—Tú debes de ser Mirón. Tienes un mal día, ¿no? Lamento molestar otra vez. Dime, Mirón, ¿quién te dijo antes que te tomaras un descanso en tu trabajo?
Mirón observó mi espada. De todos modos, estaba animado.
—¿Vas a pagarme para que te lo diga?
—No. Voy a matarte si no lo confiesas.
—¡Vale, está bien! —Un pragmático.
—Es un mafioso —le advertí—. Tienes suerte de seguir vivo. Lleva la cabeza afeitada y unos pantalones ridículos, ¿me equivoco?
Mirón asintió con la cabeza y suspiró.
—Ni siquiera tuve un descanso como tú dices…, él entró aquí conmigo de un salto. ¿Fuiste tú el que abrió la puerta? Estaba aquí metido, con la mano tapándome la boca.
—Mejor que te la pusiera en la boca que en el culo.
—¡Pues yo no le veo la gracia! Me dio patadas y me obligó a seguir andando para que todo pareciera normal.
—No ibas a tu ritmo habitual.
—Porque el maldito no hacía más que estorbar.
—¿Adónde se fue luego?
—Ni lo sé ni me importa. Me dio una paliza y me dijo que mantuviera la boca cerrada y no dijera que lo había visto. ¿Por qué debería hacerlo? Tú volverías a pegarme… Si lo atrapas dale un porrazo de mi parte. Me las arreglo muy bien sin todo esto.
—¿Lo conoces? Se llama Florio.
—Lo había visto antes. Vino con otro tipo, quería invertir en la casa de baños. Saben que se va a construir un fuerte, diría yo. Entonces sí que me harán trabajar. —La banda estaba extendiendo sus tentáculos por todas partes, y eran rápidos a la hora de encontrar oportunidades para invertir. Mirón añadió—: Se hacen llamar la Compañía Júpiter. ¡Suena bien!
—¡Divino! ¿Quién era el otro hombre?
—No lo sé. Un tipo muy amable. La verdad es que me trató con cortesía.
—No dejes que te engañen, Mirón. Cualquiera de ellos te cortaría el pescuezo.
—¡Sí, claro! —exclamó Mirón, que debía de ser un caso—. ¡Pero el que no era Florio se disculparía amablemente antes de hacerlo!
Volví a los baños y busqué a mis compañeros. No tenía sentido deprimirlos revelándoles que Florio me había engañado. Les dije que era hora de irnos. Yo estaba demasiado alterado para bañarme.
Estábamos todos agotados, y de camino a casa un error humano nos alejó de la ruta directa, llevándonos hacia la zona cercana al foro. Temblando, seguimos adelante, en tanto que el cielo cada vez estaba más despejado y la lluvia tan sólo dejaba una ligera neblina. No salió el sol. En cambio, la brisa rugía a nuestro alrededor. El aire, que tendría que haberse aclarado, estaba cargado de vaho, saturando la atmósfera de humedad. También obstruía los pulmones. Todos nosotros respirábamos con dificultad.
A medida que el camino que seguíamos iba ascendiendo, nos dimos cuenta enseguida de que nos encontrábamos en la parte posterior del centro cívico.
—Ésa es la casa del abogado —dijo Helena. Asentí con la cabeza. No podía importarme menos—. Deberías abordarlo —me ordenó.
—¿Cómo? ¿Ahora? ¿Para hablarle de qué?
—De sus clientes. Piro y Ensambles. Puede que no sepa la suerte que han corrido… o si lo sabe, podrías preguntarle cómo se ha enterado.
Yo estaba cansado, mojado, tenía frío y el ánimo por los suelos. Me habría gustado ser uno de esos informantes chapuceros que no hacen caso de los cabos sueltos. Ni en broma. Con frecuencia le había dicho a Helena que todo cuanto me hacía falta era olfato e intuición, pero ella me obligó a utilizar el método de seguir las pistas con obstinación. Para ella, el hecho de estar empapado y rendido no era ninguna excusa. Me arrastró hacia el interior de la vivienda de Popilio. Tuvimos que llevarnos a Albia, y Petro también vino porque sentía curiosidad.
Popilio pareció alegrarse de tener compañía. Bueno, ya se sabe, los abogados son gente muy sociable.
—Soy Falco, y ya conoces a Helena; Albia viene con nosotros. En realidad Albia está considerando presentar una reclamación por daños contra los que te han contratado… –Los ojos color arena de Popilio se alzaron de pronto. Apuesto a que en aquel momento se preguntaba si Albia lo contrataría; no iba a preguntárselo durante mucho tiempo en cuanto llegara a la conclusión de que ella no tenía dinero—. Y éste es Petronio Longo, miembro de los vigiles romanos.
Parpadeó ligeramente mientas yo recitaba de un tirón las presentaciones. Acordándose sin duda de que Frontino había revelado lo que hacía Petro, Popilio lo miró con dureza. Petro se limitó a devolverle la mirada. Los vigiles están acostumbrados a ser menospreciados. Son gente ruda y cruel y están orgullosos de ello.
—¿Puedo ofreceros un refrigerio?
—No, no te molestes.
—La jovencita parece atribulada…
Pero Helena se llevó a Albia a un lado y se sentó con ella.
Petronio siguió mirando de forma corrosiva, en tanto que yo me preparaba para enfrentarme a Popilio.
—Una pregunta, Popilio: ¿ya has conseguido ver a tus dos clientes?
—No. En realidad puede que tenga que enfadarme con el gobernador, si este retraso continúa…
Petronio irrumpió en carcajadas.
—¡Yo no lo intentaría!
Enarqué una ceja y miré a Popilio.
—¿Nadie te lo ha dicho?
El abogado entonces se puso en guardia. Me lanzó una mirada inquisitiva, sin decir nada.
—Piro ha muerto —le dije sin rodeos—. Anoche sufrió un colapso. Al parecer fue envenenado.
Lo consideró brevemente.
—Estoy impresionado.
—Si vas a sugerir que el gobernador preparó su muerte —añadí—, quítatelo de la cabeza.
La mirada de Popilio quedó ensombrecida por la cautela.
—¿Por qué tendría que sospechar del gobernador? ¿Por qué iba Frontino a… —insistía en preguntar las cosas de forma distinta.
—Para no complicarse la vida. Eliminar a un delincuente dificil sin necesidad de pruebas ni de correr el riesgo de juzgarlo.
Popilio daba la impresión de estar realmente desconcertado.
—No me parece que eso sea lo habitual. ¿Y qué riesgo corre al juzgarlo? —preguntó.
—El riesgo de que el criminal pueda salvarse.
Se rió.
—¿Es eso un cumplido a mis alegatos? Así, pues… —Popilio abandonó aquella postura— al hombre que conoces como «Ensambles», ¿qué le ha ocurrido? Debo verle.
—Primero tendrás que encontrarlo —se mofó Petro.
—¿Qué ha sucedido?
—Escapó a la custodia —admití con gravedad.
—Quizá fuera la propia banda la que eliminó a Piro —añadió Petro, actuando como un profesional—. Para evitar que hablara. Tal vez Ensambles haya creído que él también ha perdido valor para ellos, de modo que, una vez libre, la emprendió en su contra.
—Espera, espera… —interrumpió Popilio—. Retroceded un poco. ¿Me estáis diciendo que mi cliente se escapó?
—¿Lo organizaste tú, Popilio? —inquirí satíricamente.
Popilio respondió:
—Tú compórtate como un profesional y cuéntame qué está pasando.
Nos sentamos uno a cada lado y le hablamos como si fuéramos maestros de escuela.
—A uno de tus clientes apresados le quitaron la vida mientras se encontraba bajo custodia…
—Ensambles salvó la piel al no comer de lo que había en la bandeja envenenada…
—Entonces, mientras lo trasladaban a un lugar más seguro, de alguna manera las tropas se las arreglaron para perderlo.
—Lo hicieron con sobornos —decidió Petro rotundamente.
—¿Y quién es el principal sospechoso de haberles pagado? —le pregunté.
—Yo te diría que buscaras a un abogado deshonesto, Falco.
—Reconócelo —le aconsejé a Popilio—. Si trabajas para unos gángsters se supone que tú eres el que amaña sus tratos.
Popilio soltó un gruñido.
—Yo sólo he aceptado a unos clientes en un caso en el que la intervención legal estaba justificada.
—Bueno, pues ahora los has perdido a los dos. —Fui adusto—. Piro fue envenenado… y a Ensambles lo han matado en el transcurso de una refriega.
—¿Estás seguro de eso o se trata de rumores?
—Lo he visto. ¿Exactamente cómo se pusieron en contacto contigo para que aceptaras llevar el caso?
Popilio respondió con franqueza:
—El esclavo de alguien me trajo una carta. Explicaba resumidamente su posición como prisioneros y me preguntaba cuáles serían mis honorarios.
—¿Quién firmaba la carta? —quiso saber Petronio.
—Era anónima. Los consabidos «amigos del acusado»… Suele ocurrir. En general no se desea que la persona en cuestión se sienta después avergonzada y en deuda con ellos.
—¿Y cómo les respondiste? —volvió a saltar Petro—. ¿También fue por carta?
Popilio movió la cabeza afirmativamente. Entonces pregunté con cinismo:
—¿Cómo podías estar seguro de que te pagarían?
Esbozó una sonrisa.
—Mis condiciones fueron que se me pagara por anticipado.
—¡Vaya, muy hábil! Así que el pago en efectivo y por adelantado llegó, ¿no? —Volvió a asentir con la cabeza—. ¿De modo que —dije resumiendo— nunca tuviste ningún trato directo con ellos y aun no sabes quiénes son los que te han contratado?
Popilio me miró fijamente. Entonces fue cuando optó por sorprendernos. Se echó hacia atrás, con las manos encajadas en el cinturón.
—No exactamente —replicó—. Sé quién me ha encargado el trabajo. Y lo que es más importante para vosotros, quizás… él no sabe todavía que le he seguido la pista.
Petronio y yo nos miramos mutuamente. Antes incluso de que Popilio continuara hablando, comprendimos lo que iba a hacer. Nos supo mal que pretendiera hacernos perder los prejuicios… pero su alegato final nos lo advertía: iba a decirnos el nombre.
Éramos unos tipos tradicionales; nos quedamos asombrados. Pero era cierto: teníamos delante a un abogado honesto.
Incluso Helena había dejado de murmurarle a Albia. Helena tenía unas orejas maravillosas. Aquellos bien proporcionados caparazones eran perfectos para los pendientes de perlas, incitaban a mordisquearlos y eran capaces de aislar los chismes susurrados en el otro extremo de una bulliciosa sala de banquetes. Alzó un dedo para que la niña se quedara callada.
Petronio Longo colocó las palmas de sus manos sobre los muslos y respiró lentamente.
—¿Tienes intención de hacer algo noble, Popilio?
—No soy tan estúpido como pareces creer —contestó el abogado con tranquilidad.
Una sonrisa a medias se concretó en el rostro de Petro.
—¡Seguiste al esclavo!
—Por supuesto —confirmó Popilio con una ligera inflexión—. Cuando a los abogados atienden clientes anónimos constituye una práctica habitual.
Petronio se estremeció.
—¿Y a casa de quién regresó el esclavo?
—A la de Norbano Murena.
Petronio y yo nos reclinamos en nuestros asientos y dejamos escapar un lento silbido. Popilio ofrecía un aspecto meditabundo. Hablaba en voz baja, casi con tristeza, como si meditara sobre los designios del mundo.
—Es el vecino perfecto, según me han dicho. Un hombre decente con una anciana madre a la que adora. Ella no se encuentra con él en Britania, si es que la dama existe en realidad. Lo cual considero que está por demostrar; por cierto.
Tanto Petronio como yo sacudimos la cabeza expresando nuestro asombro.
—¿Y por qué nos lo cuentas? —inquirí.
—Debería ser evidente —replicó el abogado con hipocresía.
—¿Aborreces y desprecias a los gángsters?
—Tanto como cualquiera.
—¿Pero aceptas su dinero?
—Cuando existe una justificación desde el punto de vista legal, sí.
—Entonces, ¿por qué delatar a Norbano?
En aquellos momentos Popilio si que parecía estar ligeramente avergonzado, pero fue un estado de ánimo pasajero.
—Me contrataron. Acepté el caso.
Yo seguía sin entenderlo.
—Me habéis dicho que Piro fue envenenado por esos canallas —explicó Popilio. Luego nos demostró que la conciencia de un abogado es sensible—: Me han pagado por mis servicios y voy a defender sus intereses. Lo que le ha ocurrido a Piro es un ultraje. No puedo permitir que nadie mate a mi cliente y se salga con la suya.
Así que Florio estaba asociado con Norbano Murena.
Había una sensata manera de actuar (ir a casa, informar al gobernador, ponernos unas túnicas secas y descansar mientras el gobernador asumía los riesgos). Pero también existía la manera por la que optamos Petro y yo.
Yo le echo la culpa a Helena Justina. Fue ella quien me recordó que Norbano también vivía en la zona norte de la ciudad, allí cerca. Popilio nos dio la dirección. Nos prestó su silla de manos para llevar a Helena y a Albia de vuelta a la residencia. Cuando se ofreció a escoltarlas él mismo, yo me negué.
—¡De modo que puedo ser un abogado honesto, pero tú no te fías de mí! —exclamó con brillo en los ojos.
—No si se trata de mi esposa —repliqué.
Las indicaciones del abogado nos llevaron a una casa muy cuidada a orillas del arroyo principal. Allí se alzaban varios santuarios dedicados a las Tres Diosas Madres, unas prominentes deidades britanas que se hallaban entre frutas y cestos de lana y que por su aspecto parecía que fueran a darle un fuerte tortazo en las orejas a cualquiera que mostrara falta de respeto. Un par de edificios distintos de la vecindad utilizaban el suministro de agua para la pequeña industria, entre ellos una alfarería y un local de metalurgia decorativa. Seguramente era allí donde vivían los vecinos que pensaban que Norbano era tan buena persona.
Petronio y yo nos acercamos en silencio. Caminando con discreción, dimos toda la vuelta a los límites del lugar. Estaba tranquilo. No había nadie por ahí, que nosotros viéramos. Pero si aquello era el cuartel general de una importante banda de delincuentes, podría haber gente armada por todo el terreno al acecho para tendernos una emboscada.
—Llama tú a la puerta —dije—. A mí me conoce.
—A mí también.
Nos estábamos comportando como dos traviesos colegiales que planearan molestar al portero y salir corriendo. Sin embargo, no hicimos ni un solo movimiento. Estábamos evaluando la situación. En primer lugar, en tanto que Norbano no tenía ningún motivo para suponer que conocíamos su juego, aquella casa se hallaba cerca de la arena y no demasiado lejos de la choza de la noria. Existía la posibilidad de que Florio estuviese escondido allí. Si lo hubiéramos relacionado con Norbano antes, podríamos haber registrado la casa a tiempo.