El mito de Júpiter (37 page)

Read El mito de Júpiter Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: El mito de Júpiter
5.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Se está muriendo —dijo Petronio Longo ásperamente. Por una vez estaba equivocado y yo lo sabía. Ya estaba muerta.

XLIV

El enorme estruendo de la tormenta nos dio un susto del Hades a todos. Unos violentos relámpagos hendían los cielos. La lluvia torrencial nos impidió la visibilidad cortándonos la respiración… y justo entonces Florio aprovechó la ocasión y escapó.

—¡Dejadla! —ordenó Helena. Se quitó la estola, cuyo tejido ya estaba empapado a trozos, y cubrió a Cloris con la tela azul mientras yo me limpiaba las manos y los antebrazos en la arena. Allí en la pista había un montón de cuerpos, la mayoría de ellos masculinos. Las mujeres estaban empezando a mirar hacia nosotros; una o dos echaron a correr. En la otra puerta distinguí unas cuantas túnicas rojas: los soldados habían llegado, al menos unos pocos. Algunos de ellos estaban hablando con los esbirros; la mayoría estaba examinando despreocupadamente el oscuro cadáver del oso muerto.

—¡Marco! —me exhortó Petro.

—Nosotras nos ocuparemos de ella —repitió Helena dándome un empujón—. ¡Vamos! ¡Perseguid a Florio!

Petronio ya estaba en marcha, de modo que, como en un sueño, lo seguí.

Ahora ya sabíamos que estábamos en Britania. Juro por todos los dioses que la debilidad que empezaba a sentir por dicha provincia quedó erradicada con aquella primera y tremenda arremetida de la lluvia. Las tormentas en el Mediterráneo tienen el don de acontecer por la noche. ¿Por qué, cuando el tiempo cambiaba en los climas del norte, siempre daba la casualidad de hacerlo por la tarde?

No era probable que ningún edificio de la ciudad tuviera un sistema de desagüe tan bueno como el del anfiteatro, pero la mera cantidad de agua que caía a mares sobre la tierra nos dejó chapoteando a través de torrentes, incluso estando guarecidos bajo la puerta. Los surcos de drenaje ya rugían con el agua. Arriba, las cortinas de lluvia dejaron vacías todas las gradas. El pasillo entre la barrera del público de la primera fila y la empalizada de seguridad se había inundado casi al instante.

En todo Londinium no había ningún otro lugar, a excepción del río, en el que pudiéramos estar más expuestos a mojarnos. Petronio y yo salimos por la puerta tambaleándonos, con la ropa adherida al cuerpo y el pelo lacio y pegado a la cabeza, mientras unos riachuelos de agua nos caían en cascada por encima. Me pareció que podría ahogarme con lo que me corría por la nariz. Tenía los ojos llenos de agua. Mis pies estaban atascados en las botas, que eran un peso muerto y que a duras penas podía levantar del suelo empapado.

Miramos detenidamente a nuestro alrededor, pero Florio había desaparecido. Unas figuras borrosas y encorvadas que se cubrían la cabeza lo mejor que podían corrían en varias direcciones en medio de la lluvia y la niebla. Petro intentó preguntarles, pero se lo quitaron de encima. Si Florio había encontrado o le había quitado una capa a alguien, nunca lo reconoceríamos.

Los relámpagos seguían atravesando rápidamente el cielo, oscuro como boca de lobo, e iluminaban nuestros graves rostros. Petronio extendió el brazo en una dirección y salió disparado. Yo me volví hacia la derecha. Me dirigiría a campo abierto, un paseo inútil. Otro terrible retumbo de truenos restalló por todas partes. De haber habido algún portal, me hubiera apresurado a cobijarme y lo hubiera dejado todo.

El camino que salía de la arena llegaba a una carretera. Me hice daño en la rodilla nada más pisar la superficie de grava, pero seguí adelante cojeando mientras la lluvia aumentaba. Aborrecía ese lugar. Aborrecía el clima. Aborrecía la maldita sociedad mal dirigida y vulnerable que había dejado entrar a Florio, y a la administración que no hacía nada para controlar sus tejemanejes. Aborrecía a los urbanistas que situaban las arenas en emplazamientos remotos. Aborrecía la vida.

Marco Didio Falco, que siempre era el más alegre en las reuniones.

Torcí hacia el sur y me encaminé a una zona urbanizada. El primer sitio al que llegué tenía aspecto de ser un local industrial, con un ruido que parecía ser de maquinaria en funcionamiento. Abrí a medias una puerta. Debía de tratarse de una rueda de molino. Estaba muy oscuro, pero oía el ruidoso traqueteo de las paletas y el fluido roce del agua al alzarse y caer luego en un depósito. Era un sonido vacilante.

Podía haberme guarecido, pero tal vez pasaran horas antes de que escampara. Todavía albergaba ligeras esperanzas de alcanzar a Florio. Llamé en voz alta, pero nadie respondió, de manera que salí y me sumergí de nuevo en la tormenta.

Agotado por el esfuerzo de correr bajo semejante tiempo, encontré entonces un lugar más prometedor: en medio de la oscuridad se divisaba un grupo de edificios. Al acercarme, con la cabeza gacha para protegerme de la tormenta, por una vez la fortuna me sonrió. Aquel lugar ofrecía un aspecto comercial. Había alguien de pie en la puerta abierta, mirando hacia fuera, pero se echó a un lado para dejarme entrar. El calor me dio de lleno. La civilización aguardaba. Entonces lo comprendí: a los visitantes de la arena se les había provisto de unos baños públicos.

Cauto como siempre, busqué algún letrero con el nombre. Había un burdo fresco sobre la mesa en la que cobraban la entrada. Se llamaba Los Baños de César. Bueno, eso al menos sonaba bien.

XLV

—¡No se permiten espadas!

—¡Tengo que registrar este lugar, en nombre del gobernador!

Quería bañarme. Quería despojarme de mis prendas empapadas, soltar el arma de mi puño mojado, quitarme las pesadas y caladas botas y luego sentarme en una repisa caliente, dejar que el insidioso vapor me envolviera mientras dormitaba. Si mi conciencia me permitiera abandonar, con mucho gusto podría quedarme allí durante días.

—¿Es oficial? ¿Tienes una orden? —Nadie tenía nunca órdenes de registro en las provincias. ¡No las tenían ni en Roma, por el Hades! Si los vigiles aporreaban alguna puerta, ansiosos por echar un vistazo, el propietario dejaría entrar a esos bravucones y empezaría a ahorrar para pagar las cosas que rompieran.

Agité la espada con enojo.

—Esta es mi orden. Si quieres discutir puedes mandar un mensajero a la residencia del procurador.

—¡Qué dices! ¿Con el tiempo que hace?

—Entonces cierra la boca y muéstrame el interior como haría el encargado de unos baños que quisiera conservar su licencia.

Probablemente tenían tantas ganas de que se construyeran casas de baños en Britania que tampoco existía un sistema de licencias. ¿Quién lo iba a supervisar si no había vigiles? Una legislación sin responsables de hacerla cumplir no es una buena base.

Las licencias de los locales comerciales era algo con lo que sí contábamos en casa, con pomposos senadorcitos que se pavoneaban como si fueran ediles, muriéndose de ganas de hacer ascender sus togados traseros en el
cursus honorum
y preocupándose mientras tanto con entrometidas inspecciones sobre el horario de apertura, el libertinaje de los plebeyos y las precauciones contra incendios. El soborno de su escolta normalmente trasladaba la inconveniencia calle arriba, a la próxima víctima.

Allí, un lugar donde la burocracia todavía tenía que echar las raíces principales, el sencillo poder del lenguaje parecía causar impresión. No puedo decir que me acompañaran por ahí como si fuera un inspector de sanidad, pero se me permitió deambular por las salas caliente y fría sin que me molestaran.

Daba la sensación de que pasaba mi vida de informante en constantes registros de baños de suelos húmedos; eran traicioneros si ibas con prisa y llevabas botas. Costaba mucho concentrarse mientras te deslizabas por unas resbaladizas baldosas de cara a una pared llena de protuberancias, atravesada por tuberías de aire caliente. Al menos el estruendo de la tormenta quedaba amortiguado por los gruesos techos de mampostería. Aparte del goteo y el borboteo de rutina, aquel lugar era un remanso de calor y silencio.

No era precisamente silencio lo que yo esperaba encontrarme. Se trataba de un espacioso conjunto de salas calientes, sin embargo no había clientes. Aquel oscuro establecimiento carecía de la sociabilidad que los baños romanos quieren ofrecer. No había nadie en absoluto debatiendo sobre filosofía, discutiendo sobre los Juegos, intercambiando cotilleos o pegando puñetazos contra los sacos rellenos a modo de ejercicio. Era otro fracaso de las lecciones de urbanidad del legado judicial en Britania. Llegados a eso, los aceites corporales olían a rancio.

—¿Esto siempre está así de vacío? ¡Es un lugar grande!

—Se supone que va a llegar un nuevo fuerte.

—¡Quién sabe cuándo va a ser eso! ¿Cómo te ganas la vida? ¿Quién utiliza los baños?

—Sobre todo los soldados. Les gusta el bar de al lado. Estuvieron aquí antes. Los Llamaron a todos para unas maniobras. —Eso debió de ser cuando el gobernador ordenó a las tropas que salieran en busca de Ensambles.

Se me ocurrió algo. El tabernero que me había ayudado a entretener al centurión, Silvano (daba la sensación de que hubieran pasado unas seis semanas), había hablado de que iba a buscar el agua a una casa de baños.

—¿Hay un antro militar que utiliza tu agua?

El propietario asintió con un movimiento de la cabeza.

—Tenemos un pozo con un molino de agua y una noria —me informó con orgullo—. No hay nada parecido a nuestro sistema en ningún lugar al norte de la Galia.

—¿Está cubierto?

Con un gesto señaló en la dirección por la que yo había venido.

—Tuvimos que construir el pozo allí donde hay agua.

—Oh, ya he visto las instalaciones de tu manantial. –Eso había quedado atrás con la tormenta; perdí interés—. Dime, ¿por dónde queda ese bar? —le pregunté.

—Justo ahí al lado —contestó el encargado de los baños, como si estuviera sorprendido de que yo no lo supiera—. Se llama César. Igual que nosotros. —Bueno, eso les ahorraba a los borrachos tener que acordarse de dos nombres.

Dejé los Baños del César y di unas cuantas zancadas apresuradas a través de un enorme charco que se iba extendiendo hacia el Bar del César. Al entrar, ¿a quién os parece que vi bebiendo de una jarra con aspecto melancólico? ¡A mi querido amigo Lucio Petronio!

Se levantó a medias, con aspecto preocupado. Inmediatamente todo mi dolor por Cloris resurgió.

—¿Estás bien, Falco?

—No.

Pidió otra taza y me empujó hacia un banco.

—Llora. Hazlo ahora. Se refería a que lo hiciera allí estando con él, no con Helena. Ya era bastante malo que me hubiera visto consternado, empapado hasta los codos con la sangre y los intestinos de una antigua amante. Bajé la mirada hacia mi ropa. Al menos la lluvia había lavado un poco aquel desastre. En cuanto a llorar, eso es algo que elige su propio momento.

Petronio apoyaba los codos en una mesa, sus botas estaban en el suelo para que se secaran y sus pies desnudos descansaban sobre una toalla. Parecía deprimido, aunque extrañamente cómodo. Había perdido a su presa en medio de aquel diluvio y había escurrido el bulto. No podía discutírselo puesto que yo había hecho lo mismo.

—Lo encontraste, claro está —lo reté al tiempo que me sacudía el agua del pelo.

—Lo encontraré —dijo Petro con voz ronca: estaba obsesionado.

Bebí y me limpié la boca.

—¡Parecía distinto! Fue toda una impresión. Yo lo recuerdo como un zoquete borracho con padrastros en las uñas y pelo lacio que soñaba con abrir su propia cuadra de carreras, cosa que nunca hubiera hecho.

—El poder lo ha espabilado —gruñó Petro—. Ahora opta por la ropa elegante.

—¡Esos malditos pantalones partos!

Petronio se permitió esbozar una sonrisa irónica. Tenía un gusto más conservador que yo, si es que eso era posible. —Las perneras eran de un estilo un poco hortera. Le quedarían muy bien a un apestoso mulero del Brucio.

—Así como un cencerro alrededor del cuello… Me fijé en que su anillo ecuestre tenía tres veces el tamaño del mío. —Extendí la mano y miré el fino aro de oro, significando que me había visto arrastrado a la clase media. Florio portaba una barra que le cubría toda una articulación del dedo.

—La diferencia está —dijo Petro— en que tú nunca llevarías uno si por ti fuera. Helena te compró el tuyo. Quiere que el mundo sepa que tienes derecho a tal honor, y tú haces lo que ella te dice porque te sientes culpable.

—¿Culpable?

—Culpable por ser un tipo desaliñado cuando ella se merece algo mejor. Pero Florio… —Petro se detuvo; no quería molestarse en expresar todo su desprecio. Una vez vi a Petronio coger el anillo del mafioso suegro de Florio y aplastarlo con el talón de su bota.

Desanimado, sirvió más vino.

—¿Es Florio el chulo del burdel? —pregunté de pronto.

Petro se echó hacia atrás. Me di cuenta de que no era una idea nueva.

—¿Te refieres al Captor? Sí, es él. La antigua banda siempre se encargó de las prostitutas de Roma, no lo olvides. Tenían burdeles, tanto por lo que éstos suponen como por la delincuencia que en ellos se mueve. No se trata únicamente de manicuras que hablan con sus amigas todo el día o de adivinas que no saben distinguir Cáncer de Capricornio. Me refiero a los robos. Estafas. Juego ilegal. Asesinos a sueldo. Todo ello, además de la habitual depravación.

—¿Y Florio busca él mismo a los nuevos talentos?

—Y es el primero que los pone a prueba —afirmó Petronio. Ambos habíamos dejado de beber—. Todas las potras de su más que notable establo han sido desvirgadas por Florio personalmente.

—¿Violadas?

—Repetidas veces si es necesario. Para aterrorizarlas y que de ese modo hagan lo que se les dice.

—Esa chica que atrapó, la que está con nosotros, tendrá unos catorce años.

—Algunas son más jóvenes.

—¿Has estado observando y no has hecho nada para acabar con ello? —Lo fulminé con la mirada—. ¿Eras consciente de que estabas vigilando a Florio directamente?

—Al principio no. Como tú has dicho, tiene un aspecto muy distinto.

—Tu amigo de la aduana me dijo que utiliza el burdel como oficina cuando viene a la ciudad. ¿De modo que cuelga sus botas como es debido en algún otro lugar?

Supuse que en La Anciana Vecina le alquilaban un poco de espacio —confirmó Petro—. Pasó de aquí para allá justo por delante de mí unas cuantas veces antes de que yo me diera cuenta de quién era. Entonces lo descubrí enseguida como el propietario, y que estaba muy enfrascado en las actividades del local.

Other books

Fires of Autumn by Le Veque, Kathryn
Red Ridge Pack 1 Pack of Lies by Sara Dailey, Staci Weber
High Crime Area by Joyce Carol Oates
The Fugitive Queen by Fiona Buckley
Asgard's Secret by Brian Stableford
A Wanted Man by Linda Lael Miller
In the Shadow of Angels by Donnie J Burgess