carcajada.

—Perdóneme, don Alfredo, tiene usted toda la razón. Pensará que soy un mal educado. Mi nombre es Víctor Ros Menéndez, aquí tiene mi tarjeta. Me acabo de incorporar a la brigada y me han comunicado que voy a trabajar con usted. Acabo de llegar del norte y he sido nombrado subinspector.

—Vaya. Entonces usted es el famoso joven que desarticuló la célula radical de Oviedo.

—El mismo —contestó con un aire lánguido en la mirada que don Alfredo no supo si atribuir a la modestia o a un rescoldo de cierta tristeza.

—Se dice que es usted un joven prometedor. Trabajó aquí, ¿no?

—Sí, empecé de botones. Por eso le he reconocido nada más entrar, don Alfredo, es usted una auténtica leyenda en el cuerpo.

—Naderías —dijo Blázquez halagado por el cumplido—. Por cierto, apéame inmediatamente el «usted». Somos compañeros.

—Dicho y hecho. Disculpa que haya utilizado tu mesa, pero aún no han traído la mía y quería ponerme al día.

—Nada, nada, joven, si vamos a ser compañeros, lo mío es tuyo.

—Muchas gracias. Me han indicado que me ponga a tus órdenes, que me mantendrías al corriente.

—Mejor salimos un rato y hablamos delante de un café. Me temo que tenemos trabajo por delante.

—Me parece una idea excelente, Blázquez. Habrá que organizarse y qué mejor manera de hacerlo que charlando ante un café.

Entonces, antes de salir, el inspector le preguntó:

—Por cierto, Víctor, ¿cómo has sabido que se me habían pegado las sábanas?

Él lo miró esbozando una sonrisa y le dijo:

—Una tontería, Alfredo, una tontería. Resulta que le recuerdo, perdón, te recuerdo como un hombre que aunque no demasiado atildado, vestía siempre con corrección y he observado que has llegado con un chaleco que no corresponde con esa chaqueta, efecto de la prisa, sin duda. La chaqueta es marrón clara y el chaleco es de color similar, sí, pero algo jaspeado y parece grueso, de invierno. No llevas tu reloj de bolsillo, objeto que, según recuerdo de mis tiempos de botones, siempre llevabas contigo y, además, tienes el bigote lleno de migas de lo que parece un bollo.

—Magdalenas.

—Pues eso, magdalenas. Migajas que también cubren parte de la pechera, lo cual demuestra que has desayunado a toda prisa por algún motivo. Si a ello unimos que llevas una marca que atraviesa en sentido longitudinal todo el rostro y que sin ninguna duda se debe a alguna arruga de las sábanas, podríamos decir que hace menos de media hora estabas aún acostado.

—Brillante. Simple, pero brillante —reconoció el veterano con la boca abierta—. Lamento no recordarte de tus tiempos de botones con la misma lucidez que tú a mí, pero debo confesar que dicho así tu razonamiento parece bastante simple.

—Ésa es la clave, la sencillez en los razonamientos, no olvides, mi admirado Alfredo, que la distancia más corta entre dos puntos es…

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