El misterioso caso de Styles (24 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El misterioso caso de Styles
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—Sí, pero miss Howard no conocía la existencia del papel. De acuerdo con el plan preparado de antemano, no le dirigiría la. palabra a Alfred Inglethorp. Se les suponía enemigos irreconciliables, y hasta que se sintieron seguros con la detención de John no se arriesgaron a celebrar una entrevista. Naturalmente, yo vigilaba a míster Inglethorp, esperando que tarde o temprano acabaría conduciéndome al lugar del escondite. Pero fue demasiado hábil para arriesgarse. El papel estaba seguro donde estaba. No habiéndosele ocurrido a nadie mirar allí en la primera semana, no era probable que lo hiciera después. A no ser por su afortunada observación quizá nunca hubiéramos podido entregarlo a la Justicia.

—Ahora lo entiendo. Pero, ¿cuándo empezó usted a sospechar de miss Howard?

—Cuando descubrí que había mentido en la encuesta, al hablar de la carta que recibió de mistress Inglethorp.

—¿Qué mentira había en ello?

—¿Ha visto usted la carta? ¿Recuerda usted su aspecto?

—Sí, más o menos.

—Recordará usted entonces que mistress Inglethorp tenía una escritura muy característica y que dejaba amplios espacios entre las palabras. Pero mirando la fecha de la carta se ve que el «17 de julio» es completamente distinto. ¿Comprende lo que quiero decir?

—No, no comprendo —confesé.

—¿No ve usted que la carta no fue escrita el diecisiete de julio, sino el siete, el día siguiente de la marcha de miss Howard? El «uno» fue puesto delante del «siete» para convertirlo en «diecisiete».

—Pero ¿por qué?

—Eso es precisamente lo que yo me pregunto. ¿Por qué miss Howard suprime la carta escrita el diecisiete y muestra esta otra? Porque no quiere enseñar la del diecisiete. Pero ¿por qué? Y entonces empecé a sospechar. Recordará que le dije que es conveniente desconfiar de quienes no dicen la verdad.

—¡Y, sin embargo —exclamé con indignación—, después de eso me dio usted dos razones por las que miss Howard no podía haber cometido el crimen!

—Y razones de peso —replicó Poirot—. Como que durante mucho tiempo me indujeron a error, hasta que recordé un hecho muy significativo: que ella y Alfred Inglethorp eran primos. Ella no podía haber cometido el crimen por sí sola, pero no había razón que le impidiera ser cómplice. ¡Y además, aquel odio suyo, tan apasionado! Ocultaba un sentimiento muy diferente. No cabe duda de que les unía un lazo de pasión mucho antes de que él se presentara en Styles. Habían organizado ya su infame complot. Él se casaría con aquella señora rica, pero de poca cabeza; la induciría a hacer un testamento dejándole a él el dinero y alcanzarían sus fines por medio de un asesinato planeado con gran habilidad. Si todo hubiera salido como suponían, seguramente a estas horas habrían dejado Inglaterra y vivirían juntos con el dinero de su pobre víctima. Son una pareja muy astuta y sin escrúpulos de ninguna clase. Mientras las sospechas se dirigían hacia él, ella pudo hacer tranquilamente toda clase de preparativos para un
dénouement
completamente diferente. Llega de Midlingham con todas las cosas comprometedoras en su poder. Nadie sospecha de ella. Nadie se fija en sus idas y venidas por la casa. Esconde la estricnina y las gafas en el cuarto de John. Guarda la barba en el desván. Ya se encargará ella de que, más tarde o temprano, sean descubiertos.

—No comprendo por qué trataron de hacer recaer la culpa sobre John —observé—. Hubiera sido mucho más fácil atribuir el crimen a Lawrence.

—Sí, pero eso fue pura casualidad. Todas las pruebas contra Lawrence surgieron accidentalmente. En realidad, esto debe haber molestado bastante a los dos cómplices.

—Lawrence estuvo afortunado —observé, pensativo.

—Sí. Naturalmente, ya se habrá dado usted cuenta de lo que había tras todo ello.

—No.

—¿No comprendió usted que creía a miss Cynthia culpable del crimen?

—¡No! —exclamé, atónito—. ¡Imposible!

—En absoluto. Yo mismo tuve la misma idea. La tenía en la cabeza cuando le hice a míster Wells aquella pregunta sobre el testamento. Estaban, además, los polvos de bromuro que ella había preparado y lo bien que interpretaba los papeles masculinos, según nos contó Dorcas. Realmente era la más comprometida de todos.

—¡Poirot, usted bromea!

—No. ¿Quiere que le diga por qué Lawrence se puso tan pálido cuando entró por primera vez en la habitación de su madre la noche fatal? Porque mientras su madre yacía en su cama, evidentemente envenenada, vio que la puerta de la habitación de Cynthia tenía el cerrojo descorrido.

—¡Pero si declaró que estaba corrido! —exclamé.

—Exacto —dijo Poirot jocosamente—. Y fue precisamente eso lo que me confirmó en mi idea de que estaba descorrido. Estaba escudando a miss Cynthia.

—Pero ¿por qué tenía que escudarla?

—Por que estaba enamorado de ella.

Me reí.

—¡En eso sí que está usted equivocado, Poirot! Precisamente he tenido ocasión de enterarme de que no sólo no está enamorado de ella, sino que hasta la tenía antipatía.

—¿Quién le ha dicho a usted eso, amigo mío?

—La propia Cynthia.

—¡Pobre muchacha! ¿Y estaba disgustada?

—Dijo que no le importaba en absoluto.

—Entonces es seguro que le importa mucho —observó Poirot—. ¡Son así las mujeres!

—Es una sorpresa para mí lo que dice usted de Lawrence —dije.

—¿Por qué? Está clarísimo. ¿No ponía Lawrence cara de pocos amigos cada vez que Cynthia hablaba y reía con su hermano? Se le había metido en su cabeza alargada la idea de que Cynthia estaba enamorada de John. Cuando entró en la habitación de su madre y la vio en aquel estado, sacó la conclusión de que Cynthia sabía algo de aquel asunto. Desesperado, trituró la taza de café con el pie, recordando que ella había subido con su madre la noche anterior, y decidió evitar que el contenido de la taza pudiera ser analizado. Desde entonces se esforzó en sostener la teoría de la «muerte natural», inútilmente, como sabemos.

—¿Y qué me dice de la taza de café perdida?

—Estaba bastante seguro de que la había escondido mistress Cavendish, pero necesitaba la seguridad absoluta. Lawrence no supo lo que yo quería decir, pero reflexionando llegó a la conclusión de que encontrando la taza perdida la dama de sus pensamientos quedaría libre de sospechas. Y tenía razón.

—Otra cosa. ¿Qué quiso decir mistress Inglethorp con sus últimas palabras?

—Eran, naturalmente, una acusación contra su marido.

—¡Vaya, Poirot; creo que lo ha explicado usted todo! —dije con un suspiro—. Me alegro de que todo haya terminado tan felizmente. Hasta John y su mujer se han reconciliado.

—Gracias a mí.

—¿Cómo gracias a usted?

—Querido amigo, ¿se da usted cuenta de que lo único que los ha reunido de nuevo ha sido el proceso? Estaba convencido de que John Cavendish seguía queriendo a su mujer y que ella estaba igualmente enamorada de él. Pero habían llegado a distanciarse mucho. Todo partía de un malentendido. Ella se casó con él sin quererle y él lo sabía. John es un hombre sensible a su manera; no quiso imponerle su amor si ella no lo deseaba. Y al retirarse él se despertó el amor de su esposa. Pero los dos son extraordinariamente orgullosos y su orgullo los mantuvo separados. Él se metió en un lío con mistress Raikes y ella cultivó a propio intento la amistad del doctor Bauerstein. ¿Recuerda usted el día en que John Cavendish fue detenido, que me encontró usted deliberando sobre una decisión muy importante?

—Sí, y comprendí perfectamente su pesar.

—Perdón, amigo mío, pero no lo comprendió usted en absoluto. Estaba dudando entre justificar o no inmediatamente a John Cavendish. Pude evitar que lo detuvieran, aunque posiblemente eso hubiera significado la imposibilidad de coger a los verdaderos culpables. Hasta el último momento los asesinos no tuvieron la menor idea de mis intenciones, y a ello, en parte, debo mi éxito.

—¿De modo que pudo evitar el que John fuera procesado?

—Sí, amigo mío. Pero por último me decidí por «la felicidad de una mujer». Sólo el gran peligro por él que pasaron pudo reunir de nuevo a esas dos almas orgullosas.

Me quedé mirando a Poirot, mudo de asombro. ¡Qué maravillosa desfachatez la del hombrecillo! ¿Quién, sino Poirot, hubiera utilizado un proceso por asesinato como medio para salvar la felicidad de un matrimonio?

—Puedo leer sus pensamientos, amigo mío —dijo Poirot sonriéndome—. ¡Sólo Hércules Poirot se hubiera atrevido a semejante cosa! Y hace usted mal en condenar mi actitud. La felicidad de un hombre y una mujer es lo más importante del mundo.

Sus palabras trajeron a mi memoria acontecimientos ya pasados. Recordé a Mary echada en el sofá, pálida, agotada y escuchando, escuchando. Desde el piso de abajo había llegado el sonido de una campana. Mary se había levantado de un salto. Poirot había abierto la puerta y contestado afablemente a la pregunta de sus ojos agonizantes: «Sí, señora —dijo—, se lo traigo». Se había apartado a un lado, y yo, saliendo de la habitación, sorprendía la expresión de Mary cuando su marido la estrechaba entre sus brazos.

—Puede que tenga usted razón —dije afablemente—. Sí, es lo más importante del mundo.

En aquel momento llamaron a la puerta y Cynthia asomó la cabeza.

—Yo… yo… sólo…

—Pase —dije, levantándome de un salto.

Entró, pero no quiso sentarse.

—Yo… sólo quería decirles una cosa…

—¿Qué cosa?

Cynthia jugó nerviosamente durante unos segundos con una borla que adornaba su vestido y súbitamente, exclamando: «¡Cuánto les quiero!», me besó a mí primero, después a Poirot y se precipitó fuera de su cuarto.

—¿Qué quiere decir todo esto? —pregunté, sorprendido.

Había sido muy agradable ser besado por Cynthia, pero la publicidad casi estropeó el placer de aquel beso.

—Quiere decir que ha descubierto que no le resulta Lawrence tan desagradable como pensaba —replicó Poirot filosóficamente.

—Pero…

—Aquí viene él.

Lawrence pasaba en aquel momento por delante de la puerta.

—¡Eh, míster Lawrence! —llamó Poirot—. Tenemos que darle la enhorabuena, ¿no es así?

Lawrence enrojeció y sonrió con torpeza. Un hombre enamorado es un espectáculo lamentable. Cynthia, en cambio, había sido encantadora.

Suspiré.

—¿Qué pasa, amigo mío?

—Nada —dije tristemente—. ¡Son encantadoras la dos!

—Y ninguna de las dos es para usted, ¿no es eso? —terminó Poirot—. No importa. Consuélese, amigo mío. Puede que volvamos a trabajar juntos, ¿quién sabe?, y entonces…

FIN

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AGATHA CHRISTIE, escritora inglesa nacida en Torquay (Inglaterra) el 15 de septiembre de 1890, es considerada como una de las más grandes autoras de crimen y misterio de la literatura universal. Su prolífica obra todavía arrastra a una legión de seguidores, siendo una de las autoras más traducidas del mundo y cuyas novelas y relatos todavía son objeto de reediciones, representaciones y adaptaciones al cine.

Christie fue la creadora de grandes personajes dedicados al mundo del misterio, como la entrañable miss Marple o el detective belga Hércules Poirot. Hasta hoy, se calcula que se han vendido más de cuatro mil millones de copias de sus libros traducidos a más de 100 idiomas en todo el mundo. Además, su obra de teatro
La ratonera
ha permanecido en cartel más de 50 años con más de 23.000 representaciones.

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