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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (31 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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Teniendo en cuenta esto, resulta difícil admitir que la serpiente sea únicamente un fuerte símbolo sexual. Parece más probable que nos hallemos ante una aversión innata en nuestra especie contra las formas reptantes. Esto explicaría, no sólo la precocidad de la reacción, sino también el alto grado ésta. Si la comparamos con el de los otros odios y amores por los animales. También concordaría con lo que sabemos de nuestros más próximos parientes vivos: chimpancés, gorilas y orangutanes. Estos animales muestran también un miedo enorme a las serpientes, y su miedo es igualmente precoz. No se aprecia en los monos muy jóvenes, pero se pone plenamente de manifiesto cuando tienen unos pocos años de edad y han llegado a la fase en que empiezan a abandonar el refugio del cuerpo de la madre. Para ellos, esta reacción de aversión tiene evidente importancia para la supervivencia, y habría beneficiado también en gran manera a nuestros remotos antepasados. Contrariamente a esto, se ha sostenido que la reacción contra la serpiente no es innata, sino, simplemente, un fenómeno cultural derivado del aprendizaje individual. Se dice que los jóvenes chimpancés, criados en condiciones de anormal aislamiento, no experimentan reacciones de miedo cuando ven por primera vez una serpiente. Pero estos experimentos son poco convincentes. En algunos casos, los chimpancés eran demasiado jóvenes cuando se les sometió a la primera prueba. Es muy posible que, si se les hubiese probado unos años más tarde, se habría producido la reacción. Por otra parte, los efectos del aislamiento pudieron ser tan graves que llegasen a producir una virtual deficiencia mental en los animales en cuestión. Tales experimentos se apoyan en un error fundamental sobre la naturaleza de las reacciones innatas, que no maduran como dentro de una cápsula, independientemente del medio exterior. Deberían considerarse, más bien, como susceptibilidades innatas. En el caso de la reacción de la serpiente, puede ser necesario que el joven chimpancé, o el niño, conozcan, en los primeros tiempos de su vida, cierta cantidad de objetos temibles diferentes y aprendan a reaccionar negativamente a ellos. Entonces, el elemento innato, en el caso de la serpiente, se manifestaría en forma de una reacción a este estímulo mucho más masiva que frente a los otros. El miedo a la serpiente sería desproporcionado en relación con los otros miedos, y esta desproporción sería el factor innato. Es difícil explicar de otra manera el terror que sienten los jóvenes chimpancés normales a la vista de una serpiente, y el odio que por ésta siente nuestra propia especie.

La reacción de los niños frente a las arañas sigue un rumbo completamente distinto. Aquí se presenta una marcada diferencia según los sexos. En los chicos, el odio a las arañas va en aumento desde los cuatro a los catorce años, pero es poco intenso. El grado de reacción es el mismo en las niñas hasta la edad de la pubertad, pero después experimenta un dramático aumento, hasta el punto de que, a los catorce años, es el doble del de los chicos. Parece que tenemos que habérnoslas con un importante factor simbólico. Desde el punto de vista de la evolución, las arañas venenosas son tan peligrosas para los machos como para las hembras. Es posible que exista, en ambos sexos, una reacción innata contra estas criaturas, pero esto no puede explicar el salto espectacular en el odio a las arañas que acompaña a la pubertad femenina. La única clave que tenemos es la reiteración con que las hembras se refieren a las arañas como cosas feas y peludas. Sabido es que, con la pubertad, empiezan a poblarse de vello algunas zonas del cuerpo, tanto en los chicos como en las muchachas. A los ojos infantiles, el vello del cuerpo debe aparecer como una característica esencialmente masculina. Por consiguiente, el crecimiento de vello en el cuerpo de la niña debe de adquirir, para ésta, un significado mucho más turbador (inconsciente) que en el caso del muchacho. Las largas patas de la araña son más parecidas a pelos y más ostensibles que las de los otros animalitos, como las moscas, y pueden constituir un símbolo ideal a este respecto. Estos son, pues, los amores y los odios que sentimos al encontrar o al contemplar otras especies. Combinados con nuestros intereses económicos, científicos y estéticos, producen un embrollo interespecífico singularmente complejo, que varía a medida que aumenta nuestra edad. Podemos resumir esta cuestión diciendo que existen «siete edades» de reactividad interespecífica. La primera edad es la
fase infantil
, durante la cual dependemos completamente de nuestros padres y reaccionamos fuertemente a los animales muy grandes, que empleamos como símbolos paternos. La segunda es la
fase infantil-parental
, en la que empezamos a competir con nuestros padres y reaccionamos vigorosamente al estímulo de los animales pequeños, que empleamos como hijos-sustitutos. Es la edad en que nos gustan los animalitos falderos. La tercera es la
fase objetiva preadulta
, período en que el interés de la exploración, tanto científica como estética, domina a lo simbólico. Es la época de la caza de insectos, del microscopio, de las peceras y de las colecciones de mariposas. La cuarta es la
fase adulta joven
. Llegados a este punto, los animales más importantes son los del sexo opuesto de nuestra misma especie. Las otras especies pierden terreno, salvo en campos puramente comerciales o económicos. La quinta es la
fase adulta parental
, en la que vuelven a intervenir en nuestra vida los animales simbólicos, pero como favoritos de nuestros hijos. La sexta edad es la
fase posparental
, en la cual perdemos a nuestros hijos y podemos volcarnos de nuevo en los animales, como sustitutos de aquellos. (Naturalmente, en el caso de los adultos sin hijos, el empleo de los animales como sustitutos puede empezar más pronto.) Y llegamos, por último, a la séptima edad, a la
fase senil
, que se caracteriza por un aguzado interés en la defensa y conservación de los animales. En esta fase, el interés se centra en aquellas especies en peligro de extinción. Poco importa si, desde otros puntos de vista, son atractivas o repulsivas, útiles o inútiles; la cuestión es que sus miembros sean pocos y que vayan disminuyendo. Por ejemplo, el rinoceronte y el gorila, cada vez más raros y que tanta repulsión provocan en los niños, se convierten en centro de interés en esta fase. Tienen que ser «salvados». Salta a la vista la ecuación simbólica ahí involucrada: el individuo senil está, a su vez, a punto de extinguirse personalmente, y por esto emplea a animales raros como símbolos de su propia e inminente sentencia. Su preocupación emocional por salvarlos de la extinción refleja su deseo de prolongar su propia supervivencia.

Durante los últimos tiempos, el interés por la conservación de los animales se ha extendido, hasta cierto punto, a los grupos más jóvenes, al parecer como consecuencia del desarrollo de armas nucleares de inmensa potencia. Su enorme poder destructor nos amenaza a todos con el exterminio inmediato, sea cual fuera nuestra edad, y por esto sentimos todos la necesidad emocional de animales que puedan servirnos de símbolo de supervivencia.

No hay que interpretar esta observación en el sentido de que es la única razón de la conservación de la vida salvaje. Existen, además, motivos científicos y estéticos perfectamente válidos, que nos impulsan a prestar ayuda a las especies más desafortunadas. Si hemos de seguir disfrutando de las ricas complejidades del mundo animal y empleando los animales salvajes como objetos de exploración científica y estética, debemos tenderles una mano protectora. Si permitimos que se extingan, habremos simplificado nuestro medio de la manera más infortunada. Dado nuestro carácter intensamente explorador, no podemos perder una fuente tan valiosa de material.

Los factores económicos son también mencionados, de vez en cuando, al discutir los problemas de la conservación. Se señala que la protección inteligente y el fomento controlado de las especies salvajes pueden servir de ayuda a las poblaciones carentes de proteínas de ciertas regiones del mundo. Pero, aunque esto es perfectamente cierto a corto plazo, el futuro remoto es mucho más sombrío. Si nuestra población sigue creciendo al espantoso ritmo actual, llegará un momento en que habremos de elegir entre ellos y nosotros. Por valiosos que sean para nosotros, simbólica, científica o estéticamente, el aspecto económico de la situación se volverá contra ellos. La cruda verdad es que, cuando la densidad de nuestra especie alcance determinado grado, no sobrará espacio para los otros animales. Desgraciadamente, el argumento de que éstos constituyen un venero esencial de alimentos, no resiste un examen concienzudo. Es más práctico comer directamente vegetales que convertir éstos en carne animal y comernos después los animales. Y, al aumentar la demanda de espacio vital, tendremos que tomar medidas aún más severas y nos veremos obligados a sintetizar nuestros alimentos. A menos que podamos colonizar otros planetas en gran escala, o que limitemos seriamente el aumento de población, no tendremos más remedio que eliminar, en un futuro no muy lejano, todas las otras formas de vida sobre la Tierra.

Si esto les parece demasiado dramático, observen las cifras concernientes al caso. Al terminarse el siglo XVII, la población mundial de monos desnudos era sólo de 500 millones. Actualmente ha alcanzado los 3.000 millones. Cada veinticuatro horas, aumenta en unos 150.000. (Las autoridades de emigración interplanetaria verán en esta cifra un reto aterrador.) Si la población sigue creciendo al mismo ritmo —cosa que no es probable—, dentro de 260 años habrá una masa bullidora de 400.000 millones de monos desnudos sobre la faz de la Tierra. Esto equivale a una cifra de 11.000 individuos por cada milla cuadrada de superficie terrestre. Dicho en otras palabras, la densidad que observamos hoy en nuestras ciudades importantes sería la de todos los rincones del Globo. Las consecuencias que esto tendría para todas las demás formas de vida es evidente. Pero el efecto que tendría sobre nuestro propia especie es igualmente aterrador.

Pero no pensemos más en esta pesadilla, la posibilidad de que llegue a convertirse en realidad es muy remota. Como se ha hecho resaltar a lo largo de este libro, seguimos siendo, a pesar de nuestros grandes adelantos tecnológicos, un simple fenómeno biológico. Por muy grandiosas que sean nuestras ideas y por muy orgullosos que nos sintamos de ellas, seguimos siendo humildes animales, sometidos a todas las leyes básicas del comportamiento animal. Mucho antes de que nuestra población alcance los niveles que se dejan apuntados, habremos quebrantado un número tan grande de las normas que rigen nuestra naturaleza biológica, que nos habremos derrumbado como especie dominante. Tendemos a dejarnos llevar a la extraña ilusión de que esto no ocurrirá jamás, de que hay en nosotros algo especial que nos sitúa por encima del control biológico. Pero no es así. Muchas especies interesantes se han extinguido en el pasado, y nosotros no constituimos la excepción. Más pronto o más tarde, nos iremos y dejaremos nuestro sitio a algo distinto. Si queremos que esto tarde en ocurrir, debemos estudiarnos a fondo como ejemplares biológicos, y darnos cuenta de nuestras limitaciones. Por esto he escrito este libro y por esto he insultado a nuestra especie, dándole el nombre de monos desnudos, en vez del más corriente que solemos emplear. Esto nos ayudará a conservar el sentido de la proporción y nos obligará a considerar lo que sucede debajo de la superficie de nuestras vidas. Pero quizá llevado por el entusiasmo, he exagerado mi tesis. Habría podido cantar muchas alabanzas y describir magníficas hazañas. Al omitirlas, he dado, inevitablemente, una versión parcial del caso. Somos una especie extraordinaria, y no pretendo negarlo ni menospreciarla. Pero esto se ha dicho ya muchas veces. Cuando arrojamos la moneda al aire, parece caer siempre de cara, y pensé que ya era hora de que le diésemos la vuelta para ver lo que hay en la cruz. Desgraciadamente, y debido a nuestro poderío y a nuestros éxitos en comparación con otros animales, la contemplación de nuestro humilde origen nos parece bastante desagradable; no espero, pues, que me den las gracias por lo que he hecho. Nuestra ascensión a la cima parece una historia de enriquecimiento rápido, y como todos los nuevos ricos, nos mostramos muy remilgados en lo tocante a nuestro pasado.

Algunos optimistas opinan que, dado el alto nivel de inteligencia que hemos alcanzado y nuestras grandes dotes de invención, seremos capaces de resolver favorablemente cualquier situación; que somos tan dúctiles que podemos amoldar nuestra vida a las nuevas exigencias de nuestro veloz desarrollo como especie; que, cuando llegue el momento, sabremos solventar los problemas de la superpoblación, de la tensión, de la pérdida de nuestra intimidad y de nuestra independencia de acción; que reharemos nuestras normas de comportamiento y viviremos como hormigas gigantes; que controlaremos nuestros sentimientos agresivos y territoriales, nuestros impulsos sexuales y nuestras tendencias parentales; que si hemos de convertirnos en monos diminutos, lograremos hacerlo; que nuestra inteligencia puede dominar todos nuestros básicos impulsos biológicos. Yo presumo que todo esto son monsergas. Nuestra cruda naturaleza animal no lo permitirá nunca. Desde luego, somos flexibles. Desde luego, observamos un comportamiento oportunista; pero la forma que puede tomar nuestro oportunismo está severamente limitada. Al hacer hincapié en nuestros rasgos biológicos, he pretendido demostrar en este libro la naturaleza de estas restricciones. Si las conocemos claramente y nos sometemos a ellas, nuestras probabilidades de supervivencia serán mucho mayores. Esto no implica un ingenuo «retorno a la Naturaleza». Significa, únicamente, que deberíamos adaptar nuestros inteligentes adelantos oportunistas a nuestras existencias básicas de comportamiento. Debemos mejorar en calidad, más que en simple cantidad. Si lo hacemos así, podremos seguir progresando tecnológicamente, de manera impresionante y dramática, sin negar nuestra herencia evolutiva. Si no lo hacemos, nuestros impulsos biológicos reprimidos se irán hinchando más y más hasta reventar los diques, y toda nuestra complicada existencia será barrida por la riada.

1) Copa.

2) Frugívoros.

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