—Espérame aquí, Albia. Volveré más tarde. Puedes comer y echar un vistazo alrededor. De aquí es de donde procedes. Es a lo que volverás si así lo quieres. —La chica se quedó de pie junto a la mesa hacia la cual yo la había conducido, una figura delgada y magullada con su vestido azul prestado. Levantó la vista para mirarme. Tal vez entonces estuviera más abatida que taciturna—. No hagas el tonto —le dije—. Seamos claros. Sé que puedes hablar. No habrás vivido en las calles de Londinium toda tu vida sin aprender latín.
Me fui sin esperar una respuesta.
Era un día caluroso. El sol quemaba casi tanto como en Roma. La gente andaba tambaleándose por las estrechas calles, resoplando. Había algunos lugares en los que un pórtico de tejas superpuestas proporcionaba sombra, pero los mercaderes de Londinium tenían la mala costumbre de llenar los pórticos de impedimenta: barriles, cestos, tablones y ánforas de aceite encontraban un práctico lugar de almacenaje en lo que tenía que ser la acera. Eras tú quien debías de andar por la calzada. Como allí no había toque de queda para los vehículos rodados, siempre tenías que estar atento al sonido de los carros que se aproximaban: cierta ley natural hacía que la mayoría se acercara sigilosamente por detrás, de forma inesperada. La actitud de los conductores de Londinium era que la calle era suya y los peatones saltarían enseguida si chocaban contra ellos. No se les ocurría dar antes un grito de advertencia. Insultarte a gritos si no te atropellaban por poco era diferente. Todos sabían decir en latín: ¿es que quieres suicidarte? Y algunas palabras más.
Me dirigía andando hacia los muelles.
Con aquel calor el suelo de madera que formaba los embarcaderos apestaba a resina. Reinaba una atmósfera de perezosa siesta de mediodía. Algunos de los largos almacenes estaban asegurados con cadenas y fuertes cerraduras. Otros tenían sus enormes puertas abiertas y del interior se percibía el sonido de silbidos o de serrar madera, aunque con frecuencia no había nadie a la vista. Las embarcaciones aparecían apiñadas a lo largo de los atracaderos, unos barcos mercantes sólidos y resistentes que podían capear aquellas violentas aguas del norte. De vez en cuando, hombres de pelo largo y pecho desnudo que hacían el ganso dentro de las barcazas me miraban con suspicacia al pasar. Probé a saludarlos de forma educada pero parecían extranjeros. Al igual que en todos los puertos, en aquella larga franja de agua se mecían embarcaciones que al parecer estaban desiertas. Incluso durante el día dejaban que los barcos crujieran y toparan ligeramente unos con otros en completo aislamiento. ¿Adónde va todo el mundo?
¿Están todos los capitanes, pasajeros y lobos de mar durmiendo en tierra firme, esperando para conmocionar la noche con la jarana y las peleas con cuchillos? Y en tal caso, ¿dónde se encontraban en Londinium las abarrotadas casas de huéspedes en las que todos los alegres marineros roncaban hasta que salían los murciélagos nocturnos?
Los muelles presentan una sordidez especial. Yo me frotaba una espinilla contra la otra para disuadir a las pequeñas y persistentes moscas. La neblina se cernía sobre los distantes pantanos. Allí la ola de calor lo secaba todo, pero el río tenía zonas de un aceitoso irisado en las que la vieja basura flotaba entre burbujas grasientas. En un punto donde el agua parecía estancada, el extremo de un tronco golpeaba contra los montones de desperdicios. Una lenta corriente que creaba la marea se estaba llevando los escombros río arriba. No me sorprendería que un cadáver abotargado emergiera de pronto a la superficie.
Tales pensamientos no preocupaban en absoluto al oficial de aduanas. En sus tiempos probablemente había sacado del agua algunos cadáveres de personas ahogadas que habían salido a flote, pero seguía siendo una persona animada donde las hubiese. Trabajaba en el edificio de aduanas cercano a uno de los desembarcaderos de los transbordadores, una casa de piedra con pórtico que quedaría situada en la cabeza de puente una vez se construyera éste. Su oficina estaba abarrotada de certificados y tablillas de notas. A pesar de la caótica apariencia, siempre que alguien llegaba para registrar un cargamento y pagar su tasa de importación, se encontraba con que lo trataban con calma y rapidez. El desorden estaba bajo control. Un joven cajero administraba unas cajas con diferentes tipos de moneda, calculando el porcentaje impositivo y cogiendo el dinero con garbo.
Adormecido por el excesivo calor, el oficial se había regodeado demasiado sin la túnica. Era un tipo corpulento, tirando a gordo. Su carne bamboleante, que al principio estaba pálida como si fuera un norteño de nacimiento, ofrecía entonces unas franjas que mostraban la rosada irritación de las quemaduras del sol. Hacía gestos de dolor y se movía con rigidez, pero sufría su castigo con filosofía.
—Has de procurarte un poco de sombra —le advertí.
—Oh, me gusta disfrutar del sol mientras puedo. –Me estudió con la mirada. Se dio cuenta de que no era ningún marinero. Bueno, yo aguardé a que se diera cuenta. Tengo mis principios.
—Me llamo Falco. Estoy buscando a mi buen amigo Petronio Longo. Alguien dijo que ayer lo vieron por aquí, hablando contigo. —No hubo ninguna reacción, así que describí a Petro detenidamente. Aun así, nada—. Pues me llevo una desilusión. —El oficial de aduanas continuó ignorándome. No había más remedio—: Es un tipo esquivo. Apuesto a que te dijo «si viene alguien preguntando por mí, no digas nada»—. Guiñé el ojo. El oficial de aduanas me devolvió el guiño, pero tal vez aquel jovial individuo de rostro colorado y brillante reaccionara de forma automática.
Le pasé con discreción la consabida moneda que hace soltar la lengua. Aunque era un funcionario público, la tomó. Siempre lo hacen.
—Bueno, pues si ves al hombre que no estuvo aquí, dile por favor que Falco tiene que hablar con él urgentemente.
Me ofreció una alegre inclinación de cabeza. No me animó.
—¡Cómo te llamas?
—Firmo. —Estábamos en relaciones monetarias. Consideré que era justo preguntar.
—Viene bien saberlo. Tal vez tenga que incluir tu soborno en mis cuentas.
Abrió la palma de la mano y miró las monedas.
—¿Entonces se trata de un asunto de negocios? Creí que habías dicho que era un amigo tuyo.
—Lo es. El mejor. Aún puede correr con los gastos. —Sonreí. Practicar cierta complicidad facilita nuevos amigos.
—Y bien, ¿a qué te dedicas, Falco?
—Normas alimentarias del gobierno —mentí, efectuando otro simpático guiño—. De hecho, voy a preguntártelo, Firmo: parece ser que algunos de los vendedores ambulantes de estofado de las tiendas de ahí arriba tienen problemas. ¿Has visto algún indicio de que los bares locales estén amenazados?
—¡Oh, no! Yo no he visto nada —me aseguró Firmo—. Nunca voy a los bares. Me voy directamente a casa después del trabajo a por un pollo a la Frontino y a dormir temprano.
Me sorprendió que, observando unas costumbres tan abstemias, estuviera tan gordo.
—El Frontino lleva demasiado anís para mi gusto —le confié—. Prefiero un buen pollo Vardano. Petro sí que tiene un gusto repugnante. Disfruta como un niño cuando se sienta a guisar remolachas o guisantes con vaina… ¿Qué rumores corren por los muelles sobre ese britano muerto en el pozo?
—Debió de molestar a alguien.
—¿Nadie ha sugerido a quién molestó?
—Nadie lo ha dicho.
—¡Pero apuesto a que todo el mundo lo sabe!
Firmo me dedicó una cómplice inclinación de cabeza, en señal de asentimiento.
—Últimamente han estado haciendo un montón de preguntas sobre este asunto.
—¿Quién anda preguntando? ¿Los britanos melenudos del sur?
—¿Qué? —Firmo pareció sorprendido. El equipo que había mandado el rey Togidubno aún no podía haber trabajado aquella parte de los muelles.
—¿Entonces quién? —Me arrimé a él—. ¿No será ese viejo amigo mío, ese al que no has visto? —Firmo no respondió. Petronio debía de haberle dado un soborno más cuantioso que el mío—. Dime, ¿qué le habrías contado a esa persona invisible, Firmo?
—Se supone que son gente de fuera de la ciudad –dijo Firmo casi con total naturalidad, como si yo ya tuviera que saberlo—. Quiero decir de muy lejos de la ciudad. Hay un grupo que se interesa por el ambiente social de Londinium.
—¿De dónde proceden? ¿Y quién es el pez gordo?
—¿El qué?
—El que manda. —Pero Firmo se tornó muy poco comunicativo. Aunque había gozado de toda mi atención mientras pontificaba con aire experto sobre la situación local, había algo que parecía demasiado para él.
Tal vez supiera la respuesta a mi pregunta sobre quién dirigía los chanchullos, pero no iba a contármelo. Reconocí la mirada en sus antes amigables ojos. Era de miedo.
Caminé de vuelta junto a los almacenes y me adentré en las poco recomendables calles del interior, donde al parecer operaban los mafiosos. Estuve de acuerdo con Hilaris: sucedía en todas partes. Sin embargo, que unos profesionales del miedo de primera línea intentaran controlar nada menos que los canales comerciales de Britania seguía pareciendo poco probable.
Allí había muy poca cosa. Tiendas al por menor que vendían artículos básicos: zanahorias, cucharas y haces de leña, sobre todo en cantidades bastante pequeñas. Aceite, vino y salsa de escabeche de pescado, todo ello con el mismo aspecto que si sus ánforas de cuello resquebrajado, cuerpo polvoriento y la mitad de las etiquetas extraviadas, hubiesen sido descargadas del barco varias temporadas antes. Oscuras casas de comidas, que ofrecían refrigerios muy poco profesionales y vino malísimo a personas que a duras penas sabían qué pedir. El típico burdel que vi el día anterior; ¡vaya!, debía de haber más de esos. Un marido y padre respetable —bueno, un marido con una esposa mordaz a quien no se le escapaba ni una— tenía que tener cuidado a la hora de elegirlos. ¿Qué más? ¡Oh, mira por dónde! Entre un vendedor de sandalias y una tienda llena de semillas de hierbas («¡compra nuestra fascinante borraja y olvídate de tener que cuidarte con el cilantro curativo!») había un letrero garabateado en la pared de una casa que anunciaba un espectáculo de gladiadores: Pex, el Azote del Atlántico (¿en serio?); el diecinueve veces imbatido Argoro (sin duda algún viejo zorro maloliente cuyas peleas estaban amafiadas); un enfrentamiento de osos y Hidax el Horrendo… al parecer, el reciario con el tridente más diestro a este lado del Epiro. Había incluso una feroz fémina con un nombre tópico: Amazonia (anunciado en letra mucho más pequeña que sus homólogos masculinos, naturalmente).
Ya era demasiado mayor para sentirme atraído por unas chicas malas armadas con espadas, aunque siempre habría a quien podrían parecerle sensacionales. Yo, en cambio, intentaba acordarme de la última vez que comí unas borrajas que fueran algo más que ligeramente interesantes. De repente, sentí un terrible dolor. Alguien me había atacado. No lo vi venir. Me había estampado la cara contra una pared, inmovilizándome con una fuerza tan brutal que casi me rompió el brazo que me había retorcido contra la espalda. Hubiera soltado una maldición, pero era imposible.
—¡Falco! —¡Por el Hades! Esa voz la conocía.
Mi delicada nariz etrusca estaba aplastada con fuerza contra una pared que tenía un enyesado tan sumamente rugoso y desigual que la marca de su firme estampado iba a durarme una semana; los adobes estaban pegados entre sí con boñigas de vaca, eso sí que se notaba.
—Petro… —dije con voz ahogada.
—¡Deja de llamar la atención! —Podría haber estado intimidando a cualquier ladrón que hubiese atrapado toqueteando los sujetadores de las mujeres en una cuerda de tender la colada—. ¡Idiota atolondrado! ¡Entrometida y estúpida pesadilla de las ratas…! —Hubo más insultos proferidos entre dientes, todos ellos minuciosamente escogidos, algunos obscenos y uno que yo no había oído nunca. (Deduje su significado.)
—¡A ver si lo entiendes, descerebrado… déjalo estar o soy hombre muerto!
Me soltó bruscamente. Casi me caí. Cuando me di la vuelta tambaleándome para decirle a ese cerdo que lo había dejado bastante claro, ya se había ido.
Estaba pasando por unos momentos adversos: cuando volví sobre mis pasos hacia El Cisne, Albia también había desaparecido.
—Se fue con un hombre —disfrutó contándome el propietario.
—Debería darte vergüenza que la gente utilice tu bar como si de un prostíbulo se tratase. ¡Suponte que fuera mi pequeña hija y tú hubieras dejado que un pervertido se la llevara!
—Pero no es tu niñita, ¿no es cierto? —dijo con sorna—. Es una niña de la calle. Llevo años viéndola por aquí.
—¿Y siempre estaba con hombres? —pregunté, nervioso entonces por la posible mala influencia que Helena hubiese esparcido entre los críos de la residencia.
—No tengo ni idea. De todos modos, todas crecen.
Albia tenía catorce años, si realmente era una huérfana de la Rebelión. Lo bastante mayor como para que contrajera matrimonio, o al menos para prometerla de la forma más adecuada con un tribuno sin escrúpulos si fuera una yegua de cría senatorial. Lo bastante mayor como para quedarse embarazada de algún haragán al que su padre detestara en caso de que fuera una plebeya a la que necesitaban en el negocio familiar. Lo bastante mayor como para tener la suficiente experiencia en cosas que yo no podía siquiera imaginar. Pero era menuda como una niña y, si su vida había sido tan dura como yo suponía, era lo bastante joven como para merecer una oportunidad, lo bastante joven como para poderla salvar … si se hubiera quedado con nosotros.
—Pronto hará la carrera por todo el foro, a pesar de que ahora sea virgen.
—Es triste —comenté. Creyó que me había desanimado. Y no me gustó la manera en que me miró mientras me alejaba caminando calle abajo.
No tenía nada previsto cuando empecé a andar, sólo la necesidad de salir de allí. Noté que había demasiados ojos que me observaban, los de las personas que había en las entradas o incluso los de gente que estaba oculta.
Había recorrido tres calles. Empezaba a darme cuenta de que en Londinium había más actividad de la que pudieran imaginarse la mayoría de romanos. Allí se vendían todos los artículos habituales. Las pequeñas tiendas oscuras estaban abiertas durante el día; en ellas, la vida transcurría a un ritmo más aburrido que aquel al que yo estaba acostumbrado. Compradores y vendedores merodeaban en su interior, tal como hacían siempre; incluso cuando el sol abrasaba tanto que yo ya estaba sudando tras dar cincuenta zancadas, la gente allí se olvidaba de que les estaba permitido sentarse fuera, al aire libre. Por lo demás, me sentí como en casa. En los mercados diarios, en los que venden verduras frescas y caza muerta de ojos tristes, los gritos de los comerciantes eran estridentes y las bromas de sus mujeres groseras. Aquellos hombres podían haber sido taimados vendedores de los puestos callejeros que hay cerca del Templo de la Esperanza en Roma, en el mercado de verduras junto al Tíber. El hedor de las escamas del pescado pasado es el mismo en todas partes. Atraviesa con tus botas una calle de carniceros recién regada y el tenue olor a sangre animal te perseguirá todo el día. Luego pasa por delante de un puesto de quesos y la cálida y sana emanación hará que te desdigas de comprar uno… hasta que te distraigan esos cinturones tan baratos que hay en el tenderete de al lado y que se romperán apenas te los lleves a casa…