Read El misterio de Pale Horse Online
Authors: Agatha Christie
No podía correr un riesgo como aquél. Crucé el cuarto impacientemente, aplicándome con un violento ademán, el receptor al oído.
—¡Diga!
—¿Eres tú, Mark?
—Sí. ¿con quién hablo?
—Soy yo, desde luego —dijo la voz en tono de reproche—. Escucha... Querría contarte una cosa.
Reconocí la voz; pertenecía a la señora Oliver.
—Mira, Ariadne. Tengo mucha prisa en estos momentos. He de salir... Te telefonearé más tarde.
—Ni hablar —replicó ella con firmeza—. Habrás de escucharme ahora. Es importante.
—Has de ser rápida. Tengo una cita.
—¡Bah! No estarás mal visto si llegas tarde. Todo el mundo hace lo mismo.
—Es que...
—Escucha, Mark: esto es importante. Estoy segura de que lo es. ¡Tiene que serlo!
Reprimí mi impaciencia lo mejor que pude, mirando de soslayo el reloj.
—Tú dirás.
—Mi criada, Milly, tiene amigdalitis. Se encontraba ya mal, por lo que pensé en enviarla al campo, a casa de su hermana...
Rechiné los dientes.
—Lo siento muchísimo, pero...
—Escucha, Mark. Aún no he comenzado. ¿Dónde me había quedado? ¡Ah, sí! Milly tenía que irse al campo y con tal idea telefoneé a la agencia de que suelo valerme siempre... A la «Regency». Qué nombre más tonto, ¿verdad?... Parece el de un cine...
—De verdad, Ariadne, que...
—Me contestaron que sería difícil complacerme en el acto, lo que dicen siempre, pero que harían lo posible...
Jamás me había parecido mi amiga Ariadne Olivar tan enervante.
—Total: que esta mañana vino una mujer a casa... ¿Quién dirás que era?
—No acierto a... Mira...
—Edith Binns... Un nombre cómico, ¿verdad? Y tú conoces a esa mujer.
—No, no la conozco. No he oído nunca ese apellido.
—Pues la conoces, habiéndola visto además hace pocos días. Ha vivido con tu madrina, lady Hesketh_Dubois, por espacio de algunos años.
—¡Ah!
—Te vio con ocasión de haber ido tú a recoger unos cuadros a aquella casa.
—Todo eso está muy bien, Ariadne, y creo que has sido afortunada al dar con ella. Me parece una mujer fiel, digna de confianza... Tía Min hablaba siempre así de Edith Binns. Pero en realidad... ahora...
—¿Quieres esperar? Aún no he llegado a lo que deseaba decirte. Sentose a charlar un rato conmigo. Hablamos de lady Hesketh_Dubois, de su última enfermedad... Las personas como Edith gustan del tema de las adolescencias... Luego por fin, lo dijo.
—¿Qué es lo que te dijo?
—Aquello que me llamó la atención. Poco más o menos se expresó en estos términos: «¡Pobre señora! Sufrió mucho. Hasta el momento de padecer la enfermedad que había de llevarle al sepulcro (un tumor en el cerebro, declararon los médicos), había gozado de una salud excelente. Daba lástima verla allí, en la clínica... Sus blanquísimos cabellos, bien cuidados, aseados periódicamente, con toda regularidad, se le caían a mechones sobre la almohada». Luego, Mark, me acordé de Mary Delafontaine, aquella amiga mía. También a ella se le cayó el cabello. Recordé asimismo lo que me contaste de la chica que viste en un café de Chelsea, riñendo con otra, en cuyas manos quedaron varios mechones de cabellos pertenecientes a su rival. El pelo no se cae con tanta facilidad, Mark. Tú prueba... Prueba a ver si puedes arrancarte un puñado, ¡y de raíz! Ya verás. Eso no es lo normal, amigo mío. Las personas a que me he referido presentaban un detalle común. Tiene que tratarse de una nueva enfermedad... Eso debe significar algo.
Oprimí nerviosamente el auricular. Me zumbaba la cabeza. Varias cosas, recordaba a medias, se unían ahora para formar un todo armónico. Rhoda y sus perros sobre el césped, un artículo que yo leyera en una revista médica de Nueva York... ¡Claro, claro!
Repentinamente me di cuenta de que la señora Oliver continuaba hablando.
—¡Dios te bendiga! —exclamé entusiasmado—. ¡Eres maravillosa!
Dejé con un fuerte golpe el receptor. Inmediatamente volví a recogerlo. Marqué el número. Esta vez fui afortunado, consiguiendo ponerme rápidamente en comunicación con Lejeune.
—Oiga, inspector, ¿ha observado usted sí a Ginger se le cae el cabello de raíz y a puñados?
—Pues... En realidad creo que sí. Efecto de la alta fiebre, supongo.
—¡Nada de eso! Lo que Ginger padece es lo mismo que han sufrido otras personas antes: el envenenamiento por talio. Quiera Dios que lleguemos a tiempo...
—¿Hemos llegado a tiempo? ¿Se salvará?
Yo no cesaba de ir de un lado para otro. No podía permanecer un momento quieto.
Lejeune, sentado, me observaba, mostrándose paciente y cortés.
—Tenga la seguridad de que se está recurriendo a todos los medios de que dispone la ciencia.
La clásica respuesta en tales situaciones. No me proporcionaba el más mínimo consuelo.
—¿Ya saben cómo han de proceder para tratar un envenenamiento de esa naturaleza?
—Casos como éste no son frecuentes. Será probado cuanto augure un buen resultado. Yo creo que esa señorita se salvará.
Le miré atentamente. ¿Cómo podía saber yo si era sincero en sus manifestaciones? ¿Intentaba tan sólo tranquilizarme?
—Han comprobado que se trata de talio, ¿verdad?
—Sí.
—Consecuentemente, ésa es la sencilla verdad que se ocultaba tras «Pale Horse»: veneno. Nada de brujería, ni hipnotismo, ni rayos... Y esa mujer me lo pasó todo por delante de las narices. Supongo que no dejaría de reírse un momento de mí.
—¿De quién está usted hablando?
—De Thyrza Grey. Me refiero a la primera tarde que pasé en su casa, adonde fui a tomar el té. Me habló de los Borgia y de cuanto se ha tratado en relación con los «venenos extraños que no dejan rastro alguno»; de los guantes envenenados y otras cosas similares. «Arsénico corriente y nada más», añadió. Esto era lo mismo de simple. ¡Y qué comedia! Recuerdo perfectamente el trance de Sybil, el gallo blanco, el brasero, los signos cabalísticos, el crucifijo invertido... Todas ellas, fórmulas procedentes de viejas supersticiones. Y la famosa «caja» era otra superchería más, destinada a las mentes actuales. Hoy no creemos en los fantasmas ni tampoco en las brujas, pero en cambio, cuando nos hablan de «rayos» y «ondas» estamos dispuestos a devorar cuanto nos echen. Apuesto lo que sea a que esa caja no contiene más que una caprichosa red eléctrica con válvulas y bombillas de colores. Como vivimos en continuo temor de lluvia radiactiva, de estroncio 90, y tantas novedades que encogen el ánimo, nos sentimos cautivados cuando se pretende explicar cualquier hecho por el lado científico... ¡Todo lo de «Pale Horse» era falso! Lo que se hacía allí era un disfraz, un pretexto, una máscara encubridora. La atención del interesado había de ser concentrada en aquel punto, de manera que nadie advirtiera lo que se acercaba procedente de otro. Lo mejor de todo era que los protagonistas se hallaban a salvo. Thyrza Grey podía alardear, hablar de sus ocultos poderes. ¡En este terreno jamás podría ser procesada por asesinato! De haber examinado su caja unos peritos electricistas habría quedado demostrado que era inofensiva. Cualquier tribunal habría juzgado su empeño un disparate, un imposible. Efectivamente, lo era.
—¿Cree usted que las tres mujeres están dentro del asunto?
—A mi parecer, no. Yo diría que Bella no fingía, que cree de veras en la brujería. Está segura de sus poderes personales y se enorgullece de ellos. Lo mismo le pasa a Sybil. Es una auténtica médium. Una vez en trance ya no se da cuenta de lo que sucede a su alrededor. Y obedece ciegamente a Thyrza.
—Ésta, pues, es el espíritu que rige a los otros dos, ¿verdad?
—Con referencia a «Pale Horse», sí. Pero Thyrza no es el cerebro de la organización. Éste, que continúa en la oscuridad, es el que planea y dirige. Todo va muy bien ensamblado. Cada miembro tiene su trabajo, su misión peculiar, moviéndose dentro de los dominios propios estrictamente. A cargo de Bradley corren los cuidados de carácter financiero y legalista. Aparte de eso él ignora lo que ocurre más allá de su despacho. Está espléndidamente pagado, ni que decir tiene, al igual que Thyrza Grey.
—Usted parece haber hallado una explicación satisfactoria a todo ese enigma —comentó Lejeune secamente.
—No. Aún no. Pero conocemos el hecho básico y necesario: el mismo utilizado durante siglos, el veneno, la misteriosa poción que causa la muerte, clásica ya en la historia...
—¿Por qué pensó usted en el talio?
—Coincidieron varias cosas. En el bar de Chelsea asistí al comienzo de este asunto. Una chica arrancó un puñado de cabello a otra, mientras reñían. La víctima dijo: «No, en realidad no me ha dolido», cuando le hicieron observar aquello. No era valentía; como yo pensé, sino un simple hecho. No le había dolido.
»Hallándome en América leí un articulo en el que se trataba de envenenamiento por talio. En una fábrica murieron muchos trabajadores. Las causas de esas muertes eran asombrosamente diversas. Figuraban entre ellas las fiebres paratíficas, apoplejía, neuritis alcohólica, parálisis, epilepsia, gastroenteritis, etcétera. Luego hubo una mujer que envenenó a siete personas. Los diagnósticos aludían a tumores cerebrales, encefalitis y pulmonía. Los síntomas varían enormemente. Puede empezar el enfermo con diarrea, vómitos, dolor de piernas, acabando la cosa en polineuritis, fiebre reumática o polio... Uno de los pacientes del caso antes mencionado hubo de ser introducido en un pulmón artificial. En ocasiones se presenta también cierta pigmentación en la piel.
—¡Habla usted como un diccionario médico, Easterbrook!
—Naturalmente. He estado repasando todo eso. Pero hay algo que más pronto o más tarde ocurre siempre: el cabello se cae. El talio ha sido utilizado como depilador en otro tiempo... Particularmente en los chiquillos con granos y otras erupciones cutáneas. Después se descubrió que era una sustancia peligrosa. En la clínica moderna, sin embargo, se utiliza en dosis reducidísima, calculadas con arreglo al peso del enfermo. En nuestros días se usa principalmente en los raticidas. Es un producto insípido, soluble en el agua y fácil de adquirir. Basta con que nadie sospeche un envenenamiento para desorientar a todo el mundo, dados sus efectos.
Lejeune asintió.
—Exactamente —manifestó—. De ahí la insistencia por parte de los regentes de «Pale Horse» en el sentido de que el criminal había de permanecer alejado de su víctima. Este proceder elimina determinadas sospechas. ¿Qué es lo que puede provocarlas? Ninguna persona extraña ha tenido acceso a la comida o la bebida de la casa... No se ha efectuado compra alguna de talio u otra sustancia venenosa. Eso es lo mejor: el trabajo lo realiza otro que no tiene la menor relación con la víctima. Ese «otro», creo yo, aparece una vez, una vez solamente.
El inspector hizo una pausa.
—¿Posee alguna idea sobre ese extremo? —me preguntó.
—Una, nada más. Existe un hecho común: siempre surge una mujer de inofensivo aspecto con un cuestionario en la mano, con destino a una firma dedicada a efectuar sondeos en el mercado consumidor.
—¿Cree usted que la mujer es quien introduce en la casa el veneno? ¿Es una muestra, por ejemplo?
—No creo que la cosa sea tan sencilla —repuse—. Me parece que las mujeres que trabajan para esa entidad no son culpables de nada, que se limitan a desarrollar una labor normal... Claro está, de una manera u otra, forman parte del caso. Creo que podremos averiguar algo si llegamos a hablar con una mujer llamada Eileen Brandon, que trabaja en un bar de la carretera de Tottenham Court.
Poppy había descrito regularmente a Eileen Brandon, teniendo en cuenta el particular punto de vista de aquélla. Eileen llevaba el pelo recogido, que no aparecía todo lo marchito y enmarañado que sugiriera la dependienta de la floristería. Usaba el mínimo de maquillaje y calzaba unos zapatos normales. Nos explicó que su esposo había muerto en un accidente de automóvil, dejándola con dos hijos de corta edad. Antes de colocarse en el café bar, había estado trabajando para una firma llamada «Customers Reaction Classified» durante más de un año. Había abandonado dicha empresa espontáneamente porque no le agradaba la labor que tenía que desarrollar.
—¿Es cierto eso? ¿De dónde arrancaba concretamente su disgusto?
La pregunta había sido formulada por Lejeune. Ella se le quedó mirando.
—Usted es inspector de policía, ¿verdad?
—Sí, señora.
—¿Piensa usted que en esa entidad puede haber algo que no esté bien?
—Es lo que estoy investigando. ¿Sospechó usted algo raro? ¿Fue por eso por lo que se marchó?
—No me es posible especificar. Nada definido podría contarle.
—Naturalmente. Nos hacemos cargo. Esta indagación es confidencial.
—Comprendo... Ahora, puedo decirles bien poco verdaderamente.
—¿Puede decirnos por qué se fue?
—Tenía la impresión de que allí ocurrían cosas cuidadosamente ocultas, de las que yo no llegaba a enterarme.
—¿Quiere decir que pensó que quizá no fuera un negocio auténtico sino algo destinado a encubrir sabe Dios qué cosas?
—La idea era de ese estilo. Me pareció que no era gobernado o dirigido de un modo metódico. Sospeché que pudiese existir otro objetivo distinto al que perseguía exteriormente. Pero no sé qué objetivo podría ser éste.
Lejeune formuló varias preguntas más para conocer al detalle la naturaleza del trabajo que le fuera encomendado a aquella mujer dentro de la organización. Normalmente le entregaban una lista de nombres. Su tarea consistía en visitar a estas personas, hacerles varias preguntas y tomar nota de las contestaciones correspondientes.
—¿Y qué es lo que le llamó su atención?
—Las preguntas no parecían seguir un orden lógico, el propio y de sentido común cuando se realiza una encuesta comercial. No guardaban relación unas con otras; diríase que habían sido escritas al azar. Producían la impresión de ser un pretexto, de encubrir algo.
—¿No tiene ninguna idea sobre ese segundo objetivo?
—No. Y fue lo que más me desconcertó...
La mujer hizo una pausa para continuar hablando de un modo vacilante...
—En cierta ocasión pensé si aquello podía haber sido montado para cometer robos o desarrollar una labor de espionaje... Pero deseché la idea. Nunca se me exigió que describiera las habitaciones en que había estado, las cerraduras, etcétera. Ni tampoco me pidieron que me enterara de cuando los ocupantes de los pisos se hallaban ausentes.