El mito de Júpiter (17 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: El mito de Júpiter
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Al final rechacé los cinturones (puesto que no me pondría cuero de color rojo ladrillo ni muerto). Mientras daba vueltas en una tienda atiborrada de objetos de ferretería, trataba de idear la manera en que me podría llevar de vuelta a casa diez cazos de cerámica negra a un precio inmejorable, pero que pesaban mucho. A pesar de un generoso descuento facilitado por el agradable tendero, dije que no y empecé a examinar unas interesantes madejas de un peludo cordel. Nunca está de más tener bramante velloso en casa, y me aseguró que estaba hecho del mejor pelo de cabra, bien enrollado, y que las madejas eran una ganga debido a la superproducción en el gremio de los fabricantes de bramante de pelo de cabra. Estaba encantado con aquel tentador emporio de la ferretería, en el que acto seguido divisé una lámpara bastante divertida. A cada lado del agujero tenía unas jóvenes damas desnudas que miraban por encima del hombro para comparar la medida de sus traseros…

No tuve ocasión de entretenerme. Al mirar hacia el exterior vi a aquellos dos matones pasando por delante de la tienda tranquilamente.

El simpático vendedor se dio cuenta de la dirección de mi mirada, de manera que dije entre dientes:

—¿Conoces a esos dos?

—Son Ensambles y Piro.

—¿Sabes a qué se dedican?

Sonrió de forma sombría. Obviamente Piro provocaba los incendios, mientras que Ensambles debía tener alguna desagradable especialidad sobre la que no iba a hacer conjeturas.

Al cabo de dos segundos ya había salido de allí y los seguí a escondidas. Los informantes aprenden a no cargarse de compras, sólo por si surgen emergencias semejantes.

Frené el paso mientras la pareja caminaba con indiferencia. Los había reconocido enseguida: Ensambles, el bajo y fornido, el que probablemente se encargaba de la charla y la brutalidad, y su más flaco compinche Piro, que se quedaba de guardia o jugaba con fuego. Ensambles tenía un rostro cuadrado surcado por dos enigmáticas cicatrices de hacía ya tiempo; Piro lucía una sucia sombra de barba y una moteada cosecha de lunares. Un peluquero que sabía cómo blandir el acero de las tijeras les había proporcionado unos estupendos cortes de pelo al estilo romano. Ambos poseían piernas musculosas y brazos que debían haber sido testigos de alguna acción horrible. Ninguno de los dos ofrecía el aspecto de alguien con el que discutir amistosamente sobre los resultados de una carrera de caballos.

Observando desde detrás, pude evaluarlos por su manera de caminar. Eran dos tipos seguros de sí mismos. No tenían prisa, pero tampoco holgazaneaban. Un bulto bajo la túnica de Ensambles daba a entender que tal vez llevara algún botín. Una o dos veces cruzaron unas palabras con un puestero, ligeros saludos al pasar. Aquellos hombres se comportaban como lugareños cuyas caras ya eran conocidas en la zona. Nadie demostró tenerles mucho miedo, formaban parte del escenario. Al parecer, caía bien a la gente. En Roma podrían haber sido los típicos gandules consentidos: adúlteros comunes y corrientes que evitaban trabajar, vivían con sus madres, se gastaban casi todo el dinero en ropa, bebida y visitas a burdeles y protagonizaban algún que otro escarceo con el lado sórdido de la delincuencia. Allí destacaban como romanos por el tono mediterráneo de su piel; ambos presentaban una estructura de los huesos faciales que parecía salida directamente del muro de contención del Tíber. Tal vez ese toque exótico atraía a la gente.

Se habían adaptado, por lo visto con mucha rapidez y sin esfuerzo. Londinium había aceptado la extorsión con la misma facilidad con la que aceptaba la neblina todas las mañanas y la lluvia cuatro veces a la semana. Las mafias trabajaban de ese modo. Los matones llegaban a un lugar y daban a entender que sus métodos formaban parte habitual de la buena vida. La gente podía oler el dinero cuando estaba junto a ellos. Los cabrones adinerados siempre atraen a personas tristes que anhelan cosas mejores. Esos bravucones —no otra cosa eran— pronto adquirían prestigio. En cuanto les propinaban una paliza a unos cuantos clientes testarudos, empezaban a oler a otra cosa: a peligro. Algo que también ejercía una perversa atracción.

Vi cómo funcionaba todo cuando me condujeron directamente de vuelta por donde yo había venido antes, justo por delante de El Cisne a otra
caupona,
la Ganimedes. El camarero los conocía bien, salió enseguida y charló con ellos mientras les preparaba la mesa, una mesa reservada que se hallaba ligeramente separada del resto. Era la hora de comer y estaba entrando mucha gente para tomar un bocado rápido, pero los matones pudieron tomarse todo el tiempo que quisieron para decidir si querían aceitunas en salmuera o con aceite aromático. El vino les llegó enseguida, probablemente servido en copas especiales para ellos.

Piro entró dentro, tal vez necesitaba hacer una visita a las letrinas o, lo que era más probable, esconder el dinero de su ronda matutina. Estaba claro que había dado con su base de operaciones. Allí, Ensambles y Piro se rodeaban abiertamente de admiradores. Las visitas masculinas iban y venían constantemente, como los primos en un barbero griego. Cuando llegaban tenía lugar la formal puesta de pie y el apretón de manos. Entonces los dos matones seguían con su comida, casi nunca ofrecían hospitalidad y pocas veces los invitaban a beber. Lo que todo el mundo quería era establecer el contacto. Eran formales e incluso abstemios; comieron tortitas rellenas con unas sencillas ensaladas como guarnición, no tomaron dulces y su jarra de vino era de las pequeñas. Los visitantes se sentaban y cotilleaban durante un período de tiempo considerable, luego se marchaban tras estrecharles las manos de nuevo.

No vi señales de que a Ensambles y a Piro les efectuaran sobornos o pagos. La gente sólo quería presentar sus respetos. De la misma manera que en Roma un gran hombre público recibe a sus clientes, suplicantes y amigos en las habitaciones de trabajo de su casa con pilares a unas horas convenidas cada mañana, así esos dos canallas permitían que los granjeros se reunieran a su mesa diariamente. Nadie hizo entrega de ningún obsequio, aunque era evidente que allí tenía lugar un intercambio de favores. Por una parte, se vendía pleitesía de una manera que me repugnaba; por otra, los matones prometían no romperles los huesos a los suplicantes.

Los transeúntes que optaban por no detenerse y humillarse utilizaban el otro lado de la calle. No eran muchos.

Me había situado en el exterior de una caseta que vendía cerrojos. Por desgracia, mientras fingía examinar aquel intrincado trabajo en metales, estaba de pie a pleno sol. Sólo yo podía conseguir un trabajo en una provincia famosa por su fría niebla en la única semana de toda una década en la que el calor le provocaría un desmayo a un lagarto del desierto. La túnica se me había pegado al cuerpo a lo largo de los hombros y por toda la espalda. Tenía el pelo como una pesada alfombra de piel. La suela interior de mis botas estaba mojada y resbaladiza; una correa que nunca me había molestado antes me levantaba ampollas en el talón hasta dejarlo en carne viva.

Mientras estaba ahí de pie, reflexionaba sobre una complicación: Petronio. De haber estado trabajando solo, hubiera regresado a la residencia del procurador para solicitar que un grupo numeroso arrestara a Ensambles y a Piro y registrara su base. Entonces hubiese mantenido a los matones incomunicados tanto tiempo que algunas de sus víctimas quizá se tranquilizaran lo suficiente como para contar lo que sabían. El equipo de investigación del gobernador, sus duros
quaestiones
, podría mientras tanto haber jugado con esos bravucones, utilizando sus más horribles instrumentos de coacción. Los interrogadores, que allí debían de aburrirse, estaban entrenados para persistir. Si Ensambles y Piro sentían suficiente dolor y encontraban su aislamiento terrible, puede que hasta gritaran el nombre de la persona que les pagaba.

Parecía una buena solución. Pero aún oía aquellas lacónicas palabras de Petronio: «Déjalo, o soy hombre muerto…»

Fuera lo que fuese aquello que Petro estuviera haciendo, nos habíamos equivocado al imaginarnos algún devaneo o libertinaje. Ese zorro astuto estaba trabajando. Por alguna razón se estaba escondiendo. ¿Por qué? No había duda de que el caso de Verovolco lo había intrigado, aunque yo no consiguiera verle atractivo alguno; a mí me desconcertaba, pero sólo continuaba con el asunto por lealtad a Hilaris, a Frontino y al anciano rey. Petronio Longo no tenía ese tipo de ataduras. Yo no tenía ni idea de por qué Petro habría de implicarse. Pero si estaba vigilando a esos dos baladrones, yo no haría un solo movimiento en contra de ellos sin consultarlo antes con él. Era un principio de nuestra amistad.

Seguía dándole vueltas a todo aquello cuando un transeúnte que no conocía el sistema de respeto local llegó con paso airoso y ligero: mi hermana Maya. ¿Qué estaba haciendo? Sin percatarse de los dos matones, pasó justo por delante del Ganimedes, por su lado de la calle. Eso significaba que yo no tenía posibilidad alguna de advertirla o de preguntarle qué estaba haciendo allí. Como quería seguir siendo discreto, lo único que podía hacer era observar.

Maya era muy atractiva, pero había crecido en Roma. Sabía cómo mantenerse a salvo al atravesar calles llenas de tipos detestables. Su paso era tranquilo y resuelto, y aunque miraba brevemente en todas las tiendas y puestos de comida, en ningún momento cruzó su mirada con la de otra persona. Con la cabeza y el cuerpo envueltos en un largo velo, había disfrazado su estilo personal y se había convertido en alguien que no llamaba la atención. Un hombre se inclinó sobre una barandilla y le dijo algo al pasar —un memo que por norma lo intentaba con cualquier cosa que llevara una estola—, pero mientras se me cerraban los puños, aquel oportunista recibió una mirada tan salvaje que retrocedió. Sin duda supo que se había topado con la orgullosa mujer romana.

Pero claro, el sereno desdén de mi hermana podía llamar la atención por sí mismo. Uno de los hombres que estaban con Empalmes y Piro se puso de pie. Al momento Piro habló con él y se volvió a sentar. Para entonces Maya ya había pasado de largo el Ganimedes.

Menuda ocurrencia: ¡que los matones tuvieran una noble consideración por las mujeres! Pero no importunaban a las mujeres para evitar atraer sobre ellos la atención pública que no querían. Las bandas que utilizan el miedo como herramienta de trabajo comprenden, si son eficientes, que se debe dejar que la vida normal fluya por las calles sin trabas. Las hay que llegan al extremo de darle una paliza a un conocido violador o de amenazar a un ladrón adolescente, una muestra de que ellos representan el orden, de que son personas que protegerán a los suyos. Ello implica que son la única fuerza de gobierno. Así, la gente a la que están amenazando cree no tener ningún lugar al que acudir en busca de ayuda.

Habían terminado de comer. Se levantaron y se fueron. Por lo que vi, nadie les presentó la cuenta. Y ninguno de los dos dejó dinero.

Los fui siguiendo durante las primeras horas de la tarde. Iban de un lugar a otro como candidatos a las elecciones, a menudo sin hablar siquiera con la gente, tan sólo dejando que se sintiera su presencia. No parecían estar recaudando dinero. Eso mejor hacerlo de noche. Cuantas más preocupaciones, más dinero habría en la caja de las tabernas.

Pronto regresaron al Ganimedes y esa vez entraron dentro, sin duda para echarse una buena siesta romana. Abandoné. Deseaba irme a casa. Mis pies me recordaban dolorosamente las muchas horas que llevaba andando por ahí. Cuando vi una pequeña casa de baños, mis pasos me llevaron en esa dirección por sí mismos. Los detuve al ver que Petronio Longo ya estaba en el porche.

Desesperaba por hablar con él. Quería hablarle del tema de los gángsters y tenía que contarle lo ocurrido con sus hijas. Pero me tomé a pecho su advertencia.

De momento no me había visto. Me quedé quieto junto a una columnata pero que no llegaba a lo que en Roma se conocía como un gran soportal. Petro no hizo ademán de entrar en los baños, sino que se quedó hablando con un vendedor de entradas que había salido a tomar el aire. Parecían conocerse. Miraron a1 cielo, como si hablaran sobre si la ola de calor iba a continuar. Cuando el portero tuvo que volver a entrar debido a la llegada de nuevos clientes, Petronio se instaló cómodamente en un pequeño banco del exterior como si fuera parte integrante de los baños.

La calle presentaba una ligera curva y era tan estrecha que si cruzaba a la otra acera podría acercarme, pegado a la pared, sin que Petro me viera. De todos modos estaba ligeramente de espaldas. Un ordenado montículo de leños cortados para la caldera, de más de un metro de alto, estaba apilado –bloqueando la acera, claro— en los límites de la casa de baños. Eso hacía que la calle fuera casi intransitable, pero formaba una diminuta zona despejada a la puerta del local de al lado. Los baños no tenían nombre, pero la casucha de al lado tenía un cartel pintado con caracteres romanos en color rojo y se hacía llamar la Anciana Vecina. Crucé la puerta abierta y vi un oscuro interior cuyo propósito era imperceptible. A pesar del letrero, parecía más una casa particular que una propiedad comercial.

Fuera lo que fuese, me ofreció un práctico taburete roto en el que reposar mi cansado cuerpo a tan sólo unos pasos de Petronio; ahora podía tratar de llamar su atención. Hubiese sido lo ideal, pero justo en el momento en que me dejé caer fuera de la vista y me preparaba para toser fuerte, vi otra vez a mi dichosa hermana pequeña que se acercaba desde la otra dirección. Paró en seco igual que lo había hecho yo. Entonces, como era Maya, se echó hacia atrás la estola y caminó directamente hacia Petronio, que debió verla venir. Me arrimé al montón de leños. Si se trataba de una cita privada, ya no tenía forma de irme sin delatar mi presencia.

Pero, por la actitud de mi hermana, ya me había dado cuenta de que Petronio no la esperaba. Maya había tenido que prepararse para venir y hablar con él, y yo sabía por qué.

XXII

—¡Lucio Petronio!

—Maya Favonia.

—¿No vas a decirme que me pierda?

—¿Serviría de algo? —preguntó Petro con sequedad. Maya estaba de pie, mirando hacia donde yo estaba. Tuve que quedarme agachado. Por suerte no era muy alta—. Maya, corres peligro aquí.

—¿Por qué?, ¿qué estás haciendo? —Era típico de mi hermana: seca, directa, descaradamente curiosa. En parte era debido a la maternidad, aunque siempre había sido franca.

—Estoy trabajando.

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