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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

El misterio del cuarto amarillo (24 page)

BOOK: El misterio del cuarto amarillo
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–Yo me reservo este recodo de la galería -dijo Rouletabille. Cuando se lo pida, usted vendrá a instalarse aquí.

Y me hizo entrar en un pequeño y oscuro cuarto triangular, ganado a la galería y situado oblicuamente a la izquierda de la puerta de la habitación de Arthur Rance. Desde ese rincón, yo podía ver todo lo que pasaba en la galería, tan fácilmente como si estuviera delante de la puerta de la habitación de Arthur Rance, y también podía vigilar la puerta del estadounidense. La puerta de ese cuartito, que sería mi lugar de observación, estaba provista de cristales sin esmerilar
[76]
. La galería, cuyas lámparas estaban todas encendidas, se hallaba bien iluminada; el cuartito estaba a oscuras. Era un puesto ideal para un espía.

Porque ¿qué hacía yo ahí sino un trabajo de espía, de vulgar policía? Sin duda me repugnaba y, además de mis instintos naturales, ¿no estaba en juego la dignidad de mi profesión, que se oponía a tal avatar? Realmente, ¡si me viera mi decano
[77]
...! ¿Qué diría el Consejo del Colegio de Abogados si en el palacio se enteraran de mi conducta? Rouletabille, por su parte, ni siquiera sospechaba que se me pudiera ocurrir negarle el servicio que me pedía y, de hecho, no se lo negaba: en primer lugar, porque temía que me considerara un cobarde; después, porque pensé que siempre podía argumentar que, en mi carácter de aficionado a la verdad, me era lícito buscarla por todas partes; y, finalmente, porque era demasiado tarde para librarme del compromiso. ¿Por qué no tuve esos escrúpulos antes? ¿Por qué? Porque mi curiosidad era más fuerte que todo. Además, podía decir que estaba contribuyendo a salvar la vida de una mujer y no hay reglamentos profesionales que puedan prohibir tan generosa intención. Recorrimos la galería en sentido inverso. Al llegar frente a los aposentos de la señorita Stangerson, la puerta del salón se abrió, empujada por el mayordomo que servía la cena (hacía tres días que el señor y la señorita Stangerson cenaban en el salón del primer piso), y, como la puerta había quedado abierta, vimos perfectamente que la señorita Stangerson, aprovechando la ausencia del criado y que su padre se había agachado para recoger un objeto que ella acababa de dejar caer, volcaba rápidamente el contenido de un frasquito en el vaso del señor Stangerson.

[75]
La frenología (ver nota 58) fue fundada por el fisiólogo alemán E J. Gall (1758-1828) y el filósofo y escritor suizo J. K. Lavater (1741-1801).

[76]
Los cristales esmerilados, frecuentes en los interiores, son pulidos e impiden la visión; por eso, el narrador señala que estos no lo están.

[77]
El decano es, en este caso, el jefe de la cofradía de abogados.

21. AL ACECHO

Esta maniobra, que me perturbó, no pareció inquietar demasiado a Rouletabille. Volvimos a su habitación y, sin siquiera mencionar la escena que acabábamos de sorprender, me dio sus últimas instrucciones para la noche. Primero íbamos a comer. Después de comer, tenía que entrar en el cuartito oscuro y, una vez allí, esperaría todo el tiempo que hiciera falta para ver algo.–Si usted ve algo ante que yo -me explicó mi amigo-, tendrá que avisarme. Verá antes que yo si el hombre llega a la galería recta por otro camino que no sea el recodo de la galería, pues, desde su posición, usted domina toda la galería recta; en cambio yo no alcanzo a ver más que el recodo de la galería. Para avisarme, sólo tendrá que desatar el cordón de la cortina de la ventana de la galería recta que está más cerca del cuartito oscuro. La cortina caerá por su propio peso, tapando la ventana y dejando inmediatamente un cuadrado de sombra allí donde antes había uno de luz, ya que la galería está iluminada. Para hacer esto, no tiene más que estirar la mano fuera del cuartito oscuro. Desde el recodo de la galería, que forma ángulo recto con la galería recta, yo veo por las ventanas todos los cuadrados de luz que proyectan las ventanas de la galería recta. Cuando el cuadrado luminoso en cuestión se oscurezca, sabré lo que quiere decir.

–¿Y entonces?

–Entonces me verá aparecer en la esquina del recodo de la galería.

–¿Y qué debo hacer?

–Vendrá enseguida hacia mí, detrás del hombre, pero yo ya estaré sobre él y habré visto si su cara entra en mi círculo...

–El que está trazado por el extremo correcto de la razón -concluí, esbozando una sonrisa.

–¿Por qué sonríe? Es inútil... En fin, aproveche los pocos instantes que le quedan para divertirse, porque le juro que, dentro de un rato, ya no tendrá ocasión de hacerlo.

–¿Y si el hombre escapa?

¡Mejor! – dijo flemáticamente Rouletabille. No me interesa atraparlo; puede escaparse bajando la escalera, por el vestíbulo de la planta baja... Y eso antes de que usted haya llegado al descanso, puesto que usted estará en el fondo de la galería. Yo lo dejaré ir después de haber visto su cara. Es lo único que necesito: ver su cara. Después, sabré arreglármelas para que esté muerto para la señorita Stangerson, aunque siga vivo. Si lo atrapo vivo, ¡la señorita Stangerson y el señor Darzac no me lo perdonarán nunca! Y me importa su estima; son buenas personas. Cuando vi que la señorita Stangerson vertía un narcótico en el vaso de su padre, para que esta noche no se despierte durante la conversación que piensa mantener con el asesino, comprenderá usted que no sentiría mucha gratitud hacia mí si le llevara a su padre, con las manos atadas y la lengua suelta, al hombre del "cuarto amarillo" y de la "galeria inexplicable". ¡Quizás haya sido una suerte que la noche de la "galeria inexplicable" el hombre se haya desvanecido como por encanto! Lo comprendí esa misma noche, al ver el rostro súbitamente radiante de la señorita Stangerson cuando supo que se había escapado. Y comprendí que, para salvar a la desdichada, mejor que atrapar al hombre es hacerlo callar, del modo que sea. ¡Pero matar a un hombre, matar a un hombre no es cualquier cosa! Y, además, no es de mi incumbencia... ¡A menos que me dé motivos!... Por otra parte, hacerlo callar sin que la dama me haga confidencias... ¡implica tener que adivinarlo a partir de nada!... Felizmente, amigo mío, adiviné, o mejor dicho, razoné..., y al hombre de esta noche sólo le pido que me traiga la cara material que debe entrar...

–En el círculo...

–¡Exactamente, y su cara no me sorprenderá!...

–Pero yo creía que usted había visto su cara la noche que saltó en la habitación...

–Mal..., la vela estaba en el piso..., y, además, con toda esa barba...

–¿Acaso esta noche no la tendrá?

–Creo que puedo afirmar que la tendrá... Pero la galería está iluminada y, además, ahora sé..., o, al menos, mi cerebro sabe... Entonces, mis ojos verán...

–Si sólo se trata de verlo y dejarlo escapar..., ¿para qué estar armados?

–Querido amigo, porque si el hombre del "cuarto amarillo" y de la "galeria inexplicable" sabe que yo sé, es capaz de todo. Así que tendremos que defendernos.

–¿Y está seguro de que vendrá esta noche?

–¡Tan seguro como de que usted está aquí!... Esta mañana, a las diez y media, la señorita Stangerson se las ingenió, con gran habilidad, para que las enfermeras no estuvieran con ella esta noche; les dio franco por veinticuatro horas, con pretextos verosímiles, y no quiso que nadie velara por ella durante su ausencia, excepto su padre, que dormirá en el gabinete de su hija y que acepta esta nueva función con una alegría agradecida. La coincidencia de la partida del señor Darzac (según lo que él me dijo) y de las excepcionales precauciones de la señorita Stangerson para asegurarse de quedarse casi completamente sola, no dejan lugar a dudas. La llegada del asesino, que Darzac teme, la señorita Stangerson la prepara!

–¡Es espantoso!

–Sí.

–Entonces, la maniobra que le vimos hacer ¿es para dormir a su padre?

–Sí.

–En una palabra, para el asunto de esta noche, ¿sólo somos dos?

–Cuatro; el casero y su mujer vigilan, por si acaso... Creo que su vigilancia es inútil antes... ¡Pero el casero podrá serme útil después, si hay que matar!

–¿Entonces cree que habrá que matar?

¡Mataremos, si él así lo quiere!

–¿Por qué no advertir al tío Jacques? ¿Hoy no va a recurrir a sus servicios?

–No -me respondió Rouletabille con tono brusco.

Permanecí un instante en silencio; después, deseoso de conocer el fondo del pensamiento de Rouletabille, le pregunté de sopetón:

–¿Por qué no advertir a Arthur Rance? Podría sernos de gran ayuda...

–¡Ah, bueno! – dijo Rouletabille de mal humor. ¿Acaso quiere poner a todo el mundo al tanto de los secretos de la señorita Stangerson?... Vamos a cenar... Ya es hora... Esta noche cenamos con Frédéric Larsan..., a menos que siga pisándole los talones a Robert Darzac... No lo pierde de vista ni un segundo. Pero, ¡bah!, si no está aquí ahora, estoy completamente seguro de que vendrá esta noche...

¡Cómo lo voy a engañar!

En ese momento, oímos ruido en la habitación de al lado.

–Debe ser él -dijo Rouletabille.

–Me olvidaba de preguntarle -le dije-: cuando estemos ante el policía, no haremos ninguna alusión a la expedición de esta noche, ¿no?

–Obviamente; actuamos solos, por nuestra propia cuenta.

–¿Y toda la gloria será para nosotros?

Rouletabille, riéndose, añadió:

–¡Tú lo has dicho, engreído!

Cenamos con Frédéric Larsan, en su habitación. Lo encontramos allí... Nos dijo que acababa de llegar y nos invitó a sentarnos a la mesa. La cena transcurrió en el mejor clima del mundo, y no me costó comprender que esto debía atribuirse a que cada uno de ellos estaba prácticamente seguro de haber llegado, por fin, a la verdad. Rouletabille le confió al gran Fred que yo había venido a verlo por propia iniciativa y que me había pedido que me quedara para ayudarlo con un extenso trabajo que tenía que entregar, esa misma noche, a L´Époque. Yo debía regresar a París -le informó- en el tren de las once, llevando conmigo su original, que era una especie de folletín, en el que el joven reportero detallaba los principales episodios de los misterios del Glandier. Larsan sonrió ante esta explicación como un hombre que no se deja engañar fácilmente, pero que se cuida, por cortesía, de emitir el menor comentario sobre cosas que no le conciernen. Tomando mil precauciones con el tipo de lenguaje que empleaban y hasta en la entonación de sus frases, Larsan y Rouletabille conversaron largo y tendido sobre la presencia de Arthur Rance en el castillo y de su pasado en los Estado Unidos, que hubieran querido conocer mejor, al menos en lo que respecta a las relaciones que mantuvo con los Stangerson. En un momento, Larsan, que de pronto pareció no sentirse del todo bien, dijo con esfuerzo:

–Yo creo, señor Rouletabille, que no tenemos mucho más que hacer en el Glandier, y me parece que ya no dormiremos muchas noches más aquí.

–Eso mismo me parece a mí, señor Fred.

–¿Entonces cree, amigo mío, que el caso está concluido?

–Creo, en efecto, que está concluido y que ya no tiene nada nuevo que revelarnos -replicó Rouletabille.

–¿Tiene usted un culpable? – preguntó Larsan.

–¿Y usted?

–Sí.

–Yo también -dijo Rouletabille.

–¿Será el mismo?

–No lo creo, si usted no ha cambiado de opinión -dijo el joven reportero, y agregó con firmeza-: ¡El señor Darzac es un hombre honesto!

–¿Está seguro? – preguntó Larsan. Pues bien, yo estoy seguro de lo contrario... Entonces, ¿me desafía?

–Sí, lo desafío. Y le ganaré, señor Frédéric Larsan.

–La juventud no duda ante nada -concluyó el gran Fred, riendo y estrechándome la mano.

Rouletabille respondió como un eco:

–¡Ante nada!

Pero de pronto, Larsan, que se había levantado para desearnos las buenas noches, se llevó las manos al pecho y se tambaleó. Tuvo que apoyarse en Rouletabille para no caer. Se había puesto extremadamente pálido.

–¡Oh! ¡Oh! – exclamó. ¿Qué me pasa? ¿Estaré envenenado?

Y nos miraba con ojos extraviados... Lo interrogamos en vano: ya no respondía... Se desplomó en un sillón y no pudimos sacarle una palabra. Estábamos muy preocupados, por él y por nosotros, porque habíamos comido los mismos platos que Frédéric Larsan había probado. Nos comportamos solícitamente con él. Ahora no parecía sufrir, pero su cabeza, pesada, descansaba sobre sus hombros, y sus párpados caídos nos ocultaban su mirada. Rouletabille se inclinó sobre su pecho y le auscultó el corazón...

Cuando se volvió a levantar, mi amigo tenía el rostro tan sereno, como alterado se lo había visto un momento antes.

–Duerme -me dijo.

Y me llevó a su habitación, luego de cerrar la puerta del cuarto de Larsan.

–¿El narcótico? – pregunté. ¿Acaso la señorita Stangerson quiere poner a dormir a todo el mundo esta noche?

–Tal vez... -me respondió Rouletabille, pensando en otra cosa.

–¡Y nosotros!... ¡Nosotros! – exclamé. ¿Quién dice que no hayamos ingerido el mismo narcótico?

–¿Se siente usted mal? – me preguntó Rouletabille con sangre fría.

–¡No, en absoluto!

–¿Tiene ganas de dormir?

–Para nada...

–Pues bien, amigo mío, fúmese este excelente cigarro.

Y me pasó un habano de primera calidad, que le había regalado el señor Darzac; él, por su parte, encendió su cachimba, su eterna cachimba.

Nos quedamos así, en la habitación, hasta las diez, sin pronunciar una palabra. Hundido en un sillón, Rouletabille fumaba sin cesar, con el ceño fruncido y la mirada lejana. A la diez, se quitó los zapatos, me hizo una seña y comprendí que debía descalzarme como él. Cuando estuvimos en medias, Rouletabille dijo, en voz tan baja que, más que oír, adiviné la palabra:

–Revólver.

Saqué el revólver del bolsillo de mi chaqueta.

–Cárguelo -siguió diciendo.

Lo cargué.

Entonces, se dirigió a la puerta de su habitación y la abrió con infinita precaución; la puerta no chirrió. Estábamos en el recodo de la galería. Rouletabille me hizo una nueva seña. Comprendí que tenía que ocupar mi puesto en el cuartito oscuro. Cuando me estaba alejando de él, Rouletabille me alcanzó y me abrazó; después lo vi regresar a la habitación tomando las mismas precauciones. Sorprendido por ese abrazo y un poco preocupado, llegué a la galería recta, que recorrí sin dificultad; crucé el descanso y seguí mi camino por la galería del ala izquierda hasta el cuartito oscuro. Antes de entrar en él, miré de cerca el cordón de la cortina de la ventana... Efectivamente, sólo tenía que tocarlo con un dedo para que la pesada cortina cayera de golpe, ocultando a Rouletabille el cuadrado de luz: la señal convenida. El ruido de unos pasos me detuvo ante la puerta de Arthur Rance. ¡Así que todavía no estaba acostado! ¿Pero cómo seguía aún en el castillo, si no había cenado con el señor Stangerson y su hija? Al menos, yo no lo había visto a la mesa en el momento en el que sorprendimos la maniobra de la señorita Stangerson.

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