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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (24 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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Antes de embarcarnos en esta digresión religiosa, estudiemos únicamente un aspecto de la organización de la agresividad en nuestra especie; a saber, la defensa colectiva de un territorio. Pero, como dije al principio de este capítulo, el mono desnudo es un animal con tres distintas formas sociales de agresión, y ahora debemos estudiar las otras dos. Son la defensa territorial de la unidad familiar dentro del grupo-unidad mayor, y la conservación personal e individual de las posiciones jerárquicas.

La defensa espacial del hogar de la unidad familiar nos ha acompañado a lo largo de todos nuestros grandes progresos arquitectónicos. Incluso nuestros mayores edificios, cuando se destinan a viviendas, se dividen siempre en unidades parecidas, una por familia. La «división del trabajo» arquitectónico ha sido escasa o nula. Ni siquiera la implantación de locales colectivos para comer o beber, como restaurantes y bares, ha eliminado la inclusión de un comedor en la vivienda de la unidad familiar. A pesar de todos los demás progresos, los planos de nuestros pueblos y ciudades siguen dominados por nuestra antigua necesidad, propia del mono desnudo, de dividir nuestros grupos en pequeños y discretos territorios familiares. En aquellos sitios donde las casas no han sido aún comprimidas en bloques de pisos, la zona prohibida es cuidadosamente vallada, cercada o amurallada para aislarla de los vecinos, y, como en otras especies territoriales, las líneas de demarcación son rígidamente respetadas y defendidas.

Una de las peculiaridades importantes del territorio familiar es que debe distinguirse fácilmente de los otros. Su situación separada le da cierta exclusividad, pero esto no basta. Su forma y su aspecto general deben hacerlo destacar como entidad fácilmente identificable, de manera que pueda convertirse en propiedad «personalizada» de la familia que vive en él. Esto parece bastante obvio, pero ha sido con frecuencia inadvertido o ignorado, ya como resultado de presiones económicas, ya por falta de conocimientos biológicos por parte de los arquitectos. En los pueblos y ciudades de todo el mundo, se han erigido interminables hileras de casas idénticas y uniformemente repetidas. En los bloques de pisos, la situación es todavía más peliaguda. El daño psicológico ocasionado al territorialismo de las familias por los arquitectos, aparejadores y constructores al obligarles a vivir en estas condiciones, es incalculable. Afortunadamente, las familias afectadas pueden dar, de otras maneras, exclusividad territorial a sus moradas. Los propios edificios pueden ser pintados de diferentes colores. Los jardines, donde los haya, pueden plantearse o distribuirse de acuerdo con estilos individuales. Los interiores de las casas o pisos pueden ser decorados y atiborrados de adornos, chucherías y artículos de uso personal. Esto se explica, generalmente, por el deseo de dar «lucimiento» al lugar. En realidad, es el equivalente exacto de la costumbre que tienen otras especies territoriales de poner su olor personal en un mojón próximo a su cubil. Cuando ponemos un nombre en una puerta, o colgamos un cuadro en una pared, lo que hacemos es, en términos perrunos o lobunos, levantar la pata y dejar nuestra marca personal. La «colección» obsesiva de determinadas clases de objetos es propia de ciertos individuos que, por alguna razón, sienten una necesidad anormalmente acentuada de definir de esta manera el territorio de su hogar.

Si recordamos esto, nos divertirá observar el gran número de coches que lucen mascotas u otros símbolos de identificación personal, o espiar al dirigente de empresa que, al trasladarse a un nuevo despacho, coloca inmediatamente sobre su mesa el portaplumas predilecto, el pisapapeles más apreciado y, acaso, el retrato de su mujer. El coche y el despacho son subterritorios, prolongaciones del hogar base, y es muy agradable poder levantar la pata en ellos, convirtiéndolos en espacios más familiares y más «propios».

Nos queda únicamente por tratar la cuestión de la agresión en relación con la jerarquía de dominio social. El individuo, como opuesto a los lugares que frecuenta, necesita también defensa. Tiene que mantener su posición social y, si es posible, mejorarla; pero debe hacerlo con cautela si no quiere poner en peligro sus contactos cooperativos. Aquí es donde entra en juego todo el sistema de señales de agresión y de sumisión anteriormente descrito. La colaboración de grupo requiere, y obtiene, un alto grado de uniformidad, tanto en el vestido como en el comportamiento, pero dentro de los límites de esta uniformidad sigue existiendo un amplio margen para la competencia jerárquica. Debido al choque de las pretensiones en conflictos, aquélla lanza grados increíbles de sutileza. La forma exacta de anudar una corbata, la precisa colocación de parte de un pañuelo que asoma del bolsillo, las mínimas peculiaridades del acento vocal, y otras características por este estilo y al parecer triviales, adquieren un vital significado social del individuo. Un miembro experimentado de la sociedad puede interpretarlas al primer vistazo. Si se viese metido de pronto en la jerarquía social de las tribus de Nueva Guinea, se encontraría totalmente desorientado; pero en su propia civilización se ve obligado a convertirse rápidamente en un experto. Estas triviales diferencias en el vestir y en las costumbres son, en sí mismas, insignificantes; pero, en relación con el juego de conquistar una posición y mantenerla en la jerarquía dominante, tienen la mayor importancia.

Naturalmente, no hemos evolucionado para vivir en enormes conglomerados de miles de individuos. Nuestro comportamiento fue orientado para operar en pequeños grupos tribales, compuestos probablemente de menos de cien individuos. En tal situación, cada miembro sería personalmente conocido por todos los demás, como ocurre actualmente con otras especies de cuadrumanos. En una organización social de este tipo, resulta fácil, para la jerarquía dominante, abrirse paso y estabilizarse, sin más cambios que los propios de la vejez y la muerte de los miembros. En una masiva comunidad urbana, la situación es mucho más tensa. Diariamente, el ciudadano se ve expuesto a súbitos contactos con incontables desconocidos, situación inaudita en cualquier otra especie de primates. Es imposible entrar en relaciones de jerarquía personal con todos ellos, aunque ésta sería la tendencia natural. En vez de esto, uno puede escurrirse, sin dominar y sin ser dominado. Al objeto de facilitar esta falta de contacto social, se desarrollan normas de comportamiento anticontacto. Nos hemos referido a esto al tratar del comportamiento sexual, cuando un sexo toca accidentalmente a otro, pero su campo de aplicación es mucho más amplio. Abarca todo el ámbito de la iniciación de relaciones sociales. Al evitar mirarnos fijamente, gesticular en dirección a otro, hacer señales de cualquier clase o establecer contactos corporales, logramos sobrevivir en una situación que, de otro modo, sería imposible de aguantar por exceso de estímulo. Si se quebranta la orden de no tocar, pedimos inmediatamente excusas, para demostrar que ha sido algo puramente accidental.

El comportamiento de anticontacto nos permite mantener el número de nuestros conocidos al nivel correcto en nuestra especie. Lo hacemos con notable constancia y uniformidad. Si quieren ustedes convencerse de ello, tomen las libretas de direcciones de un centenar de ciudadanos de diferentes tipos y cuenten el número de amigos personales que figuran en la lista. Descubrirán que casi todos conocen aproximadamente el mismo número de individuos, y que este número se aproxima al que atribuimos a un pequeño grupo tribal. En otras palabras: incluso en nuestros contactos sociales observamos las normas biológicas básicas de nuestros remotos antepasados.

Naturalmente, existen excepciones a esta regla: individuos profesionalmente interesados en establecer el mayor número posible de contactos personales; personas con defectos de comportamiento que las hacen ser anormalmente tímidas o retraídas, o gente cuyos especiales problemas psicológicos les impiden conseguir las esperadas recompensas sociales de sus amigos, y que tratan de compensarlo mediante una frenética «sociabilidad» en todas direcciones. Pero estos tipos representan únicamente una pequeña proporción de las poblaciones de los pueblos y ciudades. Todos los demás cuidan felizmente de sus asuntos, en lo que parece ser un gran hervidero de cuerpos, pero que, en realidad, es una increíblemente complicada serie de grupos tribales entrelazados. ¡Cuán poco ha cambiado el mono desnudo desde sus remotos y primitivos días!

CAPÍTULO 6 - ALIMENTACIÓN

El comportamiento de alimentación del mono desnudo parece ser, a primera vista, una de sus actividades más variables, oportunistas y culturalmente influenciables; pero también aquí actúa una serie de principios biológicos básicos. Hemos estudiado ya con detención la manera como los hábitos ancestrales de la recogida de frutos se transformaron en costumbres de caza cooperativa. Hemos visto, también, que esto trajo consigo muchos cambios fundamentales en su rutina de alimentación. La busca del yantar se hizo más complicada y fue cuidadosamente organizada. El impulso de matar la presa tuvo, en parte, que independizarse del impulso de comer. Los alimentos se llevaron a un hogar base fijo para su consumo. Hubo que preparar mejor la comida. Con el tiempo, los ágapes se hicieron más copiosos y espaciados. El papel de la carne en la dieta aumentó considerablemente. Se puso en práctica el almacenamiento y la distribución de comida. Los machos quedaron encargados de proporcionar la comida a la unidad familiar. Hubo que controlar y modificar las actividades de defecación.

Estos cambios se produjeron durante un larguísimo período de tiempo, y es significativo que, a pesar de los grandes avances tecnológicos de los años recientes, seguimos fieles a tales cambios. Podría decirse que son bastante más que simples hábitos culturales, susceptibles de plegarse a los caprichos de la moda. A juzgar por nuestro comportamiento actual, sin duda llegaron a ser, al menos hasta cierto punto, características biológicas profundamente arraigadas en nuestra especie.

Como ya hemos observado, las perfeccionadas técnicas de recolección de la agricultura moderna arrebataron a la mayoría de los varones adultos de nuestras sociedades su papel de cazadores. Lo compensan saliendo a «trabajar». El trabajo ha sustituido a la caza, pero ha conservado muchas de sus características fundamentales. Requiere un viaje regular desde el hogar base hasta los campos de «caza». Es una ocupación predominantemente masculina y ofrece oportunidades para la interacción entre varones y la actividad de grupo. Involucra riesgos y planes estratégicos. El seudocazador habla de «dar una batida en el
city
». Se hace despiadado en sus transacciones. Se dice de él que «se lleva el gato al agua».

Para descansar, el seudocazador frecuente «clubs» sólo para hombres, en los cuales está prohibida la entrada a las hembras. Los jóvenes varones tienden a formar pandillas masculinas, a menudo de naturaleza «rapaz». En toda esta serie de organizaciones, desde las sociedades eruditas, los clubs de sociedad, las hermandades, los sindicatos, los clubs deportivos, los grupos masónicos y las sociedades secretas, hasta las pandillas de adolescentes, existe un acusado sentimiento emocional de «solidaridad» masculina. En todas ellas juega una fuerte lealtad de grupo. Se lucen insignias, uniformes y otras señales de identificación. Los aspirantes tienen que someterse inevitablemente a ceremonias de iniciación. La unisexualidad de estos grupos no debe confundirse con la homosexualidad. En el fondo, no tienen nada que ver con el sexo. Dependen principalmente del lazo entre machos del antiguo grupo cooperativo cazador. El importante papel que desempeñan en las vidas de los machos adultos revela la persistencia de los impulsos ancestrales básicos. Si no fuera así, las actividades que fomentan podrían desarrollarse exactamente igual sin necesidad de tanta segregación y de tanto ritual, y muchas de ellas podrían incluso realizarse dentro de la esfera de las unidades familiares. Las hembras se quejan a menudo de que sus varones se marchen «con los amigos», y reaccionan como si esto significara una especie de infidelidad para con la familia. Pero están equivocadas, puesto que ello no es más que la expresión moderna de la remotísima tendencia de la especie a formar grupos de machos para la caza. Es algo tan fundamental como la atadura macho-hembra del mono desnudo, y, ciertamente, evolucionó paralelamente a ésta.

Es algo que llevaremos siempre con nosotros, al menos hasta que se produzca algún nuevo e importante cambio genético en nuestra constitución.

Aunque, actualmente, el trabajo ha reemplazado sustancialmente a la caza, no ha eliminado del todo las más primitivas formas de expresión de este impulso básico. Aunque no exista un pretexto de tipo económico para correr detrás de la presa, esta actividad persiste en nuestros días bajo formas diferentes. La caza de fieras, de venados, de zorros o de liebres, la cetrería, la caza de patos, la pesca con caña y los juegos de caza de los niños, son otras tantas manifestaciones contemporáneas del antiguo impulso cazador.

Se ha sostenido que los verdaderos motivos que se esconden detrás de estas actividades actuales tienen más que ver con la derrota de los rivales que con el abatimiento de la presa; que la desesperada criatura acorralada representa el miembro más odiado de nuestra especie, al que quisiéramos ver en la misma situación. Indudablemente, hay en esto algo de verdad, al menos para ciertos individuos; pero si observamos estas formas de actividad en su conjunto, resulta evidente que aquello no es más que una explicación parcial. La esencia de la «caza deportiva» es que la presa tenga posibilidad de escapar. (Si la presa no fuese más que el sustituto del rival odiado, ¿por qué habría que darle esta posibilidad?) Todo el procedimiento de la caza deportiva implica una ineficacia deliberadamente fraguada, un
handicap
impuesto por los propios cazadores. Estos podrían emplear fácilmente ametralladoras o armas más mortíferas, pero esto no sería «jugar la partida», no sería el juego de la caza. Lo que cuenta es el reto, las complejidades de la persecución y las sutiles maniobras para lograr el premio.

Una de las características esenciales de la caza es que constituyen una tremenda apuesta, y por esto no es de extrañar que el juego, en las muchas formas estilizadas que toma en la actualidad, tenga para nosotros tan fuerte atractivo. Al igual que la caza primitiva y la caza deportiva, es principalmente cosa de hombres, y como aquéllas, acompañado de normas y ritos sociales estrictamente observados.

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