Read El misterioso caso de Styles Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterioso caso de Styles (23 page)

BOOK: El misterioso caso de Styles
10.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En medio de enorme expectación, Poirot mostró tres tiras delgadas de papel.

—¡Una carta escrita de puño y letra del asesino, amigos míos! Si hubiera estado redactada con más claridad quizá mistress Inglethorp, advertida a tiempo, hubiera podido salvarse. Así, se dio cuenta del peligro que corría, pero no supo el modo como el crimen había sido planeado.

En medio de un silencio mortal, Poirot unió los trozos de papel y, aclarándose la garganta, leyó:

Queridísima Evelyn:

Todo va bien, pero en vez de esta noche será mañana. Ya me entiendes. Nos esperan muy buenos tiempos cuando la vieja haya muerto y no nos estorbe. Nadie podrá atribuirme el crimen. ¡Tu idea del bromuro ha sido un golpe genial! Pero tenemos que andar con cuidado. Un paso en falso…

—La carta, amigos míos, quedó sin concluir. Sin duda, el asesino fue interrumpido; pero su identidad es evidente. Todos conocemos su letra y…

Un grito que casi era un alarido rompió el silencio.

Una silla rodó por el suelo. Poirot, de un salto ágil, se hizo a un lado y con rápido movimiento desarmó a su atacante, que cayó al suelo estrepitosamente.

—Señoras y caballeros —dijo Poirot, haciendo una reverencia—, ¡les presento al asesino, míster Alfred Inglethorp!

C
APÍTULO
XIII
 
POIROT SE EXPLICA

¡
POIROT, viejo zorro! —dije—. ¡Casi me dan ganas de estrangularle! ¿Qué pretendía usted al engañarme como lo ha hecho?

Estábamos sentados en la biblioteca, después de unos días de febril excitación. En la habitación de abajo, John y Mary estaban juntos de nuevo, mientras Alfred Inglethorp y miss Howard habían sido arrestados. Al fin tenía a Poirot para mí solo y podría satisfacer mi curiosidad, todavía candente.

Poirot no me contestó enseguida, pero finalmente dijo:

—Yo no le engañé, amigo mío. Lo más que hice fue dejar que se engañara usted mismo.

—Bueno, pero ¿por qué?

—Es difícil de explicar. Usted, amigo mío, es de una naturaleza tan honrada, tan sumamente transparente, que…
en fin
, ¡le es imposible ocultar sus sentimientos! Si le hubiera dicho lo que pensaba, en la primera ocasión en que hubiera usted visto a míster Inglethorp, el astuto caballero habría «olido la rata», como dicen ustedes muy expresivamente. Y entonces, ¡adiós a nuestras probabilidades de cogerlo!

—Creo que soy más diplomático de lo que usted supone.

—Amigo mío —suplicó Poirot—, ¡no se enfade, se lo ruego! Su ayuda me ha sido valiosísima. Lo que me detuvo fue su modo de ser, tan extraordinariamente hermoso.

—Bueno —rezongué, apaciguándome un poco—. Pero sigo creyendo que debió haberme insinuado algo.

—Si eso es lo que he hecho, amigo mío. Lo hice varias insinuaciones, pero usted no las entendió. Piense un poco, ¿le he dicho alguna vez que creyera culpable a John Cavendish? ¿No le dije, por el contrario, que era casi seguro que lo absolverían?

—Sí, pero…

—¿Y no hablé inmediatamente después de la dificultad de entregar al asesino a la justicia? ¿No estaba claro que hablaba de dos personas distintas?

—No —dije—, para mí no estaba claro.

—Y además —continuó Poirot—, al principio, ¿no le repetí varias veces que no quería que míster Inglethorp fuera arrestado entonces? Esto debía haberle dicho algo a usted.

—¿Quiere decir que ya sospechaba de él entonces?

—Sí; para empezar, aunque hubiera otras personas beneficiadas con la muerte de mistress Inglethorp, ninguna como su marido. Esto era indiscutible. Cuando fui a Styles con usted por primera vez no tenía idea de cómo se había cometido el crimen, pero por lo que sabía de míster Inglethorp comprendí que sería muy difícil encontrar algo que lo relacionara con él. Cuando llegué a la casa me di cuenta inmediatamente de que había sido mistress Inglethorp la que había quemado el testamento; y en eso, amigo mío, no puede usted quejarse, porque he hecho todo lo posible por hacerle comprender el significado de aquel fuego en medio del verano.

—Sí, sí —dije con insistencia—. Continúe.

—Bien, amigo mío, como le iba diciendo, mi opinión sobre la culpabilidad de Inglethorp se hizo mucho más débil. En realidad, había tantas pruebas en contra de él que me sentí inclinado a creer en su inocencia.

—¿Cuándo cambió de opinión?

—Cuando vi que cuantos más esfuerzos hacía yo para salvarle, más hacía él para ser arrestado. Y cuando descubrí que Inglethorp no tenía nada que ver con mistress Raikes, sino que era John Cavendish el que tenía relaciones amorosas con ella, tuve la completa seguridad.

—¿Pero por qué?

—Muy sencillo. Si hubiera sido Inglethorp el que estaba interesado por mistress Raikes, su silencio sería comprensible. Pero cuando descubrí que todo el pueblo sabía que era John el que se sentía atraído por la linda esposa del granjero, tuve que interpretar su silencio de modo completamente distinto. Era estúpido pretender que tenía miedo al escándalo, pues no podía relacionársele con ningún escándalo. Esa actitud suya me hizo devanarme los sesos y, lentamente, llegué a la conclusión de que Alfred Inglethorp debía ser arrestado.
En bien!
, desde aquel mismo momento yo deseé igualmente que no fuera arrestado.

—Un momento. No veo por qué quería ser arrestado.

—Porque, amigo mío, según la ley de su país, un hombre que ha sido absuelto no puede volver a ser juzgado por el mismo delito. ¡Aja! ¡Era una idea magnífica! Desde luego, es un hombre de método. Fíjese, sabía que era seguro que se sospecharía de él y concibió la idea, extraordinariamente inteligente, de preparar un montón de pruebas en contra de sí mismo. Quería que se sospechara de él. Quería ser arrestado. Entonces presentaría su perfecta coartada y ¡libre para toda la vida!

—Pero todavía no veo como pudo probar su coartada y estar en la farmacia.

Poirot me miró sorprendido.

—¿Es posible? ¡Pobre amigo mío! ¿No sabía usted que fue miss Howard la que compró estricnina en la farmacia?

—¿Miss Howard?

—¡Pues claro! ¿Quién si no? Para ella fue facilísimo. Tiene buena estatura, su voz es profunda y varonil; además, recuérdelo, ella e Inglethorp son primos y hay un parecido innegable entre los dos, especialmente en su modo de andar y en sus movimientos. Era sencillísimo. ¡Son una pareja inteligente!

—Todavía no veo muy claro cómo fue hecho lo del bromuro.

—Bien. Reconstruiré el caso hasta donde sea posible. Me inclino a pensar que miss Howard era la mente directora de este asunto. ¿Recuerda usted que mencionó un día el hecho de que su padre había sido médico? Es muy posible que le preparara las medicinas, o puede habérsele ocurrido la idea leyendo alguno de los muchos libros que miss Cynthia dejaba por todas partes cuando estaba preparando su examen. Como quiera que sea, sabía perfectamente que añadiendo bromuro a una mezcla que contuviera estricnina se precipitaría esta última. Probablemente, la idea se le ocurrió de pronto. Mistress Inglethorp tenía una caja de polvos de bromuro que tomaba por las noches, de cuando en cuando. Nada más fácil que disolver una pequeña cantidad de estos polvos en el frasco de la medicina de mistress Inglethorp cuando la envió la farmacia de Coots. El riesgo era prácticamente nulo. La tragedia no tendría lugar hasta unos quince días más tarde. Si alguien hubiera visto a cualquiera de los dos manipulando la medicina lo habrían olvidado para entonces. Miss Howard habría ya provocado la pelea y abandonado la casa. El tiempo transcurrido y su ausencia hubieran evitado cualquier sospecha. ¡Sí, era una idea muy hábil! Si lo hubieran dejado así, posiblemente nunca se les hubiera atribuido el crimen. Pero no se conformaron con eso. Quisieron ser demasiado hábiles y esto les perdió.

Poirot aspiró el humo de su diminuto cigarrillo.

—Prepararon un plan para hacer recaer las sospechas sobre John Cavendish, comprando estricnina en la farmacia del pueblo y firmando en el libro con su letra. El lunes, mistress Inglethorp tomaría la última dosis de su medicina. Por tanto, el lunes, a las seis de la tarde, Alfred Inglethorp se las arregla para ser visto por varias personas en un lugar alejado del pueblo. Miss Howard inventó una historia fantástica acerca de él y de miss Raikes, para explicar el silencio que posteriormente había de guardar Inglethorp. A las seis, miss Howard, haciéndose pasar por míster Inglethorp, entra en la farmacia, cuenta la historia del perro, obtiene la estricnina y firma el nombre de Alfred Inglethorp con la letra de John que previamente había estudiado con todo cuidado. Pero como todo el plan fallaría si John podía presentar una coartada, le escribe una nota anónima, siempre copiando su letra, en la que le cita en un lugar muy apartado, donde era sumamente improbable que nadie pudiera verle. Hasta aquí todo va bien. Miss Howard vuelve a Midlingham. Alfred Inglethorp vuelve a Styles. Nada puede comprometerle, ya que es miss Howard quien tiene la estricnina, que, por otra parte, sólo se utilizará para hacer recaer las sospechas sobre John Cavendish. Mistress Inglethorp no toma la medicina aquella noche. La campanilla estropeada, la ausencia de Cynthia, preparada por Inglethorp a través de su esposa, todo en vano. Y ahora es cuando él comete su equivocación. Mistress Inglethorp está ausente y su marido se sienta a escribir a su cómplice, a la que supone presa de pánico por el fracaso del plan. Es posible que mistress Inglethorp regresara antes de lo que él esperaba. Al ser sorprendido, Inglethorp cierra con llave su buró, un poco aturullado. Teme que si sigue en el cuarto tenga que abrir de nuevo el mueble y que mistress Inglethorp pueda ver la carta antes de que él la retire. De modo que se marcha a pasear por los bosques, sin sospechar que mistress Inglethorp abriría el buró y descubriría el documento acusador. Pero esto, como sabemos, es lo que ocurrió. Mistress Inglethorp lee la carta y se entera de la perfidia de su esposo y de Evelyn Howard, aunque, por desgracia, la frase sobre el bromuro no le dice nada. Sabe que está en peligro, pero no sabe por dónde viene. Decide no decir nada a su esposo pero le escribe a su abogado, pidiéndole que vaya a verla a la mañana siguiente, y también determina destruir el testamento que acaba de hacer. Mistress Inglethorp guarda la carta fatal.

—Entonces, ¿fue para encontrar la carta por lo que su marido forzó la cerradura de la caja de documentos?

—Sí, y por el tremendo riesgo que corrió vemos que se daba perfecta cuenta de su importancia. Con excepción de aquella carta no había nada que lo relacionara con el crimen.

—Hay una cosa que no comprendo: ¿por qué no la destruyó enseguida que la tuvo en su poder?

—Porque no se atrevió a correr el mayor riesgo de todos: conservarla en su persona.

—No comprendo.

—Considérelo desde su punto de vista. He descubierto que sólo tuvo cinco minutos durante los cuales pudo coger la carta; los cinco minutos inmediatamente anteriores a nuestra llegada a la escena, porque antes, Annie estaba barriendo las escaleras, y hubiera visto a cualquiera que se dirigiera al ala derecha. ¡Figúrese usted la escena! Entra en la habitación, abriendo la puerta con otra de las llaves, todas eran muy parecidas. Se precipita sobre la caja morada; está cerrada y no encuentra las llaves. Es un golpe terrible para él, porque no puede ocultarse su presencia en el cuarto, como esperaba. Pero comprende que hay que jugarse el todo por el todo con tal de conseguir la maldita prueba. Rápidamente fuerza la cerradura con un cortaplumas y revuelve en los papeles hasta encontrar el que busca. Pero ahora se presenta un nuevo problema: no se atreve a guardar consigo el papel. Puede ser visto al dejar la habitación, puede que le registren. Si le encuentran el papel encima su perdición es segura. Probablemente, en este momento, oye a míster Wells y a John que salen del
boudoir
. Tiene que actuar rápidamente. ¿Dónde podría esconder ese terrible papel? El contenido del cesto de los papeles es conservado y, de todos modos, lo examinarán. No hay medio de destruirlo y no se atreve a llevarlo encima. Echa una mirada a su alrededor y ve…, ¿qué cree usted que ve, amigo mío?

Moví la cabeza negativamente.

—En un momento rompió la carta en tres tiras largas y las enrolló en la forma en se enrollan las mechas, metiéndolas apresuradamente entre las otras mechas en el recipiente para ellas colocado en la repisa.

Lancé una exclamación.

—A nadie se le hubiera ocurrido mirar allí —continuó Poirot— y podía haber vuelto sin prisas a destruir esta única prueba que existía contra él.

—Entonces, ¿estuvo todo el tiempo en el recipiente de las mechas del cuarto de mistress Inglethorp, delante de nuestras narices? —exclamé.

Poirot asintió.

—Sí, amigo mío. Éste fue mi «último eslabón» y a usted le debo el afortunado descubrimiento.

—¿A mí?

—Sí. ¿Recuerda que me dijo que mis manos temblaban mientras ordenaba los objetos de la repisa?

—Sí, pero no veo…

—No, pero yo vi. Porque recordé que aquella misma mañana, más temprano, cuando estuvimos juntos en la habitación, había colocado ordenadamente los objetos de la repisa. Y habiendo sido ordenados no habría sido necesario ordenarlos nuevamente, a no ser que alguien los hubiese tocado.

—¡Válgame Dios! —exclamé—. ¡De modo que ésa es la explicación de su extraña actitud! ¿Fue usted corriendo a Styles y todavía estaban allí, en el mismo sitio?

—Sí, y fue una carrera contra reloj.

—Pero todavía no comprendo cómo Inglethorp fue tan estúpido como para dejar allí la carta, teniendo tantas oportunidades de destruirla.

—¡Ah, pero es que no pudo oportunidad! De eso me encargué yo.

—Usted?

—Sí. ¿Recuerda que me censuró usted por haberme confiado a toda la servidumbre a ese respecto?

—Sí.

—Bien, amigo mío, sólo había una oportunidad. Yo no estaba seguro entonces de si Inglethorp era el criminal o no; pero si lo era no podía llevar el papel encima, sino que lo habría escondido en alguna parte, y, asegurándome la simpatía de la servidumbre, pude prevenir su destrucción. Inglethorp era ya sospechoso, y dando publicidad al asunto conseguí la ayuda de unos diez detectives aficionados, que le vigilarían sin cesar. Inglethorp, por su parte, sabiéndose observado, no se atrevía a ir en busca del documento para destruirlo. De este modo, tuvo que abandonar la casa dejando la carta en el recipiente de las mechas.

—Pero miss Howard tendría la oportunidad de ayudarle.

BOOK: El misterioso caso de Styles
10.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Bellefleur by Joyce Carol Oates
Affairs of the Heart by Maxine Douglas
Blood Knot by Cooper-Posey, Tracy
Presumption of Guilt by Terri Blackstock
Rain Village by Carolyn Turgeon
SexyShortsGeneric by Shana Gray
My Guantanamo Diary by Mahvish Khan