—No… —dije—. Todo se me ocurrió por la noche…
—¿Y no puedes decirme nada más?
Dudé.
—Tal vez… —dije—, pero no donde otras personas puedan oírnos… ¿Qué estás haciendo?
—Hay algo extraño en todo esto —dijo—. El espacio en el interior de este lugar no es más grande que el que ocuparía un ataúd puesto de pie. Nadie resistiría más que unas pocas horas encerrado aquí. Sin embargo, la mayoría de estos escondrijos se construyeron para ocultar a un hombre durante días enteros, e incluso semanas. Si tuviera tiempo… pero los carruajes estarán aquí dentro de un minuto…
Me preguntaba si me estaba sugiriendo que él y yo nos quedáramos unas horas más en la casa, pero entonces apareció St John Vine. Nos dijo que sólo había llegado uno de los carruajes; al otro se le había roto un eje cuando ya estaba a medio camino entre Woodbridge y la mansión. Le seguimos y bajamos las escaleras; salimos a la explanada herbosa que había frente a la casona, donde el doctor Davenant, con los ojos nuevamente ocultos tras los cristales tintados, estaba conversando con Vernon Raphael. Incluso los árboles más cercanos aparecían envueltos en niebla; no había viento, pero hacía tanto frío que respirar era como inhalar alfileres de hielo. Por supuesto, todos pretendieron que ocupara uno de los cuatro asientos disponibles, pero rechacé el ofrecimiento con la excusa de que había prometido consultar algunos documentos familiares que me había pedido el señor Craik.
—El señor Rhys se ha ofrecido amablemente a quedarse conmigo —dije, percatándome con cierta incomodidad de la expresión sardónica de Vernon Raphael—. Díganle al cochero que regrese a buscarnos a las tres.
Mi corazón latió con fuerza cuando me percaté de que uno de los otros caballeros también tendría que quedarse con nosotros, pero en ese momento el doctor Davenant resolvió el problema anunciando que él regresaría caminando.
—Necesito hacer un poco de ejercicio —dijo—, y probablemente llegaré a Woodbridge mucho antes que todos ustedes.
Nadie intentó disuadirle, y media hora después, Edwin y yo estábamos solos en Wraxford Hall.
Yo ya había decidido contarle todo a Edwin —excepto la idea de que yo podría ser Clara Wraxford— y en cuanto me hube convencido de que su promesa de guardar el secreto era firme, saqué todos los papeles y me senté con él junto al fuego de la biblioteca. En aquellos momentos me pregunté si algún día volvería a entrar en calor. Con todos los demás ya lejos de Wraxford Hall, la quietud de la mansión resultaba tan opresiva que me resultaba difícil elevar la voz por encima de un susurro. Edwin me hizo muchas preguntas a medida que leía, y parecía acoger de buen grado mi teoría cuando intercambiábamos opiniones.
—Debes perdonarme si aún dudo… —dijo mientras disfrutábamos de un almuerzo improvisado con pan y queso y fiambre—. Aquí hay muchas cosas en las que ni siquiera había pensado antes. Pero, suponiendo que estés en lo cierto y Magnus fuera responsable de todas las muertes, incluida la de la señora Bryant, ¿cómo entraba y salía? Debe de haber un pasadizo secreto bajo la galería, porque la galería es el corazón de todos los crímenes que se han cometido aquí. Y ese escondrijo que descubrió Raphael puede ser la entrada a ese pasadizo.
Después de comer, aún disponíamos de una hora hasta que llegara el carruaje —me percaté con inquietud de que la niebla se había cerrado todavía más—, así que volvimos a la galería, donde Edwin comenzó a hurgar en una caja de latón que había junto a la armadura.
—Le pedí a Raphael que dejara esto aquí, por si acaso… No nos dijo que hubiera traído un segundo «rayo» —dijo Edwin, levantando un cilindro grisáceo del que parecía colgar un cordel medio alquitranado. Volvió a dejarlo allí cuidadosamente y sacó una pequeña maza de madera y comenzó a investigar el estrechísimo «escondrijo del cura».
A pesar del frío, me quedé allí observando cómo golpeaba con la maza y presionaba y tanteaba las piedras de la pared. Los ecos sonaban horriblemente. Los viejos Wraxford, con sus rostros difuminados por la mugre de siglos, nos miraban desde los muros; la luz de las ventanas, por encima de los retratos, adquiría un tono gris anodino.
—Estos refugios —dijo Edwin— se construían precisamente para resistir un ataque directo. Hay casos registrados en los que los muros quedaban medio derruidos mientras el fugitivo, estando a un paso de las piquetas, queda a salvo y no lo descubrían. La fuerza bruta no hace más que trabar aún más el mecanismo… Es cuestión de encontrar el truco…
El muro de piedra parecía estar construido sólidamente.
—¿Qué te hace pensar que ahí hay algo? —pregunté.
—Para empezar, la posición de esa tumba: ¿por qué iba una persona a colocar un sarcófago en el interior de una chimenea?
—Porque… ¿no es realmente una tumba?
—Puede que tengas razón… Aunque no estaba pensando en eso; los candados del sarcófago no se han tocado durante décadas: están muy oxidados. No, no… Se coloca un sarcófago en la chimenea para asegurar que nadie va a encender fuego en ella. Lo cual significa que hay algo en la chimenea que debe protegerse.
En el ejercicio de su profesión, Edwin era un hombre totalmente distinto, seguro y firme como jamás lo había visto antes. Usaba la maceta de madera y una pequeña barra metálica a modo de escoplo, comprobando cada piedra, poco a poco. Deseé poder hacer algo, algo que no fuera esperar y tiritar, e intenté sacudirme la sensación de estar siendo observada. Aunque no golpeaba el escoplo especialmente fuerte, cada golpe formaba ecos que parecían andanadas de cañonazos, y en ocasiones me parecía que podía oír pasos tras los ecos. También la luz parecía enturbiarse cada vez más y cada vez más perceptiblemente, aunque aún no eran las tres.
—¡Eureka! —gritó Edwin.
Había ido golpeando hacia abajo, todo el muro interior, y estaba arrodillado en el suelo. Ahora, mientras observaba cómo extraía una piedra, me acerqué al hueco (lo cual no me habría gustado haber hecho) y después de un breve esfuerzo sacó una vara de madera con marcas, del tamaño aproximado de una vela.
—¡Qué extraño…! —dijo—. Esto es una clavija de seguridad, pero sólo podría estar aquí si hubiera alguien dentro… Tengo que romper el mortero…
Yo no veía nada en absoluto, pero capté la nota de preocupación en su voz.
—No pensarás que… —comencé.
—Seguramente no.
Se aferró al borde de la abertura que había practicado. Con un crujido áspero, una parte del enladrillado se derrumbó hacia dentro formando una especie de puerta baja y estrecha; una nube de polvo y arenilla se expandió por la galería y se asentó lentamente a nuestro alrededor.
—Bueno… —dijo Edwin tosiendo—; ahora ya estamos seguros de que no hay nadie ahí dentro… nadie vivo, al menos…
Adelantó el farol, y vi a través del polvo una estrecha escalera de piedra que subía en espiral hacia la oscuridad.
—Mira… —entonces, un ruido que provenía de la biblioteca le interrumpió.
Permanecimos durante unos instantes atentos, pero el sonido no se repitió. Edwin se detuvo, dejó de golpear con la maceta y recorrió los diez pasos que había hasta la puerta de la biblioteca. Le seguí, pues no deseaba quedarme sola.
No había nadie en la biblioteca, y no había causa aparente para que se hubiera producido aquel ruido… pero entonces vi que las páginas del manuscrito de John Montague, que yo había dejado sobre la piel cuarteada de un sillón, se hallaban ahora dispersas por el suelo, con los diarios de Nell entre ellas.
—Una corriente de aire, quizá… —dijo Edwin, aunque no había ninguna corriente de aire allí.
Y algo más había cambiado: en el exterior, donde los árboles deberían encontrarse a poco más de cincuenta yardas, ahora no se veía nada en absoluto: nada salvo un vapor denso y aborregado que lamía los cristales de las ventanas.
—¿Será capaz el cochero de encontrar el camino hasta aquí? —susurré.
—No lo sé; esperemos que levante la niebla antes de que oscurezca. Mientras tanto, podemos intentar averiguar adónde conducen esas escaleras.
Con una última mirada de preocupación en torno a la biblioteca, volvimos a la galería. Cuando Edwin ya se disponía a adentrarse por la abertura, me entró el pánico.
—¿Y si te quedas atrapado ahí? —dije—. No sabré cómo sacarte…
—No podemos entrar juntos —dijo—, por si acaso…
—Entonces… —repliqué—, yo subiré mientras tu vigilas… Subiré un poco. De verdad: así no tendré tanto miedo…
Le arrebaté el farol de las manos y avancé un paso hacia el umbral del hueco abierto, adentrándome en una cámara cilíndrica que apenas tendría tres pies de fondo. El polvo y la arenilla formaban una gruesa película sobre el suelo empedrado. Iluminé la parte de arriba, pero sólo pude ver los giros de la espiral de la escalera.
—Tendré que subir unos peldaños… —dije.
—¡Por Dios, ten cuidado!
Tentando cada peldaño, fui ascendiendo torpemente, temiendo tropezar con la falda. Aquel aire polvoriento sólo conseguía que me picaran los ojos. Había telarañas cubriendo los muros, pero parecían antiguas y quebradizas, y nada se movía cuando yo acercaba el farol a ellas. Pensé que así es como deben de oler las tumbas antiguas, las tumbas que permanecen cerradas durante cientos de años, donde incluso las arañas han muerto de inanición.
Al menos había subido dos espirales completas: después, las escaleras finalizaban frente a una puerta de madera muy pequeña, abierta en el muro de modo que formaba un paso sólo lo suficientemente alto como para pasar erguido. Mi pelo rozaba el techo pétreo de la cámara. Miré las escaleras, hacia abajo, y me vi atacada por el vértigo, así que tuve que aferrarme al pomo de la puerta para evitar caerme. El pomo giró en mi mano y la puerta se abrió con un crujido.
Era una sala, o más bien una celda, quizá de seis pies por cuatro, y el techo apenas se elevaba unos dedos por encima de mi cabeza. La puerta se abría hacia dentro, hacia la izquierda, dejando el espacio justo para una silla y una mesa apoyada contra la pared contraria. Sobre la polvorienta superficie de la mesa había una licorera, una copa de vino, dos palmatorias, una escribanía con media docena de plumillas, todo ello cubierto de suciedad, y un armarito acristalado que tenía dos estantes, con treinta o quizá cuarenta volúmenes que parecían idénticos.
Aquello era todo el mobiliario, pero mientras permanecía allí observando la mesa, me di cuenta de que mi farol no era la única fuente de iluminación. A lo largo del muro, a mi derecha, había media docena de estrechas franjas de luz turbia. Quise entonces adelantarme hacia allí, y sentí una corriente de aire helado en el rostro, y me di cuenta de que aquella sala secreta y su escalera se habían construido en la anchura de la gran chimenea, con unas hendiduras de ventilación en el muro exterior.
Sólo tres pasos me separaban de la estantería. A través de los polvorientos cristales pude ver que no había indicación alguna en los lomos de los libros; eran libros manuscritos encuadernados en piel, etiquetados cada uno con un año, y ordenados en la estantería por orden, desde 1828 hasta 1866. Dejé el farol sobre la mesa, y tiré de la puerta de la derecha hasta que se abrió con un chillido de bisagras, y extraje el último volumen.
5 de enero de 1866
El duque y la duquesa de Norfolk se han ido esta mañana; deben estar mañana en Chatsworth. La duquesa me ha halagado con un gran cumplido y me ha dicho que la hospitalidad de Wraxford Hall sobrepasa todo lo que ha conocido el presente año. Sólo se quedaron dieciocho personas, que esperarán a lord y lady Rutherford el sábado. El tiempo es verdaderamente inclemente, pero los caballeros más jóvenes saldrán a montar de todos modos. Le he comentado a Drayton la necesidad de traer más champán
…
Leí una anotación tras otra: todas describían meticulosamente una serie de fiestas celebradas en la mansión… que seguramente jamás habían tenido lugar. La mansión que había imaginado la fantasía de Cornelius Wraxford —¿quién si no podría haber escrito aquello?— estaba rodeada de jardines de rosas, rocallas, estanques, campos de césped para jugar al croquet y tirar con arco, todo ello atendido por un pequeño ejército de jardineros. En el gran salón de Wraxford Hall se celebraban todas las noches suntuosos banquetes, a los cuales asistía la flor y nata de la sociedad inglesa, y fabulosas partidas de caza tenían lugar en los cotos de Monks Wood. Consulté varios volúmenes más y descubrí que eran todos idénticos: un registro diario de una vida suntuosa y maravillosa que nadie había vivido, mientras la verdadera mansión se hundía paulatinamente en la ruina y la decadencia.
La voz de Edwin, amortiguada pero evidentemente preocupada, sonó seguida de varios ecos en la escalera. Yo me había dirigido directamente hacia el armario de los libros sin mirar a mi alrededor, pero entonces, cuando me volví y cogí el farol, vi un lío de ropas viejas tiradas tras la puerta.
Pero no eran sólo ropas viejas, porque había algo más allí… algo que, en vez de manos, tenía unas garras apergaminadas y un cráneo encogido no mayor que el de un niño, del cual colgaban aún unos pocos mechones de pelo blanco y lacio. La boca, y la nariz y las cuencas de los ojos estaban atestadas de telarañas…
No creo que me desmayara, pero mi siguiente recuerdo son los brazos de Edwin rodeándome y su voz tranquilizándome, un tanto preocupada, y diciéndome que todo había pasado…
—No debemos quedarnos aquí —dije, desembarazándome de él—. Imagina que alguien nos encierra…
—No hay nadie en la mansión, te lo prometo. Sí… creo que es Cornelius…
Cogí el último volumen del diario y, apartando la mirada del espantoso amasijo que había tras la puerta, le seguí con paso vacilante mientras bajábamos las escaleras; poco después llegamos a la biblioteca, que ahora me parecía relativamente cálida. En el exterior, la niebla estaba tan cerrada como antes.
—Sólo son las tres y media —dijo Edwin—. El cochero todavía puede encontrar el camino…
Pero sus palabras no sonaban como si lo creyera realmente.
—¿Y si no…?
—Tenemos comida y carbón suficiente para pasar la noche; esperemos que no tengamos que utilizarlo.
Si tuviera que pasar la noche sola en la mansión, pensé, me volvería loca de miedo. Él añadió a la chimenea lo que quedaba de carbón… Dijo que había más en la carbonera, y atizó el fuego mientras yo le contaba lo que había descubierto, consciente en cada pausa de la expectante quietud que nos rodeaba.