El misterio del cuarto amarillo (20 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: El misterio del cuarto amarillo
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Heme aquí, otra vez, en la piedra del antepecho de la ventana, y de nuevo mi cabeza se alza por sobre esta piedra; me dispongo a mirar entre las cortinas, cuya disposición no ha cambiado, ansioso de saber en qué actitud voy a encontrar al asesino. ¡Si me diera la espalda! Si siguiera sentado a esa mesa, escribiendo... Pero quizás..., ¡quizás ya no esté!... ¿Y cómo se habría escapado?... ¿Acaso no tengo su escalera?... Apelo a toda mi sangre fría. Asomo otra vez la cabeza. Miro: está ahí; vuelvo a ver su monstruosa espalda, deformada por las sombras proyectadas por la vela. Sólo que ahora ni él escribe ni la vela está sobre la mesita. La vela está en el parqué, delante del hombre curvado sobre ella. Extraña posición, pero que me sirve. Recupero el aliento. Sigo subiendo. Estoy en los últimos escalones; mi mano izquierda se aferra al antepecho de la ventana; en el momento de lograrlo, siento que mi corazón late aceleradamente. Me pongo el revólver entre los dientes. Ahora mi mano derecha también se agarra del antepecho de la ventana. Un movimiento necesariamente brusco, un esfuerzo por restablecer el equilibrio sobre las muñecas y estaré encima de la ventana... ¡Y si la escalera...! Es lo que ocurre... Me veo en la necesidad de encontrar un t punto de apoyo más seguro en la escalera, y apenas mi pie se separa de' ella siento que la escalera se tambalea. Roza la pared y cae... Pero mis rodillas ya tocan la piedra... Con una rapidez que considero sin igual, me levanto y me paro sobre la piedra... Pero el asesino ha sido más rápido que yo... Oyó el roce de la escalera contra la pared y, de repente, vi cómo la espalda monstruosa se erguía, el hombre se levantaba y se daba vuelta... Vi su cabeza... ¿Vi bien su cabeza?... La vela estaba en el piso y sólo iluminaba bien sus piernas. A partir de la altura de la mesa, en la habitación no había más que sombras y oscuridad... Vi una cabeza con mucho pelo, barbuda... Ojos de loco; un rostro pálido, enmarcado por dos patillas, cuyo color -en la medida en que pude distinguirlo en ese oscuro segundo- era pelirrojo... Así me pareció..., así lo pensé... No conocía esa cara. En suma, esa fue la primera impresión que recibí de la imagen entrevista entre las vacilantes tinieblas... No conocía aquella cara, ¡o por lo menos no la reconocía!

¡Ah! ¡Ahora había que actuar con rapidez!... ¡Ser el viento, la tormenta..., el rayo! Pero, ¡ay!..., ¡ay! Eran necesarios ciertos movimientos... Mientras realizaba, con las muñecas, las rodillas y los pies, los movimientos necesarios para restablecer mi equilibrio sobre la piedra, el hombre, que me había visto en la ventana, dio un salto, se precipitó, como yo lo había previsto, sobre la puerta de la antecámara, y tuvo tiempo de abrirla para huir. Pero yo ya estaba detrás de él, empuñando el revólver. Grité: "¡A mí!".

Aunque atravesé la habitación como una flecha, pude ver que había una carta sobre la mesa. Casi alcancé al hombre en la antecámara, porque abrir la puerta le tomó, al menos, un segundo. ¡Casi lo toqué! Me cerró en las narices la puerta que comunica la antecámara con la galería... Pero yo tenía alas y muy pronto me encontré en la galería, a tres metros de él... El señor Stangerson y yo lo perseguíamos codo a codo. El hombre, tal como yo había previsto, dobló a la derecha por la galería, es decir, el camino preparado para su huida... "¡A mí, Jacques!", "¡A mí, Larsan!", exclamé. ¡Ya no se nos podría escapar! Di un grito de alegría, de victoria salvaje... El hombre llegó a la intersección de las dos galerías apenas dos segundos antes que nosotros y el encuentro que yo había programado, el choque fatal que debía producirse inevitablemente ¡se produjo! Todos chocamos en el cruce: el señor Stangerson y yo, que veníamos de un extremo de la galería recta, el tío Jacques, que llegaba del otro extremo de esa misma galería, y Frédéric Larsan, que lo hacía del recodo de la galería. Nos chocamos y tropezamos unos con otros...

¡Pero el hombre ya no estaba allí!

Nos miramos con ojos estúpidos, con ojos de espanto ante esta incongruencia lógica: ¡el hombre no estaba allí!

¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde está?... Todo nuestro ser preguntaba: "¿Dónde está?".

–¡Es imposible que se haya escapado! – exclamé, con una cólera más grande que mi espanto.

–Lo toqué -exclamó Frédéric Larsan.

–¡Estaba allí, sentí su respiración en la cara! – decía el tío Jacques.

–¡Lo tocamos! – repetíamos el señor Stangerson y yo.

¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde está?...

Corrimos como locos por las dos galerías; revisamos puertas y ventanas: estaban cerradas, herméticamente cerradas... Nadie pudo haberlas abierto, puesto que las encontramos cerradas... Y, además, la abertura de una puerta o de una ventana por el hombre acosado de ese modo, sin que pudiésemos percibir su gesto, ¿no habría sido aún más inexplicable que la desaparición misma del hombre?

¿Dónde está? ¿Dónde está?... No pudo pasar por una puerta, ni por una ventana, ni por nada
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. ¡No pudo pasar a través de nuestros cuerpos! Confieso que en aquel momento quedé aniquilado. Porque el hecho es que había bastante claridad en la galería, y en esta galería no había trampas, ni puertas secretas en las paredes, ni sitio alguno donde alguien se pudiera esconder. Movimos los sillones y levantamos los cuadros. ¡Nada! ¡Nada! ¡Habríamos mirado hasta dentro de los jarrones, si hubiera habido jarrones!

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Cuando, gracias a Rouletabille, este misterio fue explicado de forma natural, sin más ayuda que la prodigiosa lógica del joven, se pudo comprobar que el asesino no había pasado ni por una puerta, ni por una ventana, ni por la escalera, ¡cosa que la justicia no quería admitir! (Nota del Narrador).

17. LA GALERÍA INEXPLICABLE

Mathilde Stangerson apareció en el umbral de su antecámara. Estábamos prácticamente frente a su puerta, en la galería en la que acababa de producirse el increíble fenómeno. Hay momentos en los que uno siente que le explota el cerebro. Una bala en la cabeza, un cráneo que estalla, la sede de la lógica, asesinada, la razón, hecha pedazos... Así podría explicar, quizás, la sensación que me invadía, que me vaciaba, de total desequilibrio, de aniquilación de mi yo pensante, ¡pensante, con mi pensamiento de hombre! La ruina moral de un edificio racional, sumada a la ruina real de la visión fisiológica, aun cuando los ojos siguen viendo claro, ¡qué golpe terrible en el cráneo!

Felizmente, la señorita Mathilde Stangerson apareció en el umbral de su antecámara. La vi, y verla fue un alivio para el caos de mi mente... La respiré... Respiré su perfume de la dama vestida de negro... ¡Querida dama de negro, querida dama de negro que jamás volveré a ver! ¡Dios mío! ¡Diez años de mi vida, la mitad de mi vida para volver a ver a la dama de negro! Pero, ¡ay!, sólo de vez en cuando vuelvo a encontrar, ¡tan sólo...!, ¡tan sólo...!, el perfume, casi el mismo perfume cuya huella, sólo perceptible para mí, iba a respirar en el locutorio
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de mi juventud...
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¡Es esta intensa reminiscencia de tu querido perfume, dama vestida de negro, la que me hace ir hacia esta otra, completamente de blanco, y tan pálida, tan pálida y tan hermosa en el umbral de la "galeria inexplicable"! Sus hermosos cabellos dorados, recogidos en la nuca, dejan ver la estrella roja de su sien, la herida a causa de la cual estuvo a punto de morir... Sólo cuando comencé a empuñar mi razón por el extremo correcto en este caso, imaginé que la noche del misterio del "cuarto amarillo", la señorita Stangerson llevaba el pelo en bandós... Pero, antes de haber entrado en el "cuarto amarillo", ¿cómo habría podido razonar sino con la cabellera en bandas? Y ahora, desde el suceso de la "galeria inexplicable", ya no razono; me quedo ahí, como un estúpido, ante la aparición de la señorita Stangerson, pálida y tan hermosa. Está vestida con una bata de una blancura de ensueño. Se diría que es como una aparición, como un dulce fantasma. Su padre la toma entre sus brazos, la abraza con pasión, parece haberla reconquistado una vez más, ¡porque una vez más estuvo a punto de perderla! No se atreve a preguntar... La lleva a su cuarto, donde los seguimos, porque..., en fin, ¡tenemos que saber!... La puerta del gabinete está abierta... Las caras espantadas de las dos enfermeras se inclinan hacia nosotros... La señorita Stangerson pregunta qué significa todo ese ruido. "Bueno", dice, "es muy sencillo..." ¡Qué sencillo! ¡Qué sencillo!... Esa noche se le ocurrió no dormir en su habitación, sino acostarse en el mismo cuarto que sus enfermeras, en el gabinete... Desde la noche del crimen siente miedo, temores repentinos muy comprensibles..., ¿no es cierto?... ¡Quién entiende por qué, precisamente esa noche en la que él iba a volver, se encerró, por una afortunada casualidad, con sus mujeres! ¡Quién entiende por qué rechaza la proposición del señor Stangerson de dormir en el salón de su hija, ya que su hija tiene miedo! ¡Quién entiende por qué la carta que estaba hace un instante en la mesa de la habitación ya no está allí!... Quien pueda entender todo esto dirá: la señorita Stangerson sabía que el asesino iba a volver..., ella no podía evitar que volviera..., no se lo dijo a nadie, porque el asesino debe seguir siendo un desconocido..., desconocido para su padre, desconocido para todos..., menos para Robert Darzac. Porque el señor Darzac, ahora, debe de conocerlo... ¡Quizás lo conocía con anterioridad! Recordar la frase del jardín del Elíseo: "¿Tendré que cometer un crimen para que usted sea mía?". ¿Un crimen contra quién sino contra el obstáculo, contra el asesino? Recordar también esta frase del señor Darzac -en respuesta a mi pregunta: "¿No le molestará que descubra al asesino?" "¡Ah! ¡Lo mataría con mis propias manos!". Y yo le repliqué: "¡Pero no ha contestado a mi pregunta!". Lo cual era cierto. En verdad, en verdad, el señor Darzac conoce tan bien al asesino que tiene miedo de que yo lo descubra, aunque quiera matarlo. Facilitó mi investigación sólo por dos motivos: primero, porque lo obligué a hacerlo; segundo, para poder cuidarla mejor...

Estoy en la habitación..., en su habitación... La miro..., la miro a ella..., y miro también el lugar en el que estaba la carta hasta hace un instante... La señorita Stangerson se apoderó de la carta; aquella carta era para ella, evidentemente..., evidentemente... ¡Ah! ¡Cómo tiembla la desdichada!... Tiembla ante el relato fantástico que su padre le hace de la presencia del asesino en su habitación y de la persecución de la que fue objeto... Pero es evidente..., es evidente que no estará completamente tranquila hasta que le aseguremos que el asesino, por un sortilegio inaudito, pudo escapársenos.

Y después, se produce un silencio... ¡Qué silencio!... Estamos todos allí, mirándola... Su padre, Larsan, el tío Jacques y yo... ¿Qué pensamientos se dirigen a ella en ese silencio?... Después del acontecimiento de esta noche, después del misterio de la Galería inexplicable, después de la prodigiosa realidad del asesino instalado en su habitación, me parece que todos los pensamientos, todos, desde los que se agitan en la cabeza del tío Jacques hasta los que nacen en la cabeza del señor Stangerson, podrían traducirse con estas palabras a ella dirigidas: "¡Oh! Tú que conoces el misterio, explícanoslo, y quizás te salvemos!". ¡Ah! ¡Cómo quisiera salvarla... de sí misma y del otro!... Lloro... Sí, siento que mis ojos se llenan de lágrimas ante un dolor tan terriblemente escondido.

Ahí está ella, la que tiene el perfume de la dama de negro... Por fin la veo, en su habitación, en esa habitación en la que no me quiso recibir..., en esa habitación en la que calla, en la que sigue callando. Desde la hora fatal del "cuarto amarillo", giramos alrededor de esta mujer invisible y muda, para saber lo que ella sabe. Nuestro deseo, nuestra voluntad de saber, deben ser para ella un suplicio más. ¿Quién nos asegura que, si nos enteramos, el hecho de conocer su misterio no sea el comienzo de un drama más espantoso que los que ya se produjeron aquí? ¿Quién nos asegura que no morirá por ello? Y, sin embargo, estuvo a punto de morir..., y no sabemos nada... O, más bien, hay algunos que no saben nada..., pero yo..., si yo supiera quién, lo sabría todo... ¿Quién? ¿Quién? ¿Quién?... Y como no sé quién es, tengo que callarme, por ella, porque no cabe la menor duda de que ella sí sabe cómo él se escapó del "cuarto amarillo"; y, sin embargo, se calla. ¿Por qué iba a hablar yo? Cuando sepa quién es, ¡hablaré con él!

Ahora ella nos mira..., pero de lejos..., como si no estuviéramos en su habitación... El señor Stangerson rompe el silencio. El señor Stangerson declara que, de ahora en adelante, no abandonará los aposentos de su hija. Ella quiere oponerse, en vano, a esa determinada voluntad. El señor Stangerson está decidido. Se instalará ahí desde esta misma noche, dice. Luego de lo cual, preocupado únicamente por la salud de su hija, le reprocha haberse levantado... Después, de pronto, le habla como a una niña..., le sonríe..., ya no sabe muy bien lo que dice ni lo que hace... El ilustre profesor pierde la cabeza... Repite palabras sin sentido, que expresan el estado de confusión de su mente... El nuestro no es mucho menor. Entonces, la señorita Stangerson dice estas simples palabras con voz quejumbrosa: "¡Padre! ¡Padre!", y este prorrumpe en llanto. El tío Jacques se suena la nariz y hasta Frédéric Larsan se ve obligado a volverse para ocultar su emoción. Yo no puedo más... Ya no pienso, ya no siento, soy como una planta. Me avergüenzo de mí mismo.

Es la primera vez que Frédéric Larsan se encuentra, como yo, ante la señorita Stangerson, desde el atentado del "cuarto amarillo". Al igual que yo, había insistido para poder interrogar a la desgraciada, pero sin mayor suerte. Tanto a él como a mí, siempre se nos daba la misma respuesta: la señorita Stangerson estaba demasiado débil para recibirnos, los interrogatorios del juez de instrucción ya la cansaban lo suficiente, etc. Había en ello una evidente mala voluntad respecto de ayudarnos en nuestras pesquisas que a mí, personalmente, no me sorprendía, pero que seguía desconcertando a Frédéric Larsan. Es verdad que Frédéric Larsan y yo tenemos una concepción del crimen completamente distinta...

Ellos lloran... Y me vuelvo a sorprender repitiendo, en el fondo de mi ser: ¡Salvarla!... ¡Salvarla a su pesar! ¡Salvarla sin comprometerla! ¡Salvarla sin que él hable! ¿Quién es él? Él, el asesino... ¡Atraparlo y cerrarle la boca!... Pero el señor Darzac lo ha dado a entender: "¡Para cerrarle la boca hay que matarlo!". Conclusión lógica de las frases que se le escaparon al señor Darzac. ¿Tengo derecho a matar al asesino de la señorita Stangerson? ¡No!... Pero que no me presente la oportunidad de hacerlo. ¡Ya veremos si es realmente de carne y hueso! ¡Ya veremos su cadáver, ya que no se puede atrapar a su cuerpo viviente!

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