Petro animó a la criatura a que avanzara hacia Florio. Esa mole peluda, pariente cercano de las alfombras que Cloris esparcía en el suelo de su tocador, realizó una corta incursión, gruñó y luego se dio la vuelta y jugó con su cadena, amenazando con arrastrar a Petro y hacerle perder el equilibrio. Florio se rió, una risa socarrona fuerte y burlona. Fue un error. Petro le dijo algo al oso entre dientes y éste se giró y echó a correr hacia el gángster. Petro soltó más cadena. Florio le chilló a su escolta. Algunos de los matones dejaron de luchar con las gladiadoras y corrieron a salvarlo. Cuando les hice frente vi que las mujeres estaban haciendo un excelente trabajo practicando la esgrima con los otros matones. No me necesitaban. Tanto mejor. Estaba ocupado arremetiendo a cuchilladas contra los seguidores del gángster. Un hombre dio un chillido de advertencia. Todos nos giramos a mirar. El oso volvió a correr hacia Florio. Petro tiró con fuerza de la cadena pero el animal iba muy deprisa. No tenía dientes, pero con uno de sus zarpazos podía causar daños serios, puesto que se hallaba entonces a un par de pasos de distancia del gángster. Florio estaba histérico de miedo.
Entonces la escena cambió de nuevo. A través de la puerta oeste llegó un estrépito de cascos. Unos hombres a caballo entraron al galope (sin duda los refuerzos de Florio), iban dos y tres en cada montura. El número de maleantes ascendió peligrosamente, pero entonces hubo más movimiento en el borde de la arena: unas cuerdas cayeron desde la empalizada de seguridad con unas figuras deslizándose por ellas con celeridad, más mujeres armadas que habían surgido de entre los inofensivos visitantes. Bajaron agitándose por las sogas en varios puntos al tiempo que lanzaban un fuerte grito desafiante.
La mayoría de los jinetes pasaron junto a nosotros y se dirigieron al centro a toda velocidad. Estallaron enfrentamientos en todas direcciones. En aquel momento había casi tantos combatientes como en los mejores espectáculos por los que se pagaba entrada. Intenté aquilatar la situación. Aún no estaba todo perdido. Las mujeres poseían habilidad y determinación y por alguna razón los recién llegados no las atacaron. En lugar de eso estaban cabalgando en círculos, hostigando a los matones que ya se encontraban allí. Petronio y su peludo aliado de largo hocico habían evitado la huida de Florio; yo me enfrenté a los guardaespaldas más próximos a él para que Petro pudiera hacerlo prisionero. Dos sucesos desbarataron el esperanzado plan. Primero, un jinete solitario se acercó a Florio por la espalda. Florio se dio la vuelta esperando que lo rescataran del airado oso. Entonces empalideció. Yo estaba enfrente, de modo que vi lo que lo había alarmado: el jinete, un hombre verrugoso, de anchos hombros y cara de pocos amigos, era Ensambles.
Eché a correr hacia ellos al tiempo que le gritaba a Petronio. Bajo mis pies la arena estaba lo bastante apretada para poder correr, pero es una superficie extraña para aquellos que no se han entrenado en ella. Vas despacio. Los pies se te cansan y debilitan enseguida. Eso le dio tiempo suficiente a Ensambles para frenar su montura con tanta fuerza que ésta se empinó justo por encima de Florio. Ensambles, sabiendo que su jefe lo había intentado matar con veneno, tenía intención de tomar represalias, lógicamente. Ello explicaba por qué los recién llegados luchaban contra sus supuestos aliados; ahora nos enfrentábamos a una guerra de bandas.
Florio trató de alejarse desesperadamente. El oso soltó un rugido y se le echó encima. Aquella vez Petronio se vio arrastrado a un lado, aunque instintivamente se aferró a la cadena. Yo intentaba atacar a Ensambles, pero un hombre a pie no puede competir con la caballería.
Por la puerta abierta del oeste llegó entonces a todo correr un nuevo contendiente. Aquello sería muy emocionante para una multitud que mirara: una chica luchando desde un ligero y rápido carro de guerra británico de dos caballos. Era Cloris. Portaba una conductora, en tanto que ella aparecía inclinada por encima de uno de los lados de mimbre con la espada desenvainada. Fue directa a por Florio. Ensambles tuvo que esquivar el carro. Saltó de su caballo echando maldiciones, pero alcanzó a Florio y lo agarró. Debatiéndose entre evitar a Ensambles y eludir las punzantes zarpas del enfurecido oso, Florio acabó dándole la espalda a aquél, quien lo sujetó pasándole un brazo por encima del pecho al tiempo que lo aporreaba con el puño que le quedaba libre. La conductora hizo girar la biga alrededor de ellos describiendo un estrecho círculo, buscando una oportunidad para acercarse. Entonces, en medio de aquel caos, cometió el error de pasar demasiado deprisa sobre la cadena del oso. Una de las ruedas dio una violenta sacudida y se levantó del suelo. El carro se torció, se alzó y estuvo a punto de volcar. Cloris, que no se lo esperaba, salió despedida. Perdió la espada pero fue a buscarla gateando. Al verse libre, el oso dio un salto y se encaramó a los caballos. La aterrorizada conductora dio un grito y se arrojó al suelo por un lado, fue a parar encima de Petronio y lo derribó temporalmente. La biga siguió adelante a toda velocidad en dirección al combate principal que tenía lugar en el centro de la arena, y parecía entonces que el enorme oso negro estuviera conduciéndola como si de un espectáculo de circo se tratara.
Aparte de aquella disparatada escena, se produjo una repentina y tensa pausa. Ensambles estaba arrastrando hacia atrás a Florio. Petro, Cloris y yo nos estábamos reagrupando para enfrentarnos a él.
Entonces cambió la luz. Los cielos se cerraron y oscureció como si fuera un presagio.
Yo tenía la boca seca y no veía la manera de que aquello pudiera acabar bien. Bajo aquella nueva y fantasmagórica media luz, luchar sería aún más peligroso.
Mientras me acercaba con gran esfuerzo hacia Ensambles y Florio, Petro también empezó a caminar tras ellos, a paso tranquilo, con sus largas piernas. Más de un ladrón había sido atrapado y derribado creyendo que Petro no se estaba esforzando en una persecución. Estaba acortando las distancias, pero Ensambles era consciente de que tenía problemas. Se dio la vuelta, utilizando a Florio como escudo humano, dispuesto a pelear con Petro por la posesión del jefe de la banda.
En la batalla principal, los matones todavía parecían estar luchando unos con otros, aunque alguno de ellos se había separado del montón para apoyar a su jefe. Eso partía la acción en dos, lo cual era bueno, pero todavía había trabajo para las chicas. Una mirada rápida me dijo que aquellos encantos eran excelentes. Lo que les faltaba en peso lo compensaban con el entrenamiento y el manejo de la espada. De una patada y una sacudida derribaban a un hombre, antes incluso de que hubiera empezado a combatir con ellas. No eran nada escrupulosas: si una arteria cortada detenía a un oponente, no malgastaban energía con un golpe mortal que requiere fuerza, sino que hundían la hoja en un miembro accesible y luego se apartaban de un salto mientras la sangre salía a borbotones. Las que pude observar estaban acabando metódicamente con todo aquel que se les venía encima.
Petro y yo hubiéramos hecho trizas a Ensambles, y si Florio acababa muerto, bueno, no habría quejas. Sin embargo, nuestros planes se vieron frustrados: el carro sin conductor dio un brusco viraje en nuestra dirección, con sus caballos enloquecidos por el miedo al babeante oso. Fuera de control, pasó traqueteando entre nosotros y nuestra presa. Tratamos de agarrar las cabezas de los caballos de un salto, pero nos apartaron de golpe. Oí maldecir a Petro.
—¡Pero si fuiste tú quien trajo a ese corredor peludo! –me quejé.
—No sabía que era un fanático de las bigas.
En aquel momento algunos de los guardaespaldas se abalanzaron sobre nosotros. Como ni siquiera estaba seguro de si iban a por Florio o a por Ensambles, me enfrenté a dos de ellos. Sin armadura, aquello no tenía ninguna gracia. Ya había acabado con uno de ellos antes de que Petro se uniera a mí. Allí cerca, Ensambles y Cloris le estaban dando duro. Florio estaba en el suelo y Ensambles lo sujetaba con el pie. Había otros matones que acudieron en su ayuda. Cloris luchaba sin descanso. Aquellos gorilas no tenían ningún remilgo a la hora de atacar a mujeres. Seguían avanzando hacia Cloris; yo la estaba perdiendo de vista. Petro y yo hicimos un gran esfuerzo y liquidamos a nuestros oponentes con unos salvajes golpes de espada.
Cloris no tenía intención de dejarnos participar en su lucha contra Ensambles. Cada vez que daba un golpe soltaba unos agudos gruñidos a causa del esfuerzo. Hasta ese hueso duro de roer que era Ensambles parecía preocupado.
Estaban llegando más esbirros. El carro volvió a virar hacia nosotros y dio la vuelta sobre su eje, cortándoles el paso. El oso saltó, rozándome con una ijada pesada y caliente y abalanzándose sobre uno de los guardaespaldas. Percibí su fétido olor y oí un chillido. El hombre cayó al suelo. Hubo gritos, abucheos y frenéticos gruñidos.
Una voz de mujer pegó un grito y vi caer a Ensambles. Cloris lo acuchilló con fuerza; ése ya estaba listo. Escurriéndose de manera lamentable por debajo de ellos, Florio se libró del grupo y escapó. Los matones estaban luchando contra el oso. Lo superaban en peso y en número. Le dieron patadas y cuchilladas a la criatura, que se defendía ferozmente. Cloris salió corriendo detrás de Florio. Petro y yo salimos de entre toda aquella turba y nos fuimos tras ella.
Cloris y Florio se hallaban ya a medio camino de la puerta del este. Llamaron la atención, de modo que cuando Petro y yo llegamos al centro de la arena unos hombres salieron corriendo para interceptarnos. Yo iba en cabeza, alcé la espada y solté un tremendo grito. Eran demasiados para mí solo, pero estaba peleando como un loco.
—¡Falco! —Petronio se dio cuenta de que estábamos en desventaja.
Casi le corté la cabeza de cuajo al bestia que tenía más cerca mientras él se quedaba ahí con la boca abierta. Aún no sé cómo lo hice. Pero me sentí bien. En mi siguiente arremetida fui a por dos a la vez. En ese punto los esbirros empezaron a dispersarse. Me quedé solo durante un momento, luego percibí que Petronio estaba a mi lado.
Estaban ocurriendo más cosas.
Un traqueteo de cadenas señaló la apertura de la enorme trampilla para los animales en la puerta este. Se abrió de pronto; nuevas figuras salieron a la carrera en medio de un frenético ruido de aullidos caninos.
—¡Cuidado! —me gritó Petro. Si se trataba de sabuesos entrenados para la arena, eran asesinos. Tratamos de escapar hacia el borde de la pista. Algunos de los matones fueron menos afortunados. La jauría cayó sobre ellos, ávida de sangre. Para mi gran asombro, entre los perros vi la menuda y pálida forma de la jovencita a la que rescatamos, Albia, con los ojos desorbitados y animándolos. Corriendo detrás, como un destello azul, apareció mi querida Helena. Tras ella avanzaba pesadamente el perrero, agitando los brazos, resoplando a causa del esfuerzo y protestando de una manera que indicaba que no se había separado de sus perros por voluntad propia. Helena se volvió para reprenderlo, en defensa del secuestro.
Petronio y yo habíamos perdido a Cloris y a Florio en el tumulto. Petro fue el que los vio primero. Casi en la puerta, Florio seguía adelante sin ser consciente de cuán cerca estaba Cloris. Él se creía a salvo. Entonces Cloris le saltó encima por la espalda. Lo oímos soltar un grito ahogado. Cayó al suelo y tragó arena.
Cloris ya se había vuelto a levantar. Sin compasión, tiró de Florio para ponerlo en pie con la espada en su cuello. Estaba furiosa.
—¡Levántate, cabrón!
Un retumbar de truenos perturbó aquella tarde de verano. Daba la impresión de estar más oscuro que nunca.
—Nosotros nos lo llevaremos… —ordenó Petronio mientras los dos nos acercábamos corriendo sin resuello. Él se consideraba un tipo galante, lo cual significaba no supeditarse nunca a las mujeres.
—¡Que te jodan! —gruñó Cloris. Yo me doblé en dos, recuperando el aliento. Habíamos recorrido a toda velocidad casi toda la longitud de la arena después de pelear duro.
—Esa rata es mía. —Petro nunca aprendería. Estaba sudando copiosamente en aquella temperatura sofocante y se pasó el antebrazo por la frente.
—No, lo quiero yo —insistió Cloris.
—¡Hace años que voy tras él!
—¡Y ahora yo lo he capturado! —Cloris retrocedió, arrastrando al gángster como si fuera un saco de cebada. Lívido en sus garras, Florio sí que parecía entonces el fardo estúpido e insignificante de siempre. Unos pantalones de cuero no convierten a un pelele en un semidiós. Podría haberse afeitado la cabeza, pero seguía teniendo la misma personalidad que un trapo mugriento. Tenía tanto miedo que babeaba.
—¿Cómo está tu esposa, Florio? —lo provocó Petronio.
—¡Ésta me la pagaréis, vigiles!
Allí afuera en la arena las gladiadoras estaban ya retozando con los esbirros de Florio. Las espadas brillaban y las mujeres se reían con aspereza. Los caballos enloquecidos corrían a su antojo. Los perros andaban a la caza por todas partes, demostrando que no tenían pedigrí como mastines, sino que eran unos canes britanos callejeros de corazón sencillo, con sarna, pulgas y con mucha afición a divertirse. Clavaban los dientes en la ropa de los bandidos y agitaban la cabeza en el aire, como cuando
Nux
daba tirones a una cuerda jugando.
Helena venía hacia nosotros, alejando a Albia de la zona de peligro. Incluso bajo aquella extraña luz pude ver claramente que a la pequeña rebuscadora de basuras, a la que le brillaban los ojos de excitación, no le hacía ni pizca de gracia la vida en casa del audaz Falco. Entonces vio y reconoció a Florio. Debía de estar en el burdel mientras ella se encontraba prisionera. Debía de haberle hecho algo. Albia se quedó inmóvil y empezó a gritar.
Sus desgarradores chillidos nos sorprendieron a todos. Yo me tapé los oídos un momento. Florio hizo caso omiso de la muchacha. Aprovechando el momento, dio una sacudida y se soltó. Cloris reaccionó al instante, pero él le propinó un brutal puñetazo en la cara y le arrebató la espada. Ella se cortó la muñeca cuando instintivamente trató de recuperarla. Antes de que nadie pudiera detenerlo la había acuchillado en el vientre mediante un furioso golpe circular. Florio, que normalmente dejaba que los demás mataran por él, se tambaleó y pareció asustado.
Con un murmullo de sorpresa, Cloris se desplomó en el suelo. Había sangre por todas partes. Me arrodillé junto a ella y, a tientas, traté de contener la hemorragia, pero Florio la había desgarrado mortalmente y nadie podía volver a empujar el intestino que se desenmarañaba. Era una tarea inútil. Yo seguía allí de rodillas, incrédulo y con ganas de vomitar.