Elia Camila podría habérselas arreglado con la cena sin la ayuda de nadie. Como esposa de un diplomático estaba muy acostumbrada a tales eventos, y probablemente habituada también a supervisarlos cuando a Gayo lo mandaban llamar y tenía que ausentarse de pronto. Pero Helena y Maya ya se estaban cambiando para ayudarla y ella agradeció su apoyo.
Yo me convertiría en el anfitrión masculino, prácticamente un papel diplomático. Para un informante se trataba de un importante ascenso. Suponía ir bien afeitado y llevar una toga. También significaba mostrarse agradable, aun cuando serlo no se correspondiera con mi estado de ánimo.
Mi presencia fue una pobre compensación para los invitados, que habían esperado encontrarse con hombres de más rango: hombres cuyo interés promovería sus trayectorias profesionales en Britania. ¡No era un buen sustituto! Pero Elia Camila les aseguró que tendrían una segunda oportunidad con los verdaderos broches de oro.
—Gracias, querido Marco, por llenar el vacío con tanta valentía. —Era una buena mujer. Al igual que Helena, de naturaleza tímida con los extraños, pero muy competente cuando lo requerían las obligaciones sociales. Ambas hubieran elegido ser matronas tradicionales y evitar las apariciones públicas, pero si alguien le hubiera ordenado a cualquiera de las dos que se sentara fuera de escena, tras una cortina, tanto la una como la otra hubiesen disparado las flechas de todo un ejército de partos. Aquella noche ellas dos y Maya se habían puesto alhajas de más, habían prestado mucha atención al maquillaje del rostro y se habían preparado para irradiar amabilidad hacia nuestros invitados.
Se trataba de los acostumbrados cerdos desagradecidos que lo que buscan es comer de balde. Teníamos un par de escandalosos importadores de vino galo que pertenecían al típico gremio de «despluma a esos borrachos», de Aquitania, y a un britano sumamente nervioso que precisaba ayuda para encontrar mercados desde los que exportar ostras vivas; dijo que hubiera traído algunas muestras, pero que no era la temporada. Luego había un callado hombre de negocios cuya función concreta olvidé, aunque parecía sentirse como en su casa en aquel ambiente diplomático. Sabía que no debía hurgarse la nariz. El resto de invitados entró en la residencia dando grandes zancadas, como ignorando que ante todo se trataba de una vivienda privada; luego miraron a su alrededor, de manera que observé su comportamiento y conté las tazas. Cualquiera hubiese pensado que aquel lugar se había costeado con los impuestos que ellos pagaban. Sin embargo, si yo algo sabía (que lo sabía), era que sus taimados contables habían creado astutos planes para evadir las tasas reglamentarias.
Me permití divertirme un poco con ese tema de conversación para corresponder a la grosera actitud de los importadores de vino. Dejé que los galos me confiaran las artimañas de sus ladinos contables y luego dejé caer como por casualidad que había sido inspector fiscal del Censo del emperador.
—¡Pero esta noche estoy fuera de servicio! —dije con una radiante sonrisa, como un anfitrión oficial maravillosamente benévolo. Hice que la afirmación sonara lo menos convincente posible.
Helena me miró con suspicacia, se acercó y me cambió el sitio. Me ocupé entonces del hombre de las ostras. Él no tenía contable. Le hice algunas sensatas insinuaciones sobre la conveniencia de hacerse con uno si su intención era dedicarse con éxito al comercio a larga distancia. Los embaucadores en los mercados de pescado romanos le darían sopas con honda a un aficionado que mandara sus mercancías al emporio sin tomar las debidas precauciones.
—Necesitas un negociador. Mientras su propio porcentaje dependa de ello se asegurará de que obtengas el precio justo.
—Pero parecen muy caros.
—¿Y cuál es tu alternativa? ¿Tienes intención de vigilar personalmente todos los barriles de agua salada durante todo el camino hasta Roma? De esa manera vas a perder mucho tiempo, ¿y luego qué? No existe ninguna garantía de que, una vez allí, encuentres al mejor postor. Todos los minoristas te jurarán que los romanos sólo quieren las tradicionales ostras del lago Lucrino; luego, cuando te las hayan comprado baratas, las revenderán como un producto exótico de Britania con un beneficio enorme: ¡un beneficio suyo, no tuyo!
—Pero a mí me gustaría ver Roma.
—Entonces ve, amigo mío. Ve una vez, por placer. Mientras estés allí agénciate un negociador de productos. Podrás cubrir sus honorarios, créeme. Sin ayuda, irás a la bancarrota entre los tiburones del emporio.
Me dio las gracias efusivamente. Tal vez hasta confiara en mí. Quizá lo hiciera. Desde el otro extremo de la habitación, Helena me dedicó una sonrisa de aprobación a la que yo respondí con un saludo cortés. El hombre de las ostras era también pálido y gris, nudoso como su propio producto. Le escribí mi dirección de Roma en una tablilla, sonreí y le dije que era allí adonde podía mandar un barril gratis si encontraba útiles mis consejos. Tal vez resultara. Quizá se familiarizara con el toma y daca de recompensas y sobornos que hacían interesante el comercio romano. O quizá sólo le había enseñado a ser tan tacaño como la mayoría de comerciantes.
A los postres salimos todos al jardín. Era una noche cálida, lo cual sorprendía tratándose de Britania, aunque recordé que allí sí que disfrutaban del verano durante quince días más o menos. Aquello debía de serlo. No había modo de afrontar el calor; todas las casas de baños o bien mantenían calientes las tuberías del agua, o la dejaban salir helada. Nadie cerraba los postigos durante el día, de manera que las casas resultaban sofocantes. Y cuando se cenaba al aire libre, sólo había bancos, nadie tenía un comedor exterior como es debido, con triclinios de piedra fijos o una fuente adornada con conchas de mar.
Me fui a sentar junto al último de los invitados, el callado. Exploramos un cuenco de dátiles. Habían recorrido una larga distancia y hacía falta rebuscar un poco.
—¡Yo diría que éstos no viajan muy bien! Soy el sustituto de tu anfitrión. Marco Didio Falco.
—Lucio Norbano Murena. —Estaba tratando de ubicarme.
—¿Tu relajada seguridad en una cena formal implica que provienes de Italia? —Ahora era yo el que estaba resuelto a ubicarlo a él. Tenía tres nombres. Eso no significa nada. Yo mismo también tenía tres y aun así me había pasado gran parte de mi vida arañando lo que podía para pagar el alquiler.
Tendría cuarenta y tantos años, tal vez algunos más; era fornido, pero se mantenía en forma. Hablaba bien, sin acento. Parecía tener el suficiente dinero como para equiparse con una ropa decente; creo que había llegado vestido con toga. No era necesaria en las provincias (donde la mayoría de lugareños ni siquiera tenían una), pero para visitar una residencia era lo más adecuado. Su pulcro cabello, su barbilla afeitada y sus uñas con manicura, todo ello era señal de que conocía unas buenas instalaciones de baños. Con una mandíbula de ángulos marcados, ojos oscuros y cabello liso, grueso y abundante, peinado hacia atrás, supongo que podría decirse de él que resultaba atractivo. Tendríais que preguntárselo a una mujer.
—Soy de Roma —dijo—. ¿Y tú?
—También —sonreí—. ¿Te han explicado las circunstancias de esta noche? Debido a la repentina llegada de un importante rey britano, nos vemos inesperadamente privados de la presencia del gobernador y del procurador. Nos encontramos en la casa de este último, puesto que el gobernador todavía tiene que construirse una lo bastante grande; la dama que lleva el vestido bordado es Elia Camila, tu eficiente anfitriona, esposa de Hilaris. Son ya veteranos en Britania. Ella se asegurará de que te apunten en una lista de invitaciones futuras con posibilidad de conocer a las personas importantes.
—¿Y cuál es tu papel?
—Soy un familiar. Traje a mi esposa para que viera a su tia.
—¿Y cuál de ellas es tu esposa?
—La elegante Helena Justina —la señalé mientras sostenía una agradable charla con los poco agraciados galos. Ella aborrecía aquel tipo de acontecimientos, pero la habían educado para no burlarse del concepto del deber. Ofrecía un aspecto sereno y lleno de gracia—. La mujer alta vestida de primoroso blanco. —Tuve la sospecha de que Norbano había lanzado una mirada lasciva a Helena. Me había fijado en que ella nos miraba, y luego se ajustó la estola alrededor de los hombros con un aire inconscientemente defensivo; yo sabía reconocer cuándo estaba incómoda.
Pero quizás interpreté mal la atmósfera reinante.
—¡Ah, sí! Tu esposa, muy amablemente, me acompañó durante el aperitivo. —Norbano hablaba con una ligera inflexión de buen humor. Era una persona culta, fina y cortés. Si ese tipo de hombres son los que se aprovechan de las esposas de los demás, no lo hacen abiertamente, y tampoco en el primer encuentro; no delante de los maridos. Para los adúlteros inteligentes (y me daba la sensación de que él era inteligente) el hecho de ocultárselo a los maridos forma parte de la diversión.
—Su noble madre le enseñó a ser una servicial compañera de mesa. —Participé en la sátira contenida—. Helena Justina habrá sido la responsable de hacer que te sientas a gusto, preguntándote cosas sobre tu viaje a Britania y sobre qué te parece el clima que hay aquí. Luego, sin duda, te puso en manos de la insolente dama de rojo durante el segundo plato para que se interesara educadamente acerca de si tienes familia y de cuánto tiempo tienes intención de que dure tu estancia entre nosotros. Mi hermana —añadí al tiempo que él desviaba su mirada hacia Maya.
—Encantadora. —Maya siempre había sido atractiva. Los hombres con buen ojo se fijaban en ella al instante. Como hermano suyo que era, nunca había estado seguro de cómo lo hacía. A diferencia de Helena y de su tía, aquella noche Maya llevaba puestas pocas joyas. Las otras dos se movían entre unos ondulantes y delicados destellos dorados, incluso ahí afuera a la puesta de sol, donde tan sólo las pequeñas lámparas que se mecían en los rosales se reflejaban en los abalorios de filigrana de sus collares y brazaletes. El dramatismo de mi hermana era algo natural; procedía de sus oscuros rizos y de la llamativa facilidad con que lucía su característico color carmesí. No me sorprendí cuando Norbano me preguntó cortésmente—: ¿Y el marido de tu hermana también está aquí?
—No. —Deje pasar un instante—. Mi hermana es viuda. —Estuve tentado de añadir: tiene cuatro hijos que exigen mucha atención, un genio del demonio y no tiene dinero. Pero eso sería sobreprotector. Además, ella podría enterarse, y su mal genio me asustaba.
—Y dime, ¿a qué te dedicas, Falco?
—Soy procurador de los Gansos Sagrados del templo de Juno. —Mi curiosa sinecura presentaba algunas utilidades. Daba muy bien la impresión de que, aparte de tener un dudoso papel limpiando los gallineros de los augures, yo era una persona débil que se daba la gran vida a costa del dinero de su mujer—. ¿Y tú?
—¡Puede que no te guste! —Poseía un sincero encanto. Pero mira por dónde, yo no era ningún apasionado del encanto honesto—. Me dedico al negocio inmobiliario.
—¡Yo he vivido en apartamentos de alquiler! —repliqué al tiempo que mentalmente tachaba lo de «honesto».
—No me dedico a las viviendas familiares. Tan sólo comerciales.
—Así, ¿cuál es tu especialidad, Norbano?
—Compro o construyo locales y luego los transformo en negocios.
—¿Es una organización grande?
—En expansión.
—¡Qué discreto! Pero claro, ¡ningún astuto hombre de negocios revela los detalles de su balance! —Él se limitó a sonreír con educación y a asentir con la cabeza a modo de respuesta—. ¿Qué te trae a Britania? —probé a preguntar.
—Rastreo el mercado. Busco maneras de introducirme en él. Tal vez tú puedas decírmelo, Falco. Esta es la gran pregunta: ¿qué necesita Britania?
—¡Demonios, absolutamente de todo! —me reí discretamente—. Y primero tienes que explicarles lo mucho que lo necesitan… A los nativos todavía los tientan para que bajen de las aldeas de las cumbres; algunos de ellos acaban de salir de sus cabañas circulares. Puedes empezar por decirles que los edificios han de tener esquinas.
—¡Por Géminis! Es un lugar más atrasado de lo que pensaba. —Para entonces ya nos llevábamos bien… dos finos y sofisticados romanos entre los bárbaros inocentones.
Recordé que mi tarea como sustituto era provocar entusiasmo hacia aquellos accidentados vericuetos.
—Siendo optimistas, si la provincia sigue siendo romana el potencial puede ser enorme. —Julio Frontino hubiera aplaudido mi farol—. Cualquiera que se haga con un hueco en el comercio adecuado podría hacer un gran negocio.
—¿Conoces la provincia? —Norbano pareció sorprendido.
—Estuve en el ejército. —Otra tapadera útil; y aún más siendo cierta.
—Entiendo.
Un esclavo nos trajo agua caliente y toallas para lavarnos las manos después de comer. La sutil indirecta puso fin a la fiesta. Bueno, los galos tal vez nunca se habrían dado cuenta de que era hora de irse, pero estaban aburridos de todos modos. Se marcharon andando a tropezones mientras discutían sobre diferentes antros donde correrse una juerga de última hora sin apenas dirigirnos un saludo con la cabeza. El ostricultor britano ya había desaparecido. Norbano se inclinó sobre las perfumadas manos de las Tres Gracias cuando nos alineamos para despedirnos. Les dio las gracias a Elia Camila y a Helena con mucha educación. Fue a Maya a quien le hizo hincapié en lo mucho que había disfrutado de la noche.
—¡Buenas noches, Maya Favonia! –Interesante. Maya se movía en un pequeño círculo y rara vez utilizaba sus dos nombres completos. Me sorprendió que Norbano los supiera. ¿Había hecho un esfuerzo especial para averiguarlos? De haber sentido curiosidad, puede que también hubiera preguntado el porqué.
Acompañé a los invitados hasta la salida. Hice que pareciera una cortesía en lugar de una estratagema para cerciorarme de que no robaban nada.
Agotado, deseaba irme a la cama. No podía ser. Cuando regresaba por un pasillo de oficinas, vi que rondaba por ahí el centurión de la patrulla de vigilancia de la noche anterior.
—¿Estás esperando que alguien te reciba?
—Ha habido novedades en el caso Longo. —El centurión justificó su presencia a regañadientes.
—Petronio Longo no es ningún indeseable y no se trata de ningún caso, centurión. ¿Qué novedades son ésas?
Iba a tener problemas. Conocía a los de su calaña. Su forma habitual de comportarse constituía una mezcla de falsa ingenuidad y arrogancia. Para mí, encima, reservó una expresión desdeñosa especial.