Quería convencer a Frontino de que el testimonio de la camarera era tan importante que debía ordenar su traslado a Roma. Con su nuevo y elegante nombre y su reciente acento refinado, Flavia Fronta podría adornarse para que casi pareciera una mujer honesta, si bien la profesión de camarera era de una categoría muy parecida a la de gladiador, tanto social como legalmente. Estaba dispuesto a dar instrucciones a un abogado para que desacreditara a Florio sugiriendo que el sórdido escenario del crimen había sido elección suya, lo cual era sintomático de una persona despreciable que frecuentaba antros asquerosos. De hecho Verovolco pertenecía a la aristocracia britana, de modo que, dada la estrecha relación del rey con el emperador, existía un factor de escándalo en su asesinato.
Empecé a inquietarme mientras discutía con Frontino si consentía o no que la camarera viajara a Roma. El rey Togidubno había regresado a su capital tribal; supuse que aún estaría entristecido por la suerte que había corrido su renegado asistente, aunque reconfortado por el hecho de que el asunto se hubiera resuelto. Pero en lugar de ser trasladada a Noviomago con el rey para instalarla en la prometida nueva bodega, Flavia Fronta aún se hallaba en Londinium.
—¿Y dónde está? —le pregunté al gobernador—. Existe la cuestión de la seguridad.
—Está a salvo —me aseguró Frontino—. Amico está comprobando de nuevo su testimonio.
—¿Comprobándolo de nuevo? ¿El torturador?
Me fui a ver a Amico.
—¿Qué está pasando? La camarera dijo que Florio ordenó la muerte por ahogamiento en el pozo. Sólo por eso ya lo arrojarán a los leones si alguna vez es juzgado. El hecho de que preste declaración la convierte en nuestro único testigo de peso, pero, con el debido respeto por tu arte, ¡ha de notar se que lo hace de forma voluntaria!
—Hay dudas —replicó Amico, adusto.
—¡Pues no podemos tenerlas! Así que, ¿cuál es el problema? —intenté no enfurecerme demasiado. Estaba irritado, pero me interesaba aclarar el caso.
Entonces Amico me dijo que uno de los detenidos, con el cual se le había permitido trabajar, era el propietario de La Lluvia de Oro. Yo lo recordaba de la noche que llevé a Helena allí a beber algo: había sido un antipático y pertinaz ejemplo de malhumor y agresividad.
—Mantiene lo mismo que los demás —dijo Amico—. Verovolco era un incordio para la banda y Florio quería humillarlo; arrojarlo al pozo fue sólo un juego. El barbero ese me dijo lo mismo. Pero el propietario del bar vio realmente lo que ocurrió.
—Antes lo negaba.
—Bueno, hice que soltara la lengua.
—Es tu trabajo. Pero bajo tortura la gente dice aquello que cree que tú quieres oír. —Amico pareció ofenderse—. Si admite que fue un asesinato, tal vez tenga miedo de que lo acusemos de complicidad.
—Se le ha asegurado que no lo castigaremos por decir la verdad. ¡Mira, ve a ver al procurador, Falco! —saltó Amico de repente—. Dile que te enseñe las pruebas. Eso no lo discutirás.
Encontré a Hilaris, que tenía aspecto de estar deprimido. Me confirmó que el propietario del bar; con voz ronca, había revelado una pista que había dado lugar a que se practicara un nuevo registro en su local. Entonces Hilaris abrió un pequeño armario de paneles que había en la pared. Valiéndose de las dos manos sacó un objeto que depositó sobre una mesa con un ruidoso golpe. Lo cogí: un torques de fastuoso peso. Era un estupendo ohjeto serpenteante, con gruesos hilos de oro, que debía causar dolor de cuello al que lo llevara. Lamenté no poder pedirle consejo a mi padre, pero a mí me parecía que tenía unos cuantos años, tal vez se remontara a la época de César. La técnica de entretejer los hilos y la filigrana granular que adornaba el cierre eran de estilo mediterráneo.
Dejé escapar un suspiro.
—Dime que esto se encontró entre el botín que requisamos a la banda, Gayo.
—Me temo que no. Lo hallamos escondido en un panel de zarzo de la pared en La Lluvia de Oro.
—¿Y ésa es la razón por la que Amico está probando sus mejores habilidades con la camarera?
—Ya lo ha hecho. Ella no quiere hablar con él. Ahora van a llevar a la mujer ante el gobernador, si quieres venir.
Flavia Fronta, como se hacía llamar entonces la informadora, fue llevada a rastras ante la presencia de un estricto tribunal: Julio Frontino, Flavio Hilaris y yo. Nos sentamos alineados en unos taburetes plegables, el símbolo romano de la autoridad. Allí adonde íbamos nosotros iba también nuestro poder para arbitrar. Eso no significaba que pudiéramos persuadir a una camarera intransigente para que hablara.
Tenía señales de haber sufrido daños, aunque yo había visto a mujeres con aspecto mucho más maltrecho. Los soldados que la trajeron la sujetaban para que se mantuviera en pie, pero cuando la dejaron frente al gobernador permaneció erguida con estoicismo. Aún le quedaba aliento para quejarse a voz en grito por el trato recibido de Amico.
—Lo único que tienes que hacer es decir la verdad —dictaminó Frontino.
Pensé que en aquellos momentos ofrecía todo el aspecto de una mentirosa que estaba perdiendo los nervios.
—Repitamos de nuevo tu historia —dijo Hilaris. Yo ya lo había visto antes en esa situación. Para ser un hombre tranquilo, a la hora de interrogar poseía un estilo seco y efectivo—. Eres la única persona, el único ciudadano libre cuya palabra tiene validez legal, que afirma que Piro y Ensambles mataron a Verovolco en el pozo de la taberna.
Flavia Fronta asintió tristemente con un movimiento de la cabeza.
—¿Dices haber oído al romano llamado Florio ordenarles que lo hicieran? —Otro movimiento de la cabeza, más débil aún—. ¿Y cuando Florio se marchó del bar con sus dos socios el britano estaba muerto?
—Debía de estarlo.
—¡Por las pelotas de un toro! Eso no basta. —Todo el mundo me miró. Me puse en pie lentamente. Me acerqué a la mujer. Había observado la creciente debilidad en su manera de contar la historia. Amico no era el único profesional implicado en el asunto. Incluso cuando es inconveniente, un buen informante continúa comprobándolo todo—. Piro nos dijo que Verovolco aun estaba vivo.
—¡Pues será mejor que se lo preguntes a él entonces! –se mofó.
—Piro está muerto. La banda ordenó su muerte. —Bajé la voz—: Antes de que pienses que eso te libra, tienes algo muy grave que explicar.
Le hice una señal con la cabeza a Hilaris. Él sacó el torques.
—Flavia Fronta, creemos que escondiste esto en el bar.
—¡Lo han colocado para inculparme!
—Oh, no lo creo. Y ahora, tal como te dijo el gobernador, volvamos a tu historia. Puedes contárnoslo ahora o te podemos enviar de vuelta con el torturador oficial, quien, créeme, todavía no ha hecho nada más que empezar contigo. Comencemos: Dices que Florio les dijo a Piro y Ensambles: «¡Hacedlo, muchachos!»… Entonces, según tú, arrojaron al pobre Verovolco al pozo. Lo describiste; me dijiste que tenía una expresión horrible en su rostro… Dices que Piro y Ensambles lo sujetaron cabeza abajo pero, si lo hicieron, ¿exactamente cómo pudiste verle la cara?
—Oh… debió de ser mientras lo sumergían.
—Entiendo —fingí aceptarlo. La mujer se dio cuenta de que no era así—. ¿De modo que él quedó allí muerto y todo el mundo se marchó corriendo despavorido?
—Sí. Todos se fueron corriendo.
—¿Qué hicieron los tres hombres, Florio, Piro y Ensambles?
—También se marcharon.
—¿Enseguida?
—Sí.
—Alguien nos dijo que iban riéndose, ¿es cierto?
—Sí.
—Así que tras ellos, en el patio, estaba Verovolco en el pozo. ¿Dónde estaba el propietario del bar?
—Dentro del recinto. Siempre que había problemas encontraba otra cosa que hacer.
—Bueno, eso es típico de un propietario, ¿no? ¿Y qué me dices de ti? ¿Saliste al patio a echar un vistazo? Y luego, déjame que lo adivine… te quedaste ahí plantada mirando a Verovolco y… ¿me equivoco?… ¿al día siguiente nos dijiste que agitaba los pies?
En su taburete de magistrado, Hilaris hizo un imperceptible movimiento. Él también recordaba que la mujer había mencionado eso cuando inspeccionamos el cadáver.
Flavia Fronta cometió su error: asintió con la cabeza.
Yo la atravesé con una mirada furiosa.
—¿Y entonces qué hiciste?
Balbuceó, incapaz de explicarse.
—Le quitaste el torques, ¿no es verdad? —Entonces lo supe—. Piro no lo había cogido, tal como la gente creía. Tú estabas a solas con el britano. Estaba medio ahogado y a tu merced. Viste este hermoso y costoso torques alrededor de su cuello. Era demasiado para poder resistirse.
Flavia Fronta volvió a asentir. No puedo decir que pareciera alicaída. Se sentía ofendida por haberse visto obligada a revelar todo aquello y parecía creer que estaba en su derecho al robar aquel precioso collar.
—Ahora explícanos cómo sucedió. Para hacerte con él debiste de sacar del pozo a Verovolco, al menos parcialmente, ¿no?
—Así es. —Entonces fue más atrevida. Nosotros teníamos el torques. No tenía sentido engañarnos. Las mujeres son así de realistas.
—Verovolco aún estaba vivo. Debía de pesar bastante y quizás estaba débil. Me atrevería a decir que estaba tratando de salir de ahí. Sacarlo, aunque sólo fuera lo suficiente, debió de costarte un poco.
—Puede que sea bajita pero soy fuerte —presumió la camarera—. Me paso media vida levantando barriles y ánforas llenos. Tiré de él y le arranqué el torques del cuello.
—Todavía estaba vivo. ¿Eso lo admites?
—Bien vivo que estaba el condenado. Armó un enorme alboroto por haberle arrebatado su oro.
Traté de moderar mi desagrado hacia ella.
—Se suponía que Verovolco podía sobrevivir cuando lo sumergieron en el agua. Pero tú le habías robado el torques y él te vio; de manera que entonces…
—No tenía otra elección —respondió la camarera, como si yo fuera un idiota por preguntarlo—. Lo volví a empujar al pozo. Y lo sujeté allí hasta que dejó de patalear, yo misma.
Me volví hacia el gobernador y el procurador.
—Uno siempre se siente bien cuando acusa de asesinato al sospechoso adecuado, ¿no os parece? —Tenían un aspecto compungido.
La confesión de Flavia Fronta había destruido por completo nuestro viable argumento en contra de Florio. Con una imputación de asesinato lo hubiésemos atrapado. Llevarlo ante un jurado acusado de pertenecer al crimen organizado sería más complicado, y con unos abogados listos que confundieran las cosas, el resultado iba a ser mucho más imprevisible.
—Supongo que tenía que haber escondido mejor el torques —rezongó la mujer.
—No, lo que nunca debiste hacer es apropiarte de él. El rey Togidubno le dio ese torques a su asistente como obsequio. Se alegrará de que se lo devolvamos. Pero no tengo muchas esperanzas acerca de tu bodeguita en el sur.
La camarera iría a parar a la arena. La muerte de una asesina impenitente en las garras de los osos y de enormes gatos salvajes representaría una gran atracción para la audiencia. No parecía ser consciente de la suerte que iba a correr. Dejé que fueran el gobernador y su personal quienes le hicieran darse cuenta cabal de cuál sería su destino.
A Petronio Longo le comuniqué la amarga noticia de que habíamos resuelto un crimen, pero habíamos perdido a su testigo.
Tan sólo quedaba una triste tarea: Helena, Petronio y yo asistimos al funeral de Cloris. Maya, temblorosa aún tras su encuentro con Norbano, no quiso venir con nosotros. Dedicó duras palabras a todas las luchadoras femeninas y otras aún peores a mi antigua novia. Incluso culpó a Helena por asistir.
—Es una noble actitud, Helena… ¡pero la nobleza da asco!
—Murió a mis pies —la reprendió Helena Justina en tono sosegado.
Los gladiadores son unos marginados de la sociedad. Su infamia implicaba que sus tumbas no podían situarse justo al salir de la ciudad, como ocurre con todos los entierros de personas adultas, sino fuera también del cementerio público. Los grupos de luchadores ricos y de renombre quizá podían comprar sus propias tumbas, pero hasta el momento Londinium no contaba con distritos de elaborados mausoleos para los muertos. De modo que sus amigos optaron por enterrar a Cloris en terreno abierto, invocando un antiguo ritual típicamente norteño.
Fue un conocido paseo hasta el emplazamiento elegido. Fuimos hacia el oeste por el Decumano Máximo, cruzamos el arroyo central y dejamos atrás la arena y la casa de baños. Londinium no tenía murallas ni un
pomerium
delimitado formalmente que señalara sus lindes, pero sabíamos que nos encontrábamos en los límites de la ciudad. Pasada la zona militar llegamos a un cementerio, uno en el que había magníficos monumentos. Lo atravesamos y nos fijamos en una enorme inscripción, compuesta por su esposa, para Julio Clasiciano, el anterior procurador financiero a quien Hilaris había relevado cuando murió mientras prestaba sus servicios. Después de ascender hacia el otro lado de la colina, llegamos a una zona en declive que daba a otro afluente del Támesis. Allí, separados de las tumbas oficiales y de los monumentos y frente a la campiña vacía, se reunieron los miembros del cortejo fúnebre.
Cloris era la fundadora y líder de su grupo, a la que habían matado durante un injusto combate. Ello requería que se le rindieran honores especiales. Trajeron su cuerpo al despuntar el día, en un féretro transportado lentamente por mujeres. Sus compañeras formaron una sombría escolta ceremonial. Otros dolientes, sobre todo mujeres, acudieron de todas partes de la ciudad. Entre ellos se contaba una sacerdotisa de Isis, a cuyo culto están adscritos muchos gladiadores. De manera incongruente, había un templo de la diosa egipcia en la orilla sur del río en Londinium. Yo sabía que Cloris apenas honraba a sus propios dioses de Tripolitania, pero a algunas de sus compañeras les pareció apropiada la asistencia de la sacerdotisa. Anubis, el guía egipcio de los infiernos con cabeza de perro, se equipara a Radamanto o a Mercurio, esos mensajeros de los dioses que ofician las muertes en la arena. De modo que fue en una atmósfera impregnada por el incienso de pino y acompañado por el sonido de un sistro que el ataúd llegó al lugar del entierro.
Fuera del perímetro del cementerio nos encontramos una tumba de lados rectos cavada con mucho cuidado. Por encima de ella se había montado una elaborada pira con leños entrecruzados, levantada en forma de rectángulos. Los troncos estaban meticulosamente colocados. Arderían larga e intensamente.