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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Narrativa

El misterio de la cripta embrujada (13 page)

BOOK: El misterio de la cripta embrujada
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»—Date prisa —me decía— o llegarás tarde a la inspección. ¿Cuántas puniciones llevas este mes?

»—Dos —contesté mecánicamente.

»Tres puniciones eran una falta; tres faltas, un merecido; dos merecidos, un recargo; tres recargos, cero en conducta.

»—Yo ninguna —se ufanó la burra de tercero.

»Un trimestre entero sin puniciones daba derecho a la guirnalda de laboriosidad; dos guirnaldas en un curso, a la banda de San José; tres bandas en el bachillerato, al título del… Quizás estos datos no sean pertinentes a la historia.

»Sea como sea, creí despertar de una horrible pesadilla. Mi primer impulso fue mirar la cama de Isabel: estaba deshecha y vacía. Pensé que se me habría adelantado y estaría en el baño. Pero no fue así. En la inspección descubrieron su ausencia. Nos molieron a preguntas: yo guardé silencio. A media mañana apareció un tal Flores, de la Brigada Social.

—¡Y dale! —dije yo sin poder contenerme.

—Nos interrogó sin demasiado entusiasmo y se fue —prosiguió Mercedes, que, como todos los sabihondos, nunca escuchaba las correcciones—. Tampoco dije ni pío. Aquella noche, extenuada, dormí profundamente, aunque las pesadillas impidieron que fuera un sueño reparador. Desperté al sonar el timbre y creí enloquecer al ver que en la cama contigua se desperezaba Isabel. El barullo me impidió cruzar con ella la palabra, pero ni de su conducta ni de su expresión pude deducir alteración alguna en su talante, que había recuperado la frialdad e insipidez que la caracterizaban. Volví a pensar que todo había sido un mal sueño y casi me había convencido a mí misma de ello cuando la madre superiora me convocó por conducto de la celadora a su despacho. Acudí más muerta que viva y al entrar en él vi que lo ocupaban, además de la superiora, mis padres, el inspector Flores y el señor Peraplana, el padre de Isabel. Mi madre lloraba con desconsuelo y mi padre tenía los ojos fijos en los zapatos, como si lo abrumara una vergüenza sin límites. Me hicieron sentar, cerraron la puerta, y el inspector dijo así:

»—Anteanoche se produjo en esta institución, que por el mero hecho de serlo merece todo respeto, un suceso para el que reserva nuestro código penal un nombre contundente; el mismo, dicho sea de paso, que le da el diccionario de la real academia. Yo, que repruebo la violencia, razón por la cual abracé el oficio de policía, me siento acongojado y de no ser por el magro sueldo que percibo, haría las maletas y me iría a trabajar a Alemania. ¿Sabes a qué me refiero, niña?

»No supe qué responder y rompí a llorar. La madre superiora pasaba las cuentas de su rosario con los ojos cerrados y mi padre palmeaba el hombro de mi madre en un vano intento de consolarla. El inspector sacó del bolsillo de su gabardina un envoltorio que desenrolló con prosopopeya y del que salió la daga ensangrentada que había visto yo sobresalir del cuerpo del difunto en la cripta. Me preguntó si había visto yo antes el arma homicida. Dije que sí. ¿Dónde? Saliendo del pecho de un señor. De las profundidades de la gabardina salieron a continuación dos wambas viejas. ¿Las reconocía? También dije que sí. Me ordenaron vaciarme los bolsillos de mi uniforme y, con gran sorpresa por mi parte, extraje de ellos, entre otras cosas, tales como un sacapuntas, un pañuelo bastante sucio, dos gomas de yogur para las trenzas y una chuleta con las obras de Lope de Vega, un duplicado de la llave del dormitorio. Comprendí que se me estaba culpando del asesinato que había cometido Isabel y que la única escapatoria que se ofrecía era contar la verdad y echarle a ella, literalmente, el muerto. Mis sentimientos, claro está, impedían este curso de acción. Además, revelar la verdad habría implicado revelar asimismo las circunstancias en que la había descubierto. Nada de lo que había sucedido aquella noche, eso estaba claro, debía saberse, so pena de arruinar la vida de Isabel y la mía. Pero ¿llegaría mi abnegación hasta el extremo de acabar en la cámara de gas?

—En España no hay cámara de gas —apunté—. Si mucho me apuras, ni gas tenemos en las barriadas suburbiales.

—¿Quieres no interrumpir? —dijo Mercedes visiblemente irritada por lo que consideraba una morcilla en el drama que estaba escenificando.

»—El castigo que nuestra legislación contempla para este tipo de actos —prosiguió diciendo el inspector— es el más severo que imaginarse pueda. Sin embargo… —hizo una pausa el inspector— …sin embargo, teniendo en cuenta su corta edad, el alterado estado anímico que en determinados períodos de la vida aqueja a las mujeres y la intercesión de esta bondadosa madre —señaló a la superiora con el pulgar, sin demasiadas muestras de respeto— estoy dispuesto a no proceder como mi condición de servidor del pueblo me impone. Quiero decir, en términos legales, que no habrá atestado ni se incoará sumario. Soslayaremos un proceso cuyas pruebas, vistas, alegatos, conclusiones provisionales y definitivas, sentencia y recursos habrían de ser por necesidad dolorosos y una pizca verdes. A cambio de ellos, por supuesto, habrá que tomar ciertas medidas respecto de las cuales tus padres, aquí presentes, han dado ya su conformidad. De las disposiciones que al efecto se han adoptado, tienes que dar las gracias al señor Peraplana, también presente, que ha accedido a cooperar por mor del afecto que su hija te profesa y que él estima recíproco, ídem por otras razones que no ha tenido a bien exponer y que a mí me traen sin cuidado.

»Las disposiciones a que aludía el inspector no eran otras que mi exilio y, en vista de la alternativa, las acepté de buen grado. Así que me vine a este pueblo y aquí estoy. Pasé los primeros tres años en casa de un matrimonio anciano, leyendo y engordando. La central lechera les daba un tanto al mes para mi manutención. Luego conseguí, tras mucho batallar, que me dejaran independizarme. Me nombré maestra del pueblo aprovechando una vacante que nadie quería cubrir, muy justificadamente. Alquilé esta casa. No vivo mal. Los recuerdos han ido perdiendo nitidez. A veces desearía que mi suerte fuera otra, pero pronto se me pasa la melancolía. El aire es sano y me sobra el tiempo. Y en cuanto a otras necesidades, como te dije ayer, hago lo que puedo, que a veces no es mucho y a veces, bastante

Calló Mercedes y el silencio que siguió sólo fue roto por el canto de un gallo que anunciaba el nuevo día. Al tacto comprobé que la humedad de las sábanas se había evaporado. Tenía sed y sueño y un verdadero revoltillo en la cabeza. Habría dado cualquier cosa por una Pepsi-Cola.

—¿En qué piensas? —preguntó ella con voz extraña.

—En nada —dije tontamente—, ¿y tú?

—En lo rara que es la vida. Seis años llevo guardando este secreto y acabo contándoselo a un rufián maloliente cuyo nombre ni siquiera sé.

Capítulo XII

INTERLUDIO INTIMISTA: LO QUE YO PENSABA

—ES EN VERDAD curioso —dije— cómo la memoria es el último superviviente del naufragio de nuestra existencia, cómo el pasado destila estalactitas en el vacío de nuestra ejecutoria, cómo la empalizada de nuestras certezas se abate ante la leve brisa de una nostalgia. Nací en una época que posteriori juzgo triste. Pero no voy a hacer historia: es posible que toda niñez sea amarga. El transcurso de las horas era mi lacónico compañero de juegos y cada noche traía aparejada una triste despedida. De aquella etapa recuerdo que arrojaba, con alegría el tiempo por la borda, en la esperanza de que el globo alzara vuelo y me llevara a un futuro mejor. Loco anhelo, pues siempre seremos lo que ya fuimos.

»Mi padre era un hombre bueno e industrioso que mantenía a la familia fabricando lavativa con unas latas viejas de combustible muy en boga en aquel entonces por el uso extendido de un artilugio denominado petromax, hoy suplantado con ventaja por la abundancia de energía eléctrica. Unos laboratorios farmacéuticos suizos aposentados en España al amparo del plan de estabilización dieron al traste con el negocio. Fue papá hombre de suerte variable: de la cruzada fratricida del 36-39 salió mutilado, ex combatiente y ex cautivo de ambos bandos, lo que sólo le reportó trasiegos burocráticos, pero no recompensa ni castigo. Obstinadamente rechazó las pocas oportunidades que le deparó la fortuna y aceptó a ciegas todos los espejismos que el diablo tuvo a bien poner a su paso. Nunca fuimos ricos y los escasos ahorros que hubiéramos podido reunir los perdió papá apostando en las carreras de ladillas que se celebraban los sábados por la noche en la cantina del barrio. Por nosotros sentía un desapego posesivo; sus muestras de cariño eran sutiles: tuvieron que pasar muchos años para que las interpretásemos como tales; sus muestras de irritación, en cambio, eran inequívocas: nunca precisaron exégesis.

»Con mamá todo era distinto. Nos profesaba un auténtico amor de madre, absoluto y destructivo. Siempre creyó que yo sería alguien; siempre tuvo conciencia de que yo no valía para nada; desde el principio me hizo saber que perdonaba de antemano la traición de que, según ella, tarde o temprano la haría víctima. Por el escándalo aquel de los niños tullidos y el congreso eucarístico, que no creo que recuerdes, pues serías tú muy niña si es que habías nacido ya, fue a parar a la cárcel de mujeres de Montjuich. Mi padre opinó que todo aquello era una maquinación urdida con el solo objeto de molestarle. Mi hermana y yo visitábamos a mamá los domingos en el locutorio y le llevábamos a hurtadillas la morfina sin la cual no habría podido soportar con alegría el encierro. Había sido mi madre persona activa, trabajando muchos años como mujer de hacer faenas, que es como el vulgo llama al servicio doméstico supernumerario, aunque los trabajos le duraban poco por su incontrolable afán de robar de las casas los objetos más visibles, tales cuales relojes de pared, butacones y, una vez, un niño. Con todo y eso, no le faltaban hogares que atender, pues la demanda era entonces y, por lo que oigo, es ahora, superior en mucho a la oferta y la gente haragana está dispuesta a tolerar cualquier cosa a cambio de hacer poco.

»El hecho de que faltara mamá y de que papá nos hubiera abandonado hizo que tanto mi hermana como yo tuviéramos que espabilarnos a muy temprana edad. Mi hermana, la pobre, nunca fue muy lista, por lo que tuve que ser yo quien velara por ella, quien le enseñara a ganar algún dinero y quien le proporcionara los primeros clientes, aunque ella ya contaba por entonces nueve años de edad y yo sólo cuatro. A los once, harto ya de la persecución de que me hacía objeto el tribunal tutelar, habiendo contraído una enfermedad venérea y siendo mi deseo el no desperdiciar los talentos que creí poseer en la ignorancia, resolví ingresar en el noviciado de Veruela…

Un silbido lejano cortó mi perorata y me hizo volver a la realidad.

—¿Es un tren lo que chifla? —pregunté.

—Un mercancías —contestó Mercedes—, ¿por qué?

—Tengo que irme. Nada deseo con mayor fervor que tener ocasión de continuar esta charla —dije poniendo en estas palabras la única sinceridad que ha informado mis aseveraciones desde los tiempos en que juraba a los clientes de mi hermana que tenía para ellos un merengue de guindas—, pero he de partir cuanto antes. Gracias a tu ayuda tengo ya la solución del caso que me ha traído aquí. Sólo me faltan algunos datos complementarios y la prueba de que lo que pienso es cierto. Si todo sale bien, esta noche habré demostrado tu inocencia y dentro de unos días podrás ser dama de honor en la boda de Isabel. Y, por supuesto, los culpables de todo este enredo estarán donde les corresponde, que, por cierto, no sé dónde es. ¿Tienes fe en mí?

Esperaba que pronunciara un sí vehemente, pero guardó un hosco silencio la chica.

—¿Qué te pasa? —quise saber.

—No me habías dicho que se casaba Isabel.

—No te he dicho muchas cosas, pero mañana estaré de vuelta y nada volverá a interrumpirnos.

Supuse que no decía nada por el natural recato que contrapesa las emociones intensas y con el corazón henchido de gozo recorrí a saltos el camino de la estación y pude abordar el último vagón de un mercancías ruinoso cuya máquina se perdía ya en la vaguada de las montañas que rodeaban el pueblo y cuyo verdor, en la primera luz del día, las hacía parecer una piedra preciosa cuyo nombre siempre confundo con el de una marca de lejía.

El vagón iba lleno de pescado fresco y su perfume salino me hizo soñar en otros horizontes más felices y en una vida de plenitud compartida. Con la locura irracional que acompaña a este tipo de embelesos, veía signos premonitorios en los accidentes más nimios: el cielo limpio, la brisa mansa, los ojos de los pescados, el mismo nombre de Mercedes, a la par patrona de Barcelona y epítome de la industria automovilística teutona. Y, al mismo tiempo, me resistía a que estas quimeras cristalizaran en formas demasiado reconocibles, porque temía para mis adentros que una vez rehabilitado su nombre, ella ya no quisiera saber más de mí. Demasiadas diferencias nos separaban. Ponderé incluso la posibilidad de renunciar a mis pesquisas, ya que, me decía, mientras ella siguiera condenada al exilio y obrara su secreto en mi poder, la tenía, por así decir, en mis manos. Pero ya dije en otra parte de este relato que soy un hombre nuevo y pronto rechacé la tentación, no sin alimentar simultáneamente la esperanza de que por una vez la virtud se viera recompensada en este mundo y no en el otro, al que no sentía querencia ni propensión.

El tren se eternizaba. Con el sol ya muy alto, el vagón se convirtió en un horno y el pescado empezó a heder de modo enfadoso. Fui arrojando a la vía los ejemplares que me parecieron más susceptibles de corrupción, pero cuando hube vaciado el vagón, comprobé con desmayo que la hediondez persistía y que ya mis ropas y todo mi ser daban de ello constancia. Me armé de paciencia y me recosté en un rincón, dedicando el resto del viaje a trazar planes, devanar proyectos, esclarecer enigmas y desenmascarar los embustes de que, en mi opinión, la mujer por la que mi corazón latía había sido víctima inconsciente. Esta ocupación, sin embargo, no me impidió contemplar el futuro con cierto desaliento. Aun cuando lograra resolver el caso de la niña desaparecida pronto y bien e hiciera brillar la inocencia de Mercedes, quedaba pendiente la muerte del sueco, que la policía se empeñaba en imputarme. En el hipotético supuesto de que también este misterio pudiera ser desentrañado, me decía yo, ¿qué iba a ser de mí? Con mis antecedentes delictivos y hospitalarios y mi total carencia de oficio, conocimientos y aptitudes, no me sería fácil encontrar un empleo bien remunerado sobre cuyos cimientos fundar un hogar. Por lo que me habían contado, los alquileres andaban por las nubes, la cesta de la compra era un cohete. ¿Qué hacer? Un vaho enturbió mis ensoñaciones.

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