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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (10 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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Por consiguiente, parece plausible considerar la cópula de frente como fundamental de nuestra especie. Existen, desde luego, numerosas variaciones que no excluyen el elemento frontal: el varón encima, la mujer encima, de lado, agachados, de pie, etcétera; pero el sistema más eficaz y corrientemente empleado es el de la posición horizontal, con el varón encima de la hembra. Los investigadores americanos han calculado que, entre sus compatriotas, el 70 por ciento de la gente emplea únicamente esta posición. Incluso los que varían sus posturas siguen empleando la posición fundamental durante casi todo el tiempo. Menos de un diez por ciento adoptan posiciones para la introducción por detrás. En un estudio masivo y cultural que abarcó casi doscientas sociedades diferentes y desparramadas por todo el mundo, se llegó a la conclusión de que la cópula mediante la introducción del miembro por detrás no era práctica corriente en ninguna de las comunidades estudiadas.

Si damos este hecho por sentado, podemos terminar esta ligera digresión y volver a la cuestión original sobre la autoimitación sexual. Si la hembra de nuestra especie tenía que atraer eficazmente la atención del macho sobre su parte frontal, la evolución tenía que hacer algo para que la región frontal resultara más estimulante. Debió de haber un tiempo, en época de nuestros remotos antepasados, en que se empleó la aproximación por detrás. Supongamos que hubiésemos llegado a la fase en que la hembra incitaba sexualmente al macho desde atrás, con un par de carnosas nalgas hemisféricas (que, digámoslo de paso, no se encuentran en ninguna otra especie de primates) y con un par de brillantes labios genitales. Supongamos que el macho hubiese adquirido una fuerte sensibilidad sexual para responder a estas señales específicas. Supongamos que, llegada a este punto de su evolución, la especie se volviese cada vez más vertical y orientada de frente en sus contactos sociales. En esta situación, cabría esperar que encontrásemos alguna especie de autoimitación frontal del tipo que hemos visto en el mandril. Si observamos las regiones frontales de la hembra de nuestra especie, ¿podremos descubrir alguna estructura que sea posible remedo de la antigua exhibición genital de las nalgas hemisféricas y de los rojos labios? La respuesta aparece con la misma claridad que el propio pecho de la hembra. Los senos protuberantes y hemisféricos de la hembra son, seguramente, copia de las carnosas nalgas, y los vivos y definidos labios rojos de la boca deben de ser una réplica de los de la vulva. (Conviene recordar que, durante la excitación sexual intensa, tanto los labios de la boca como los labios genitales se hinchan y adquieren un color más intenso, de modo que no sólo se parecen, sino que cambian también de igual manera con la excitación sexual. Si el macho de nuestra especie estaba ya obligado a responder sexualmente a estas señales cuando procedían de la parte posterior de la región genital, tenía que forjarse una nueva susceptibilidad en su presencia, siempre que se reprodujesen en la parte frontal del cuerpo de la hembra. Y esto es lo que al parecer ocurrió, precisamente, al adoptar las hembras el duplicado de sus nalgas y labios genitales en el pecho y boca, respecticamente. (Inmediatamente pensamos dejar esto para más adelante, cuando tratemos de las técnicas sexuales especiales de la civilización moderna.)

Además de las importantísimas señales visuales, cierto estímulo olfativo desempeña también un papel sexual. Nuestro sentido del olfato se redujo considerablemente durante la evolución, pero durante las actividades sexuales es más eficaz y más operante de lo que normalmente pensamos. Sabemos que existen diferencias sexuales en los olores del cuerpo, y alguien ha sugerido que parte del proceso de formación de la pareja —enamoramiento— involucra una especie de impresión olfativa, una fijación sobre el olor individual específico del cuerpo del compañero. Con esto se relaciona el intrigante descubrimiento de que, en la pubertad, se produce un marcado cambio en las preferencias olfativas. Antes de la pubertad, existe una marcada predilección por los olores dulces y la fruta; en cambio, con la llegada de la madurez sexual, esta reacción se extingue y se desvía fuertemente en favor de los olores a flores, a aceite o a almizcle. Esto se aplica a ambos sexos, pero la reacción al olor almizcleño es más fuerte en el macho que en la hembra. Se sostiene que, en nuestra edad adulta, podemos detectar la presencia de almizcle incluso cuando éste está diluido a razón de una parte por ocho millones de partes de aire, y es significativo que este sustancia desempeña un papel dominante en el rastro oloroso de muchas especies de mamíferos, producido por glándulas especiales. Aunque nosotros no poseemos grandes glándulas segregadoras de olor, tenemos un gran número de glándulas pequeñas: las glándulas apocrinas. Son parecidas a las glándulas sudoríparas corrientes, pero sus reacciones poseen una proporción más alta de materia sólida. Existen en numerosas partes del cuerpo, pero se hallan particularmente concentradas en las regiones genitales y en las axilas. Los mechones de vello localizados en estas zonas funcionan, indudablemente, para mitigar el olor. Se ha sostenido que la segregación de olor en estas zonas aumenta durante la excitación sexual, pero aún no se ha hecho ningún análisis detallado de este fenómeno. Sin embargo, sabemos que la hembra de nuestra especie posee un 75 por ciento de glándulas apocrinas más que el macho, y es interesante recordar que en los encuentros sexuales de los mamíferos inferiores el macho huele a la hembra más que ésta a aquél.

La localización de nuestras zonas especiales segregadoras de olor parece ser otra adaptación más de nuestra aproximación frontal en los contactos sexuales. Esto no se sale de lo corriente en el centro genital, es una condición que tenemos en común con muchos otros mamíferos; en cambio, la concentración en las axilas es una característica mucho más peculiar. Parece ser debido a la tendencia general de nuestra especie a añadir nuevos centros de estímulo sexual en la parte anterior del cuerpo, en la relación con el incremento de los contactos sexuales cara a cara. En este caso particular, daría por resultado una mayor aproximación de la nariz del compañero a una importante zona segregadora de olor, durante la mayor parte de las actividades precopulativa y copulativa.

Hasta aquí, hemos estudiado las maneras en que ha sido mejorado y fomentado el comportamiento de nuestra especie en relación con el apetito sexual, a fin de que los contactos entre los miembros de la pareja hayan sido cada vez más remuneradores, fortaleciendo y manteniendo, por ende, su lazo afectivo, que ha requerido también ciertos perfeccionamientos. Consideremos un instante el sistema de los antiguos primates. Los machos adultos son sexualmente activos en todo momento, salvo cuando acaban de eyacular. El orgasmo consumativo es valioso para ellos, porque el consiguiente alivio de la tensión sexual aplaca sus impulsos sexuales durante el tiempo necesario para que su depósito de esperma vuelva a llenarse. Por otra parte, las hembras sólo son sexualmente activas durante un limitado período, centrado alrededor de su tiempo de ovulación. Durante este período, están dispuestas a recibir a los machos en todo momento. Cuantas más cópulas realicen, tanto mayor será su seguridad de conseguir una fertilización positiva. Para ellas, no hay hartazgo sexual, no hay clímax copulatorio que satisfaga y aplaque sus apremios sexuales. Mientras están en celo, no tienen tiempo para perder, deben seguir adelante a toda costa. Si experimentasen orgasmos intensos, perderían un tiempo valioso de apareamiento. Al terminar la cópula, cuando el macho eyacula y desmonta, la mona da muy pocas señales de trastorno emocional y suele marcharse como si nada hubiera pasado.

En nuestra especie, con sus parejas ligadas, la situación es completamente distinta. En primer lugar, como hay un solo macho afectado, no sería particularmente ventajoso que la hembra siguiese reaccionando sexualmente en el momento en que aquél queda sexualmente agotado. Por consiguiente, nada se opone a la existencia de un orgasmo femenino. En cambio, hay dos circunstancias que lo favorecen. Una de ellas es la enorme compensación que aporta al acto de cooperación sexual con el compañero. Como todos los otros mejoramientos de la sexualidad, contribuye a fortalecer el vínculo entre la pareja y mantener la unidad de la familia. La otra circunstancia es que aumenta considerablemente las probabilidades de fertilización. Esto se produce de una manera bastante especial, que afecta únicamente a nuestra peculiar especie. Para comprenderlo, debemos observar, una vez más, a nuestros parientes primates. Cuando una mona ha sido inseminada por el macho, puede alejarse sin temor a perder el fluido seminal, depositado en el fondo de su conducto vaginal. Por algo anda a cuatro patas. El ángulo de su conducto vaginal es, aproximadamente, horizontal. Si la hembra de nuestra especie se conmoviese tan poco por la experiencia de la cópula que fuese capaz de levantarse y marcharse inmediatamente después, la situación del conducto vaginal, durante la locomoción corriente, es casi vertical. Bajo la simple influencia de la gravedad, el fluido seminal bajaría por el conducto, perdiéndose en gran parte. La reacción que tiende a mantener a la hembra en posición horizontal, cuando el macho eyacula y cesa la cópula, constituye, pues, una gran ventaja. La violenta respuesta del orgasmo femenino, que deja a la hembra sexualmente saciada y exhausta, produce precisamente este efecto. Por tanto, es doblemente valiosa.

El hecho de que el orgasmo femenino de nuestra especie es único entre los primates, combinado con la circunstancia de que fisiológicamente es casi idéntico al del macho, sugiere que es quizás, en sentido evolucionista, una respuesta «seudomasculina». En la constitución del macho y de la hembra existen propiedades latentes que pertenecen al sexo contrario. Gracias al estudio comparativo de otros grupos de animales, sabemos que la evolución puede, en caso de necesidad, despertar una de estas cualidades latentes y traerla a primer plano (en realidad, el sexo «equivocado».) En este caso particular, sabemos que la hembra en nuestra especie ha desarrollado una sensibilidad especial al estímulo sexual del clítoris. Si recordamos que este órgano es el equivalente femenino, o la contrapartida, del pene masculino, esto parece indicar la circunstancia de que, al menos en su origen, el orgasmo femenino es un fenómeno tomado prestado del macho.

Esto puede explicar también por qué el varón tiene el pene más grande de todos los primates. No sólo es extraordinariamente largo cuando se halla en pleno estado de erección, sino que es también muy grueso en comparación con los penes de otras especies. (El del chimpancé es un simple espigón en comparación con él.) Este abultamiento del pene hace que los órganos genitales externos de la hembra estén sometidos a mayor presión durante la realización de los movimientos pelvianos. A cada empujón del pene, la región del clítoris es comprimida hacia abajo, y seguidamente, a cada retroceso, vuelve a surgir. Añádase a esto la presión rítmica ejercida sobre la región del clítoris por la región pubiana del macho que copula frontalmente, y se obtendrá un reiterado masaje del clítoris que —si se tratara de un macho— equivaldría a una masturbación.

Todo esto puede resumirse diciendo que, tanto por lo que se refiere al comportamiento estimulante como al copulativo, se ha hecho todo lo posible para aumentar la sexualidad del mono desnudo y asegurar la adecuada evolución del básico sistema de formación de la pareja en un grupo de mamíferos, sistema virtualmente desconocido en las demás especies. Pero las dificultades acarreadas por la introducción de esta nueva pareja de monos desnudos, venturosamente juntos y ayudándonos mutuamente en la crianza de los hijos, todo parece marchar por buen camino. Pero los hijos crecen y alcanzan pronto la pubertad. ¿Qué pasa entonces? Si las antiguas normas de los primates no se modifican, el macho adulto no tarda en expulsar a los jóvenes y aparearse con las jóvenes hembras. Estas se convierten entonces en parte de la unidad familiar, como hembras adicionales de cría al lado de su madre, y volvemos a encontrarnos en el punto de partida. Por otra parte, si los jóvenes machos son relegados a un estado inferior, en el borde de la sociedad, como ocurre en muchas especies de primates, la naturaleza cooperadora del grupo cazador constituido por todos los machos resultará perjudicada.

Resulta evidente que se requiere, aquí, alguna modificación adicional del sistema de crianza, una especie de exogamia. Para que sobreviva el sistema de vinculación por parejas, tanto las hijas como los hijos tienen que encontrar su complemento propio. Esto no es una exigencia fuera de lo corriente en las especies que forman parejas, y los mamíferos inferiores nos dan muchos ejemplos de ello; pero la naturaleza social de la mayoría de los primates hace que la cosa sea más difícil. En la mayoría de las especies que forman parejas, la familia se divide y se dispersa cuando crecen los jóvenes. Debido a su comportamiento social cooperativo, el mono desnudo no puede permitirse el lujo de desparramarse de esta suerte. El problema es, pues, más acuciante, pero, en el fondo, se resuelve de la misma manera. Como ocurre en todos los animales que forman parejas, los padres tienen un mutuo sentimiento de posesión. La madre «posee» sexualmente al padre, y viceversa. En cuanto los retoños, al llegar a la pubertad, empiezan a mostrar señales sexuales, se convierten en rivales sexuales: los hijos, del padre, y las hijas, de la madre. Se producirá una tendencia a apartarlos a ambos. Los hijos empezarán también a sentir la necesidad de un «territorio» hogareño propio. Los propios padres experimentaron, evidentemente, esta necesidad, al crear antes que nada un hogar familiar, y lo que pasará ahora no será más que una repetición. El hogar-base, dominado y «poseído» por la madre y el padre, no tendrá las condiciones adecuadas. Tanto el propio lugar como los individuos que viven en él llevarán una pesada carga de señales paternas, tanto primarias como asociativas. El adolescente rechazará esto automáticamente y sentirá la necesidad de establecer una nueva base para la cría. Esto es típico de los jóvenes carnívoros territoriales, pero no de los jóvenes primates, y constituye otro cambio fundamental de comportamiento que se exigirá al mono desnudo.

Es quizás una desgracia que este fenómeno de la exogamia haya sido a menudo considerado como indicador de un «tabú incestuoso». Ello sugiere inmediatamente que se trata de una restricción relativamente reciente y culturalmente controlada; pero, biológicamente, debió de desarrollarse en una fase mucho más remota; de lo contrario, el típico sistema de cría de la especie no habría salido jamás del antiguo marco de los primates.

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