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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (21 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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La tercera forma de remotivación consiste en despertar el afán de aseo del contrario. En el mundo animal se practica mucho el aseo social y mutuo, sobre todo en los momentos más tranquilos y pacíficos de la vida en común. El animal más débil puede invitar al vencedor a asearle, o bien pedirle permiso, con señales, para realizar él el aseo. Los monos emplean mucho este artificio y tienen un gesto especial para indicarlo, consistente en producir rápidos chasquidos con los labios, versión modificada y ritual de parte de la habitual ceremonia del aseo. Cuando un mono limpia a otro, absorbe reiteradamente fragmentos de piel y otras impurezas con la boca, chasqueando los labios al hacerlo. Exagerando y acelerando estos chasquidos, indica que está dispuesto a cumplir con su deber y logra, con frecuencia, calmar la agresividad del atacante y persuadirle de que se tranquilice y se deje asear. Al cabo de un rato, el individuo dominante se calma hasta el punto de que el más débil puede escurrirse sin haber sufrido daño.

Estos son, pues, las ceremonias y los trucos con que los animales solventan sus problemas agresivos. La frase según la cual «la Naturaleza tiene los dientes y las garras rojas» quiso referirse, en un principio, a las brutales y letales actividades de los carnívoros, pero ha sido aplicada incorrectamente, en términos generales, a todas las luchas del reino animal. Nada más lejos de la verdad. Si una especie quiere sobrevivir, no puede permitirse el lujo de andar por ahí dando muerte a los de su propia clase. La agresión dentro de la especie tiene que ser impedida y controlada, y cuanto más poderosas sean las armas mortíferas de una especie particular, mayores habrán de ser los impedimentos para emplearlas en disputas entre rivales. Esta es la verdadera «ley de la jungla», cuando se trata de dirimir discordias territoriales o jerárquicas. Las especies que se rebelaron contra esa ley se extinguieron.

¿Cómo nos comportamos nosotros, como especie, en esta situación? ¿Cuál es nuestro repertorio especial de señales de amenaza y de apaciguamiento? ¿Cuáles son nuestros métodos de lucha, y cómo los controlamos?

La excitación agresiva produce en nosotros los mismos trastornos fisiológicos y las mismas tensiones y agitaciones musculares que hemos descrito al referirnos a los animales en general. Como otras especies, exhibimos también una gran variedad de actividades de dispersión. En algunos aspectos, no estamos tan bien pertrechados como otras especies para convertir estas reacciones básicas en elocuentes señales. Por ejemplo, no podemos intimidar a nuestros adversarios con el erizamiento de nuestros cabellos. Todavía lo hacemos en momentos de gran impresión («Se me pusieron los pelos de punta»), pero, como señal, nos sirve de muy poco. En otros aspectos, somos mucho más hábiles. Nuestra propia desnudez, que impide el eficaz erizamiento de los pelos, nos da la oportunidad de emitir elocuentes señales mediante la palidez y el rubor. Podemos ponernos «blancos de furia», «rojos de ira» o «pálidos de miedo». Lo que más hemos de observar aquí es el color blanco: equivale a actividad. Si se combina con otras acciones indicadoras de ataque, es una señal de peligro vital. Si se combina con otras acciones indicadoras de miedo, es una señal de pánico. Como se recordará, es producto de la activación del sistema nervioso simpático el sistema de la «acción», y no debe ser tratado con ligereza. Por el contrario, el enrojecimiento es menos alarmante: es producto de los frenéticos intentos compensadores del sistema parasimpático, e indica que el sistema de la «puesta en marcha» empieza a ser socavado. Es menos probable que os ataque el rival iracundo y de rostro congestionado que el de cara pálida y labios apretados. El conflicto del de cara encendida es tan intenso que se encuentra entorpecido e inhibido; en cambio, el de rostro pálido está presto para entrar en acción. No hay que jugar con ninguno de los dos, pero es mucho más probable que el de cara pálida pase al ataque, a menos que sea inmediatamente apaciguado o amenazado con una fuerza todavía mayor.

En circunstancias similares de humor, la respiración rápida y profunda es señal de peligro, pero es menos amenazadora cuando se convierte en ronquidos y murmullos irregulares. Igual relación existe entre la boca seca del ataque incipiente y la boca babosa de la agresión más intensamente reprimida. La micción, la defecación y el desmayo entran un poco más tarde en escena, siguiendo la estela de la gran onda emocional que acompaña a los momentos de intensa tensión.

Cuando los impulsos de ataque y de fuga son vigorosa y simultáneamente activados, exhibimos un gran número de movimientos intencionados característicos y de actitudes ambivalentes. La más corriente consiste en levantar el puño cerrado, además convertido en rito de dos maneras diferentes. Se realiza a cierta distancia del rival, a demasiada distancia de éste para que pueda convertirse en puñetazo. De este modo, su función deja de ser mecánica, y el ademán se transforma en señal visual. (Con el brazo doblado y levantado a un lado, ha pasado a ser el ademán formal y desafiador de los regímenes comunistas.) Pero su sentido ritual se ha acentuado con la adición de movimientos del antebrazo en actitud de pegar. Sacudirle el puño de esta manera produce, también, un impacto más visual que mecánico. Damos rítmicamente «golpes» repetidos con los puños, pero siempre a respetuosa distancia.

Mientras hacemos esto, el cuerpo puede efectuar pequeños movimientos intencionales de aproximación, acciones que reiteradamente se frenan a sí mismas, para no ir demasiado lejos. A veces, el individuo da un fuerte y sonoro golpe con el pie y deja caer el puño sobre cualquier objeto próximo. Esta última acción se parece a algo que vemos frecuentemente en los animales, en los que se califica de actividad de redirección. Lo que pasa es que, debido a que el objeto (el rival) que estimula el ataque es demasiado temible para ser indirectamente agredido, se da suelta a los movimientos agresivos, pero éstos tienen que ser redirigidos hacia otro objeto menos intimidatorio, como, por ejemplo, un inofensivo mirón (todos hemos pasado alguna vez por esta amarga experiencia), o incluso un objeto inanimado. En este último caso, el objeto puede quedar cruelmente pulverizado o destruido. Cuando la esposa tira un jarrón al suelo piensa, en realidad, que es la cabeza de su marido la que ha quedado hecha añicos. Es curioso observar que los chimpancés y los gorilas realizan a menudo sus propias versiones de esta hazaña, desgarrando, arrancando y arrojando ramas y vegetales. Y esto produce también un fuerte impacto visual.

Acompañamiento especializado e importante de todas estas manifestaciones es la exhibición de amenazadoras expresiones faciales. Estas, junto con nuestros signos vocales verbalizados, nos brindan el método más preciso para comunicar nuestro exacto humor agresivo. Aunque, como dijimos en otro capítulo, nuestra cara sonriente es exclusiva de nuestra especie, nuestros rostros agresivos, por muy expresivos que sean, se parecen mucho a los de todos los otros primates superiores. (Al primer golpe de vista, podemos decir si un mono está enfadado o asustado, pero aún tenemos que aprender a conocer su cara amistosa.) Las reglas son muy sencillas: cuanto más domina el impulso de ataque al impulso de fuga, más se proyecta la cara hacia delante. Cuando ocurre lo contrario y domina el miedo, todos los detalles faciales parecen retroceder. En la cara de ataque, las cejas se fruncen, la frente se alisa, las comisuras de la boca están adelantadas y los labios forman una raya apretada y arrugada. Cuando el miedo se apodera del ánimo, aparece la cara de susto. Las cejas se levantan, la frente se arruga, las comisuras de la boca se inclinan hacia atrás y los labios se abren, dejando los dientes al descubierto. Esta expresión va a menudo acompañada de otros gestos de apariencia muy agresiva, y por esto la frente arrugada y los dientes descubiertos son tomados algunas veces por señales «feroces». Pero en realidad son signos del miedo, y la cara da siempre la señal de la presencia del miedo, a pesar de la persistencia de ademanes amenazadores realizados por el resto del cuerpo. Sin embargo, sigue siendo un rostro amenazador que no merece ser tratado con guante blanco. Si se expresara un miedo total, cesaría la tirantez del rostro y el rival se retiraría.

Todas estas muecas las compartimos con los monos, circunstancias que conviene recordar si nos encontramos frente a frente con un gran mandril; pero hay otras expresiones que las hemos inventado culturalmente, tales como sacar la lengua, hinchar las mejillas, pellizcarnos la nariz o torcer exageradamente el gesto, que aumentan considerablemente nuestro repertorio amenazador. Muchas culturas han añadido, además, una gran variedad de ademanes amenazadores o insultantes realizados con el resto del cuerpo. Movimientos intencionales agresivos
(hopping mad)
han sido convertidos en violentas danzas de guerra, de clases diferentes y sumamente estilizadas. Aquí la finalidad ha consistido más en la provocación y sincronización de fuertes sentimientos agresivos, que en una exhibición visual directa ante el enemigo.

Si tenemos en cuenta que, debido al desarrollo cultural de las armas artificiales letales, hemos llegado a ser una especie potencialmente peligrosa, no nos sorprenderá descubrir que poseemos una extraordinaria cantidad de señales de apaciguamiento. Compartimos con los otros primates la básica y sumisa respuesta que consiste en encogernos y gritar. Pero, además, hemos dado forma a una gran variedad de manifestaciones de subordinación. La acción de encogerse se ha exagerado hasta la de postrarse y arrastrarse por el suelo. En su grado menor, se expresa en forma de genuflexiones y reverencias. La señal clave es el rebajamiento del cuerpo en relación con el individuo dominante. Cuando amenazamos, nos erguimos hasta el máximo, haciendo que nuestros cuerpos parezcan lo más altos y grandes posibles. Por consiguiente, el comportamiento sumiso debe seguir el rumbo opuesto y rebajar el cuerpo lo más que pueda. Pero, en vez de hacerlo al buen tuntún, lo hemos estilizado en una serie de grados característicos y fijos, cada uno de los cuales tiene su peculiar significado como señal. A este respecto, el saludo es interesante, porque demuestra que la formulación puede transformar extraordinariamente los primitivos ademanes al convertirlos en señales culturales. A primera vista, el saludo militar parece un movimiento agresivo. Es parecido a la señal de levantar el brazo para golpear. La diferencia vital es que el puño no está cerrado y que los dedos apuntan a la gorra. Naturalmente, es una modificación estilizada del acto de quitarse el sombrero, que fue, originariamente parte del procedimiento de rebajar la altura del cuerpo.

También es interesante el alambicamiento de la reverencia, partiendo del primitivo y tosco encogimiento del primate. El rasgo clave es, aquí, el abajamiento de los ojos. La mirada directa es típica de la agresión más descarada. Forma parte de la expresión facial más osada, y acompaña a las actitudes más beligerantes. (Por esto es tan difícil de realizar el juego infantil del «mírame a los ojos sin pestañear», y, por lo mismo, es tan censurada la mirada fija y simplemente curiosa del niño: «Es de mala educación mirar así.») Por mucho que las costumbres sociales omitan la reverencia exagerada, ésta sigue conservando el elemento que consiste en bajar la cara. Por ejemplo, los miembros varones de una Corte real, que, después de tanta repetición, han modificado sus reacciones reverentes, siguen bajando la cara, aunque, en vez de doblar el cuerpo por la cintura, doblan tiesamente el cuello, bajando únicamente la región de la cabeza.

En ocasiones menos formales, la respuesta antimirada fija consiste en sencillos movimientos de desviación de la mirada o en expresiones de «ojos distraídos». Sólo el individuo realmente agresivo es capaz de mirar a los ojos indefinidamente. Durante las conversaciones corrientes cara a cara, solemos desviar la mirada de nuestro interlocutor mientras hablamos, y le miramos sólo al final de cada frase, o de cada «párrafo», para comprobar su reacción a lo que acabamos de decirle. El conferenciante profesional necesita bastante tiempo para acostumbrarse a mirar directamente a sus oyentes, en vez de mirar por encima de sus cabezas, al suelo, o al fondo, o a los lados del salón. Aunque se encuentra en una posición sumamente dominante, son tantos los asistentes que le miran con fijeza (desde el refugio de sus butacas) que experimenta un miedo elemental e inicialmente invencible. A base de mucha práctica, puede llegar a dominar esta situación. La sencilla, agresiva y física circunstancia de ser contemplado por un numeroso grupo de personas es también causa del «cosquilleo» que sienten los actores en la boca del estómago antes de entrar en escena. Desde luego, se siente naturalmente preocupado por la calidad de su actuación y por la forma en que será recibido, pero la mirada-amenaza de la masa constituye para él un riesgo adicional y más fundamental. (Este es también el caso de la mirada curiosa, que, a nivel inconsciente, se confunde con la mirada amenazadora.) Los espejuelos y las gafas de sol hacen que la cara parezca aún más agresiva, porque aumenta artificial y accidentalmente la fuerza de su mirada. Si nos mira una persona que lleva gafas, recibimos una supermirada. Los individuos de modales suaves suelen elegir lentes o gafas de montura fina (probablemente sin darse cuenta de ello), porque esto les permite ver mejor con el mínimo de exageración en la mirada. De esta manera evitan provocar la contraagresión.

Otra forma más intensa de antimirada-fija consiste en taparse los ojos con la mano o en esconder la cara en el hueco del codo. La simple acción de cerrar los ojos interrumpe también la mirada fija, y es curioso que ciertos individuos cierran brevemente los párpados, de manera irreprimible y repetida, cuando se enfrentan y hablan con desconocidos. Es como si sus normales parpadeos se prolongasen hasta constituir un largo enmascaramiento de los ojos. Esta reacción no se produce cuando conversan con amigos íntimos y se sienten a su gusto. Lo que no siempre aparece claro es si tratan de evitar la presencia «amenazadora» del desconocido, o bien si sólo intentan reducir la intensidad de su mirada, o ambas cosas a la vez.

Debido a su poderoso efecto intimidatorio, muchas especies se han provisto de ojos simulados, como mecanismos de defensa. Muchas mariposas ostentan en las alas unas sorprendentes manchas que parecen ojos. Estas permanecen ocultas hasta que los insectos son atacados por ciertos animales voraces. Entonces abren las alas y muestran a su enemigo aquellas manchas semejantes a ojos. Se ha demostrado experimentalmente que esto produce un poderoso efecto intimidatorio en los presuntos asesinos, que a menudo echan a volar y dejan tranquilos a los insectos. Muchos peces y algunas especies de aves, e incluso de mamíferos, han adoptado esta técnica. En nuestra propia especie, los productos comerciales han empleado en ocasiones (a sabiendas, o inconscientemente) el mismo truco. Los dibujantes de automóviles se sirven de los faros para este objeto, y con frecuencia aumentan la impresión agresiva del conjunto dando a la línea frontal del capó la forma de un ceño fruncido. A veces, añaden unos «dientes» en forma de reja metálica entre los faros «que parecen ojos». A medida que se han ido poblando las carreteras y que la conducción se ha convertido en una actividad cada vez más beligerante, se han mejorado y refinado progresivamente las caras de los coches, dando a sus conductores una imagen cada vez más agresiva. En más reducida escala, ciertos productos han adoptado amenazadores nombres registrados, tales como OXO, OMO, OZO y OVO. Afortunadamente para los fabricantes, esto no repugna a los compradores: antes al contrario, los nombres llaman la atención de éstos, aunque después resulte que no son más que inofensivos anuncios de cartón. Pero el impacto ha producido ya su efecto, y la atención se ha fijado en
aquel
producto, más que en sus rivales.

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