El monje y el venerable (24 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

BOOK: El monje y el venerable
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Los párpados del monje se cerraron. Estaba molido y necesitaba unas horas de sueño.

—Yo te traeré lo que haga falta —constató Forgeaud.

—¡No! —protestó Jean Serval—. Soy el aprendiz. Me corresponde asumir los riesgos.

A Forgeaud le ardía la frente. La herida le punzaba. Agarró a su hermano por los hombros. Le sacaba una buena cabeza.

—Escúchame bien, hermano aprendiz. Aquí y en el más allá vivimos según la Regla. Tú eres aprendiz y yo, segundo vigilante. Estás bajo mi inmediata autoridad. Tú te quedarás aquí y yo saldré ahí fuera. Y no se hable más.

Jean Serval volvió la mirada hacia el venerable. Pero éste último no tenía nada que añadir.

Acababa de caer la noche, mucho más lentamente que de costumbre. La primavera traía el buen tiempo. Jean Serval observaba el patio sin cesar, con el ojo pegado a la abertura. Normalmente, los agentes de las SS hacían el cambio de guardia delante de la caserna. Ningún otro movimiento. En el suelo del barracón se observaba una lima que Forgeaud había sacado del escondite. El monje dormía. Dieter Eckart estaba adormilado, tras dos días de vigilancia ininterrumpida.

—¿Te bastará, como arma?

—Me hará buena falta, venerable maestro —contestó Guy Forgeaud.

—¿Al taller?

—Me las arreglaré para abrir. Cogeré un cordel. Nos conformaremos con eso. Respecto a la tiza, lo intentaré.

—¿Seguro que quieres ir?

Guy Forgeaud tenía miedo. No tenía ni una posibilidad entre mil de lograrlo.

—No, prefiero quedarme. Sería lo más razonable. Pero nosotros no somos gente razonable. Nosotros queremos vivir nuestra iniciación en pleno infierno. Nosotros queremos recrear el plano de la logia; no nos basta con imaginárnoslo. Somos constructores. Por eso iremos a muerte. Yo, el primero. Con todos mis respetos, venerable maestro. Así es.

El venerable y el maestro Guy Forgeaud se dieron el triple abrazo fraternal.

—Vía libre —dijo Serval.

No se vía un solo agente de las SS en el patio. Los focos estaban apagados.

Guy Forgeaud se dirigió hacia la puerta del barracón. Iría reptando hasta el taller. Pero justo cuando se ponía en cuclillas para ponerse boca abajo, una mano se le posó sobre el hombro izquierdo.

Capítulo 24

La poderosa muñeca del monje inmovilizó a Guy Forgeaud.

—¿Mi rosario les es realmente indispensable? —preguntó el benedictino al venerable.

Éste último asintió con la cabeza.

—¿Qué van a hacer con él?

—Ponerlo en el suelo de este barracón y usarlo como símbolo.

Con mucho cuidado, como si manipulara material frágil, el monje se quitó el rosario que le servía de cinturón. En el momento de entregárselo al venerable, titubeó. Separarse de él era como abandonarse a sí mismo, casi como renegar de su fe.

Se reprochó aquella reacción fetichista. El rosario era sólo un objeto, sin más valor que el que se le daba. Agradeció al venerable que le hubiera arrebatado aquella parte profana de su ser.

Cuando vio su rosario en las manos del venerable, el monje experimentó la extraña sensación de entrar en otro mundo. Transmitía una plegaria a un ateo. ¿Cuántos dedos habían hecho rodar aquellas cuentas de ébano, que elevaban pensamientos hacia Dios mediante la simple repetición de un gesto? El rosario había sido el atento testigo de innumerables horas de soledad en celdas austeras iluminadas por la presencia divina. A veces, el monje se preguntaba qué hermano se lo quedaría a su muerte. Y ahora estaba en posesión de un venerable.

¿Por qué accedía a ayudarlo? Si Guy Forgeaud hubiera intentado salir, lo matarían. La logia no habría podido celebrar una «tenida» según la Regla. Pero la Iglesia no habría perdido nada. Pero ¿a qué Iglesia pertenecía un monje benedictino? ¿No se vinculaba, de manera intemporal, a las primeras comunidades en que mano y espíritu eran indisociables? ¿No buscaba construir al hombre como un capataz, con unos materiales llamados fe, plegaria y trabajo?

El venerable parecía incómodo.

—¿Le hace falta alguna cosa más? —inquirió el monje, enojado—. ¿Mi sayal, tal vez?

—Lo necesitaré a usted, padre. Para que participe en nuestra «tenida».

Al monje le pareció haber oído mal.

—Pierde usted la cordura…

—Deje que se lo explique. Todos los hermanos aquí presentes desean vivir esta «tenida». Dieter Eckar y Guy Forgeaud son maestros; así que ellos, y nadie más que ellos, celebrarán simbólicamente los oficios de la logia. Jean Serval es aprendiz y, cuando salgamos de aquí, preparará un trabajo para pasar al grado de compañero.

El monje y el aprendiz intercambiaron una mirada furtiva. Serval, loco de alegría, se acababa de enterar de que le resultaría posible acceder a otros misterios. Nada podía alegrarlo más. Se sintió imbuido de nuevas energías. Sí, iban a salir de aquélla. El monje pensaba en los diez oficios monásticos que regían la vida cotidiana de su comunidad, en la paz del divino obrador. ¿Acaso los masones los habían imitado, o tal vez la propia organización jerárquica había sido transmitida y conservada por sus irreemplazables virtudes?

—Sus secretos no me conciernen, venerable. Yo no necesito ninguna explicación.

—Nuestras «tenidas» deben celebrarse a cubierto —prosiguió François Branier, sin hacerle caso—. En un lugar como éste, necesitamos un retejador exterior, un oficial encargado de velar por la seguridad de nuestros trabajos. Él se queda en el exterior de la logia y previene a sus hermanos cuando descubre un peligro. Le pido que realice esta función, padre. No asistirá a nuestros misterios; pero permitirá que se desarrollen con total serenidad.

El monje, sofocado, olvidó su sufrimiento. Sabía que el venerable era un personaje temible desde el primer instante en que lo conoció; ahora bien, de ahí a proponerle que se convirtiera en masón…

—Creo haber hecho todo lo posible —contestó el benedictino—. Me pide demasiado.

—No me lo parece —insistió el venerable—. Esta «tenida» es vital para nosotros. El Gran Arquitecto se lo agradecerá.

El monje refunfuñó. El venerable lo sometía a una dura prueba. Se aprovechaba de su agotamiento, sin darle tiempo a recobrar el aliento.

—Le aseguro, padre, que nuestra «tenida» no contiene nada que pueda ofender a su Dios.

Los hermanos esperaban la respuesta del monje. Si uno de ellos se viera obligado a hacer de retejador exterior, no podría asistir a los trabajos. Y ése sería el más insoportable de los sacrificios. La cadena de unión sólo se completaría si el monje aceptaba la proposición del venerable.

El benedictino tomó asiento. La cabeza le daba vueltas. Tenía hambre; en cambio, su fatiga se atenuaba. Los golpes no habían mermado su energía vital. ¿Y si, al otro lado de la puerta de aquel siniestro barracón, estuviera el parque de la abadía de Saint Wandrille, con sus árboles y el gorjeo de sus pájaros? ¿Y si bastara con traspasar aquella frontera para regresar al paraíso terrenal?

Saint Wandrille estaba vacío. Ya no había más monjes en el monasterio. La guerra también había llegado hasta allí. Sus altos muros ya sólo albergaban la ausencia. El último paraíso era aquel barracón lleno de masones que todavía creían en lo sagrado. Aunque se equivocaran, aunque celebraran ritos paganos, olvidaban el horror y mantenían la esperanza.

—¿Y qué tendría que hacer? —quiso saber el monje, con la mirada perdida.

Los hermanos de «Conocimiento» rodearon al venerable.

—Nada más que mirar al exterior por la abertura que hemos hecho en la pared y prevenirnos si algún agente de las SS viene hacia nuestro barracón. Su ayuda es inestimable, padre.

—Dense prisa —instó el monje, mientras se disponía a ocupar su puesto.

Finalmente oficiaba de retejador exterior. El venerable y los otros tres supervivientes de la logia hicieron los gestos necesarios para construir el templo. El venerable se situó en el Oriente, Dieter Eckart a su derecha y Guy Forgeaud a su izquierda. Jean Serval se colocó en la columna de septentrión.

Guy Forgeaud destapó el escondite, y de allí sacó un martillo que entregó al venerable. Éste último dio un golpe en la pared del fondo.

—Que cada uno ocupe su lugar, hermanos.

Con esta simple frase, el mundo se volvía a poner del derecho. Cada hermano aceptaba su justo lugar en un universo sin tacha.

—Hermanos míos —prosiguió el venerable—, nuestra Regla nos exige que nos aprendamos nuestros rituales de memoria. Debemos recrearlos continuamente. Para sacralizar este lugar y abrir la logia, os pido que invoquéis conmigo al Gran Arquitecto del Universo. Ordenémonos, hermanos.

El venerable colocó el mallete improvisado a la altura del corazón. Eckart y Forgeaud hicieron lo propio. El aprendiz se puso la mano derecha en la garganta.

El monje sólo veía la noche. El patio estaba casi sumido en la oscuridad. En el interior del barracón, los hermanos apenas se distinguían. El benedictino estaba furioso. Furioso con el venerable, porque éste último había olvidado precisar que, si no veía nada, escuchara con atención; furioso consigo mismo por no haberlo captado a tiempo.

—Hermano primer vigilante, ¿qué se necesita para que una logia sea justa? —preguntó el venerable.

—Que esté iluminada —contestó Dieter Eckart.

—Y que él también lo esté.

Guy Forgeaud colocó tres velas en el suelo.

—Que la Sabiduría cree —dijo el venerable—, que se exprese y se materialice.

Guy Forgeaud rascó una cerilla y encendió con ella las mechas de las velas. A partir de entonces, tres estrellas brillaban en el firmamento del barracón rojo convertido en templo.

—Que los tres grandes luceros se revelen —ordenó el venerable.

Dieter Eckart echó mano de las herramientas que Guy Forgeaud había traído. Sobre la regla metálica, puso escuadra y compás, representados por las llaves inglesas.

—Que el hermano aprendiz trace el plano de la logia.

Jean Serval se adelantó, para situarse en el centro del triángulo formado por el venerable y los dos maestros. Simbólicamente, sólo el venerable podía realizar el acto de creación consistente en dar a conocer los símbolos. Por designación, esta tarea podía competer a un aprendiz. Así, la energía circulaba desde el maestro de la logia hasta el más humilde de sus miembros.

Jean Serval palideció. ¿Con qué iba a trazar el plano? Creyó que, arrastrados por el salvaje deseo de vivir su ritual, los hermanos habían descuidado ese detalle. Pasó el rosario del monje a Dieter Eckart, quien a su vez lo entregó al aprendiz. Serval colocó el objeto en el suelo, para completar un rectángulo. Ésta era la forma adoptada por la cuerda de agrimensor con sus nudos de apoyo, que delimitaba el espacio sagrado en el interior del cual se desplegaban las figuras mágicas.

El venerable inclinó la cabeza, queriendo decir al aprendiz que había hecho un buen trabajo y que ya podía volver a ocupar su lugar. El rosario del monje serviría, por sí solo, como plano de logia.

Jean Serval tuvo un movimiento impulsivo. Había que hacer lo posible por celebrar aquella «tenida» excepcional. Y él, con gesto violento, se apoderó de la lima que Guy Forgeaud había dejado tirada. Aunque temía el dolor físico, se raspó la piel del antebrazo izquierdo hasta sangrar. Tuvo que apartar la mirada, pero finalmente logró embadurnar el índice de la mano derecha en su propia sangre, luego se arrodilló y trazó los símbolos sobre los listones de madera usados.

Empezó con el triángulo, la primera forma geométrica posible. A septentrión, dibujó un sol con un punto en el centro y, a mediodía, una luna creciente. Después, las tres ventanas, el pavimento de mosaico a cuadros blancos y negros, el mallete y el cincel, la perpendicular, el nivel, las dos columnas, la piedra bruta y la piedra cúbica, la puerta del templo.

El aprendiz se levantó. La madera ya había absorbido su sangre.

—En honor del Gran Arquitecto del Universo —dijo el venerable—, declaro abiertos los trabajos de la logia. Hermanos míos, formemos la cadena de unión.

Los tres maestros y el aprendiz entrelazaron sus manos, y así reconstruyeron al hombre en su unidad. Mientras ellos saboreaban la plenitud de aquel momento, la puerta del barracón se abrió bruscamente.

Helmut, el ayudante de campo del difunto comandante, estaba de pie en el umbral.

Capítulo 25

El monje los había traicionado. Al ver que el de las SS venía hacia el barracón, no los había alertado. Tal vez le había hecho una señal al principio de la «tenida» para que los masones fueran sorprendidos en plena actividad.

—Rompamos la cadena, hermanos —ordenó el venerable.

Las manos se separaron, pero no los espíritus. El plano de la logia seguía visible. El monje se dio la vuelta y abandonó su puesto de observación. Tenía el rostro pétreo. En sus ojos, el venerable leyó sufrimiento y pesar.

El ayudante de campo entró y, acto seguido, cerró la puerta del barracón. François Branier se sentía humillado. El monje era casi un hermano para él. Se había equivocado al depositar en él toda su confianza. La logia iba a pagar muy caro su error.

Abrumado, no comprendió el gesto del monje. Pese a las heridas, el benedictino se levantó bruscamente, se abalanzó sobre el de las SS y le apretó la garganta hasta estrangularlo.

—¡No! —gritó el ayudante de campo—. ¡Soy uno de los vuestros! ¡Soy un hermano!

El monje titubeó por un momento y dejó de apretar. Eckart, Forgeaud y Serval, pasmados, esperaban la decisión del venerable. Estaban en plena sesión masónica. Nadie podía tomar la palabra por su cuenta.

—Si eres un hermano —dijo François Branier en alemán—, dame la contraseña de aprendiz.

El ayudante de campo miró fijamente al venerable. Los labios apenas se movieron. No articuló palabra.

Furioso por no haber cumplido su misión, el monje no quería dejar que nadie más se encargara de mandar al de las SS al infierno. Como no conocía la contraseña, estaba condenado.

—Déjelo, padre —exigió el venerable.

El monje cedió, sorprendido. El de las SS avanzó un paso hacia la escuadra y luego se detuvo, con los ojos clavados en el plano de la logia, trazado con la sangre del aprendiz. Dio dos pasos más y trazó con la mano derecha el símbolo de la orden.

—Venerable maestro —declaró—, soy el último superviviente de una logia de Berlín cuyos miembros han sido ejecutados o deportados. Al igual que ellos, creí en Hitler. He formado parte de la sociedad Thule, en la que había otros masones. Esto es lo que me ha salvado. Pero acabaron identificándome y, ahora, cada día espero ser detenido.

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