Read El misterioso caso de Styles Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

El misterioso caso de Styles (4 page)

BOOK: El misterioso caso de Styles
6.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Quieres subirme la caja morada de los papeles? Me voy a la cama.

La puerta que daba al vestíbulo era ancha. Me levanté al mismo tiempo que Cynthia. John estaba a mi lado. Por tanto, éramos tres los testigos que podríamos jurar que mistress Inglethorp llevaba en la mano su taza de café, que aún no había probado.

La presencia del doctor Bauerstein me estropeó la velada por completo. Me parecía que no iba a marcharse nunca. Sin embargo, al fin se levantó y suspiré aliviado.

—Bajaré al pueblo con usted —dijo Inglethorp—. Tengo que ver al administrador para tratar de unas cuentas —se volvió a John—. No es necesario que nadie me espere levantando. Llevaré el llavín.

C
APÍTULO
III
 
LA NOCHE DE LA TRAGEDIA

P
ARA que resulte clara esta parte de mi relato, incluyo el siguiente plano del primer piso de Styles
(P
LANO
)
. A las habitaciones de la servidumbre se llega a través de la puerta B. No tiene comunicación con el ala derecha, donde estaban situadas las habitaciones de los Inglethorp.

Debía de ser hacia la mitad de la noche cuando me despertó Lawrence Cavendish. Tenía una vela en la mano y por la agitación de su rostro se veía claramente que algo grave ocurría.

—¿Qué pasa? —pregunté, sentándome en la cama y tratando de ordenar mis pensamientos dispersos.

—Parece que mi madre está muy enferma. Debe de tener un ataque. Por desgracia, se ha encerrado por dentro en su cuarto.

—Voy enseguida.

Salté de la cama y poniéndome una bata seguí a Lawrence a lo largo del pasillo y a la galería hasta el ala derecha de la casa.

John Cavendish se unió a nosotros y uno o dos de los sirvientes espantados rondaban por allí, excitadísimos. Lawrence se volvió hacia su hermano.

—¿Qué te parece que hagamos?

La indecisión de su carácter nunca había sido tan evidente.

John sacudió con violencia el picaporte, pero sin resultado positivo. La puerta, evidentemente, estaba cerrada con llave o echado el cerrojo por dentro. Ya toda la casa se había levantado. Desde el interior de la habitación llegaban ruidos alarmantes. Había que hacer algo con urgencia.

—Trate de entrar por el cuarto de míster Inglethorp, señor —gritó Dorcas—. ¡La pobre señora!

De pronto caí en la cuenta de que Alfred Inglethorp no estaba con nosotros. Era el único que no había hecho acto de presencia. John abrió la puerta de su cuarto. Estaba oscuro como boca de lobo, pero Lawrence le seguía con la vela y a su luz vacilante pudimos ver que la cama estaba sin deshacer y no había señales de que el cuarto hubiera sido ocupado aquella noche.

Fuimos directamente a la puerta de comunicación. También estaba cerrada o tenía echado el cerrojo por dentro. ¿Qué hacer?

—¡Ay, señor! ¿Qué vamos a hacer? —gritaba Dorcas, retorciéndose las manos.

—Creo que debemos intentar forzar la puerta. Va a ser tarea dura. Que una de las chicas baje a buscar al doctor Wilkins. Bueno, vamos a la puerta. Un momento, ¿no hay una puerta en el cuarto de miss Cynthia?

—Sí, señor, pero también está cerrada. Nunca ha estado abierta.

—Podemos probarlo de todos modos.

Corrió a lo largo del pasillo hasta el cuarto de Cynthia. Allí estaba Mary Cavendish, zarandeando a la muchacha, que debía tener un sueño extraordinariamente pesado, y tratando de despertarla.

John estuvo de vuelta después de unos segundos.

—No hay nada que hacer allí; también está cerrada. Tenemos que forzar la puerta. Creo que ésta es algo menos sólida que la del pasillo.

Todos unimos nuestras fuerzas y empujamos, jadeantes. El armazón de la puerta era sólido y durante mucho tiempo resistió nuestros esfuerzos, pero al fin, con ruidoso estallido, se abrió violentamente.

Entramos todos juntos, dando traspiés. Lawrence seguía sosteniendo la vela. Mistress Inglethorp estaba en la cama, agitada por violentas convulsiones, en una de las cuales, al parecer, había volcado la mesa que estaba a su lado. Sin embargo, cuando nosotros entramos, sus miembros se relajaron y cayó sobre las almohadas.

John cruzó el cuarto y encendió el gas. Volviéndose hacia Annie, una de las doncellas, la mandó al salón a buscar coñac. Entonces se acercó a su madre, mientras yo descorría el cerrojo de la puerta del pasillo.

Me volví hacia Lawrence para sugerirle que era mejor que yo les dejara, ya que mis servicios no eran necesarios, pero las palabras se helaron en mis labios. Nunca había visto a un hombre con semejante expresión de terror. Estaba blanco como la nieve: la vela que sostenía en su mano temblaba y la cera caía en la alfombra, y sus ojos, petrificados por el pánico o algún sentimiento similar, miraban fijamente a algún punto de la pared. Seguí instintivamente la dirección de su mirada, pero no pude ver allí nada extraordinario. Sólo las brasas que chisporroteaban débilmente en la chimenea y la hilera de figuritas en la repisa, pero ni unas ni otras justificaban aquel terror.

Parecía que la violencia del ataque de mistress Inglethorp iba cediendo. Ya podía hablar tan sólo con sonidos entrecortados.

—Estoy mejor… Vino tan de pronto… qué estúpida he sido… encerrándome…

Una sombra se proyectó en la cama, volví la cabeza y vi a Mary Cavendish de pie, cerca de la puerta, sosteniendo con un brazo a Cynthia, que parecía completamente aturdida. Tenía el rostro congestionado y bostezaba repetidamente.

—La pobre Cynthia está muy asustada —dijo Mary Cavendish en voz baja y clara.

Mary llevaba puesta su bata blanca de trabajo. Debía de ser más tarde de lo que había pensado. Un pálido rayo de luz atravesaba las cortinas de las ventanas y el reloj de la chimenea señalaba cerca de las cinco.

Un grito estrangulado me sobresaltó. El dolor atenazaba de nuevo a la infortunada señora. Las convulsiones eran de tal violencia que el presenciarlas constituía una verdadera prueba. Reinaba la mayor confusión. Nos amontonábamos a su alrededor, incapaces de ayudarla o aliviarla. Una última convulsión la levantó de la cama, y luego pareció descansar sobre la cabeza y los tobillos, con el cuerpo arqueado del modo más extraordinario. Mary y John trataban en vano de darle a beber coñac. Los minutos iban pasando. De nuevo se arqueó su cuerpo extrañamente.

En aquel momento el doctor Bauerstein se abrió paso autoritariamente a través de la habitación. Durante unos segundos permaneció inmóvil contemplando a mistress Inglethorp, y entonces ésta gritó con voz ahogada, los ojos fijos en el doctor:

—¡Alfred! ¡Alfred!

Y cayó inmóvil sobre las almohadas. El doctor se acercó vivamente al lecho, y, cogiendo los brazos de mistress Inglethorp, los zarandeó enérgicamente, aplicándole la respiración artificial. Dio unas cuantas órdenes rápidas a los sirvientes. Un imperioso movimiento de su mano nos llevó a todos a la puerta. Le contemplábamos fascinados, aunque creo que en el fondo de nuestros corazones todos sabíamos que era ya demasiado tarde para conseguir nada. Por la expresión de su rostro comprendí que él tampoco tenía esperanzas.

Por último abandonó su tarea, moviendo la cabeza gravemente. En aquel momento oímos unos pasos que se acercaban y entró atropelladamente el médico de cabecera de mistress Inglethorp, doctor Wilkins, un hombre rollizo e inquieto.

En pocas palabras el doctor Bauerstein explicó que pasaba casualmente por delante de la verja cuando el coche salía en busca del doctor Wilkins, y había acudido lo más aprisa posible. Señaló a la figura de la cama con un vago ademán que hizo con la mano.

—Muy triste, muy triste —murmuró el doctor Wilkins—. ¡Pobre señora! Siempre quería hacer demasiadas cosas, demasiadas, contra mi consejo… Yo se lo advertí. Su corazón estaba muy débil. «Calma, calma», le dije. Pero no, su amor por las buenas obras era demasiado grande. La naturaleza se rebeló, la na-tu-ra-le-za se re-be-ló.

El doctor Bauerstein observaba con atención a su colega.

—Las convulsiones eran de una violencia extraordinaria, doctor Wilkins —dijo sin dejar de mirarle—. Siento que no haya estado usted aquí a tiempo de presenciarlas. Eran… de naturaleza tetánica.

—¡Ah! —dijo prudentemente el doctor Wilkins.

—Me gustaría hablar con usted reservadamente —dijo Bauerstein. Y volviéndose hacia John—. ¿Tiene usted algo que objetar?

—Desde luego que no.

Salimos todos al pasillo, dejando solos a los dos médicos, y oí la llave en la cerradura detrás de nosotros.

Bajamos lentamente las escaleras. Yo estaba excitadísimo. Tengo cierto talento deductivo y la actitud del doctor Bauerstein había despertado en mi imaginación un montón de conjeturas. Mary Cavendish puso su mano sobre mi brazo.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué está tan… extraño el doctor Bauerstein?

—¿Sabe usted lo que pienso?

—¿Qué?

—¡Escuche!

Miré alrededor. Estábamos fuera del alcance del oído de los demás, pero así y todo dije en un susurro:

—Creo que ha sido envenenada. Estoy seguro de que el doctor Bauerstein lo sospecha.

—¡Qué!

Se encogió contra la pared, las pupilas dilatadas violentamente, lanzando un grito desesperado que me sobresaltó.

—¡No, no! ¡Eso no, eso no!

Y voló escaleras arriba, dejándome solo. La seguí, temiendo fuera a desmayarse. La encontré recostada contra el pasamano, mortalmente pálida. Me hizo con la mano una señal impaciente de que me fuera.

—¡No, no, déjeme! Prefiero estar sola. Déjeme tranquila un minuto o dos. Vaya abajo con los demás.

Obedecí de mala gana. John y Lawrence estaban en el salón. Me acerqué a ellos. Todos permanecíamos callados, pero creo que expresé el sentir general cuando rompí aquel silencio y pregunté alterado:

—¿Dónde está míster Inglethorp?

John negó con la cabeza.

—No está en casa.

Nos miramos. ¿Dónde estaba Alfred Inglethorp? Su ausencia resultaba extraña, inexplicable. Recordé las últimas palabras de mistress Inglethorp. ¿Qué había en el fondo de ellas? ¿Qué más nos hubiera dicho, de haber tenido tiempo?

Al fin oímos a los médicos bajar la escalera. El doctor Wilkins se daba aires de importancia y parecía como si tratara de ocultar bajo una calma decorosa su excitación interior. Y el doctor Bauerstein se mantenía en segundo término y la expresión de su rostro grave no se había alterado. El doctor Wilkins habló por los dos, dirigiéndose a John:

—Míster Cavendish, deseo su autorización para hacer la autopsia.

—¿Es necesario? —preguntó John gravemente.

Un espasmo de dolor cruzó su rostro.

—Absolutamente necesario —contestó el doctor Bauerstein.

—¿Quiere usted decir que…?

—Que ni el doctor Wilkins ni yo podremos extender un certificado de defunción en las actuales circunstancias.

John inclinó la cabeza.

—En ese caso, mi única alternativa es consentir.

—Gracias —dijo el doctor Wilkins vivamente—. Creemos conveniente que la autopsia tenga efecto mañana por la noche, o mejor esta misma noche —miró rápidamente a la luz del día—. En las presentes circunstancias me temo que no podremos evitar una indagatoria. Son formalidades necesarias, pero les ruego que no se angustien por ello. A todo se proveerá.

Una pausa siguió a las palabras del médico de cabecera. Luego, el doctor Bauerstein sacó dos llaves de su bolsillo y se las entregó a John, diciéndole a la par:

—Las llaves de los dos cuartos. Los he cerrado, y, en mi opinión, deberían permanecer cerrados por el momento.

Los doctores se marcharon.

Había estado dando vueltas en mi cabeza a una idea y me pareció que había llegado el momento de exponerla. Sin embargo, temía un poco hacerlo. Sabía que John sentía horror por toda clase de publicidad y que era un optimista despreocupado, poco amigo de buscar problemas. Podía ser difícil convencerle de la sensatez de mi plan. Por otra parte, Lawrence, menos esclavo de convencionalismos y más imaginativo, podía convertirse en mi aliado. Sin ningún género de duda, había llegado el momento de que yo tomara la dirección del asunto.

—John —dije—, te voy a pedir una cosa.

—Di.

—¿Recuerdas que os he hablado de mi amigo Poirot, el belga que está en el pueblo? Ha sido un detective famosísimo.

—Sí. Bien.

—Quiero que me dejes llamarlo para… investigar el asunto que nos ocupa.

—¡Cómo! ¿Ahora mismo? ¿Antes de la autopsia?

—Sí, el tiempo será un gran aliado si… si hay algo sucio en todo esto.

—¡Tonterías! —exclamó Lawrence con enfado—. En mi opinión, todo es una paparrucha de Bauerstein. A Wilkins no se le ocurrió semejante cosa hasta que Bauerstein se la metió en la cabeza. Como todos los especialistas, Bauerstein tiene su manía. Los venenos son su chifladura, y, claro, conoce bien sus efectos.

Tengo que confesar que me sorprendió la actitud de Lawrence. Muy rara vez se apasionaba por nada.

John dudó un momento.

—No estoy de acuerdo contigo, Lawrence —dijo al fin—. Me inclino a darle a Hastings plenos poderes, aunque prefiero esperar un poco. No queremos escándalo, si puede evitarse.

—¡No, no! —exclamé con ansiedad—. No tengáis miedo. Poirot es la discreción personificada, y procede con sumo tino.

—Bueno, entonces haz lo que quieras. Lo dejo en tus manos. Aunque si es lo que sospechamos, parece un caso clarísimo. Dios me perdone si soy injusto con él.

Sin embargo, me concedí cinco minutos, que empleé en rebuscar en la biblioteca hasta que descubrí un libro de medicina con una descripción del envenenamiento por estricnina.

C
APÍTULO
IV
 
POIROT INVESTIGA

L
A casa que ocupaban los belgas en el pueblo estaba muy cerca de las puertas del parque. Podía ahorrarse tiempo tomando por un estrecho sendero que cruzaba los prados y evitaba las vueltas de la carretera. Por tanto, tomé ese camino. Al llegar a la casa del guarda, me llamó la atención la figura de un hombre que corría en dirección a mí. Era Inglethorp. ¿Dónde había estado? ¿Cómo explicaría su ausencia?

Me abordó ansiosamente.

—¡Dios mío! ¡Es horrible! ¡Mi pobre mujer! Acabo de enterarme.

—¿Dónde ha estado usted? —pregunté.

—Denby me entretuvo anoche hasta muy tarde. No terminamos hasta después de la una. Entonces caí en la cuenta de que había olvidado el llavín. Como no quería levantar a toda la casa, Denby me ofreció una cama.

BOOK: El misterioso caso de Styles
6.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

INK: Fine Lines (Book 1) by Bella Roccaforte
Black Knight by Christopher Pike
Once Upon a Tiger by Kat Simons
Reincarnation by Suzanne Weyn
The Sting of Justice by Cora Harrison
Hide Out by Katie Allen