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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (27 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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Si llevamos ahora nuestra observación al campo más serio de los encuentros de negocios, cuya principal función de contacto es la toma de información, advertiremos una más acusada pérdida de terreno de la charla de cortesía, pero no, necesariamente, su desaparición total. La expresión de la misma se limita, casi exclusivamente, a los momentos de apertura y de cierre. En vez de menguar poco a poco, como en los banquetes se extiende rápidamente después de unas cuantas cortesías iniciales, para reaparecer al término de la reunión, cuando ha sido señalado de algún modo, y por anticipado, el momento de la separación. Debido a nuestra acusada tendencia a la charla de cortesía, los grupos de negocios se ven generalmente obligados a exagerar el formalismo de sus reuniones a fin de eliminar aquélla. Esto explica el origen de los procedimientos de comité, donde el formalismo alcanza unos extremos raras veces observados en otras ocasiones sociales privadas.

Aunque el lenguaje de cortesía es nuestro más importante sucedáneo del aseo social, no es nuestro único desahogo a esta actividad. Nuestra piel desnuda puede no enviar señales de aseo particularmente excitantes; pero, con frecuencia, podemos emplear en su sustitución otras superficies más estimulantes. Las ropas muelles o peludas, las alfombras y ciertos muebles suscitan, a menudo, fuertes reacciones de aseo. Los animalitos domésticos son aún más incitantes, y pocos monos desnudos pueden resistir la tentación de acariciar la pelambre del gato o de rascarle al perro detrás de las orejas. El hecho de que el animal aprecie esta actividad de aseo social es sólo parte de la recompensa de su autor. Mucho más importante, para nosotros, es que la superficie del cuerpo del animal nos permite desahogar nuestros remotos impulsos primates de aseo.

En lo que atañe a nuestros propios cuerpos, pueden aparecer desnudos en la mayor parte de su superficie, pero todavía conservan en la región de la cabeza una frondosa mata de cabello disponible para el aseo. El pelo recibe grandísimos cuidados —muchos más de los que pueden explicarse por razones de simple higiene— por parte de personas especializadas, como barberos y peluqueros. Es difícil contestar inmediatamente la pregunta de por qué el peinado mutuo no ha llegado a ser una parte de nuestras funciones sociales domésticas corrientes. ¿Por qué —pongo por caso— hemos perfeccionado el lenguaje de cortesía como especial sucedáneo del más típico aseo amistoso de los primates, cuando habríamos podido concentrar fácilmente nuestros primitivos impulsos de aseo en la región de la cabeza? La explicación parece radicar en el significado sexual del cabello. En su forma actual, la disposición del pelo de la cabeza difiere extraordinariamente entre los dos sexos y, por ende, constituye una característica sexual secundaria. Sus asociaciones sexuales han influido inevitablemente en los hábitos de comportamiento sexual, hasta el punto de que el acto de mesar o acariciar el cabello de otra persona es, hoy en día, una acción demasiado cargada de sentido erótico para ser permisible como simple ademán amistoso social. Si, como consecuencia de esto, ha quedado prohibido en las reuniones sociales entre amigos, es necesario encontrar otro desahogo a nuestro impulso. Acariciar un gato o pasar la mano sobre la tapicería de un sofá pueden ser un desahogo a nuestro impulso de asear, pero la necesidad de
ser
aseado requiere un contexto especial. El salón de peluquería es la respuesta perfecta. El parroquiano puede someterse al aseo, a plena satisfacción, sin el menor temor de que ningún elemento sexual se interfiera en el procedimiento. Este peligro queda eliminado por el hecho de haber formado una categoría especial de cuidadores profesionales, completamente separada del grupo «tribal» de amistades. El empleo de cuidadores varones para los varones, y hembras para las hembras, ha reducido todavía más el riesgo. Cuando no se hace así, la sexualidad del cuidador se reduce en cierto modo. Si una hembra es atendida por un peluquero varón, éste se comporta generalmente de un modo afeminado, con independencia de su verdadera personalidad sexual. Los varones son casi siempre atendidos por barberos del mismo sexo; pero, si se emplea una masajista hembra, ésta suele ser bastante masculina.

Como pauta de comportamiento, el cuidado del cabello tiene tres funciones. No sólo limpia el cabello, siendo un desahogo del impulso del aseo social, sino que sirve también para hermosear al individuo. El adorno del cuello con propósitos sexuales, agresivos o sociales de otra clase, es un fenómeno muy extendido en el mono desnudo, y ha sido estudiado bajo otros titulares en otros capítulos. Su verdadero sitio no está en un capítulo dedicado al comportamiento con fines de comodidad, salvo que, con frecuencia, parece derivar de cierta actividad de aseo. El tatuaje, el afeitado, el corte de cabello, la manicura, la perforación de las orejas y las formas más primitivas de escarificación, parecen tener su origen en simples acciones de aseo. Pero así como la charla de cortesía ha sido tomada de otra parte y utilizada como sustitutivo del aseo, aquí se ha invertido el procedimiento y los actos de aseo han sido tomados de prestado y utilizados para otros fines. Al asumir la función exhibicionista, las primitivas acciones de comodidad referentes al cuidado de la piel se transformaron en algo equivalente a la multiplicación de ésta.

Esta tendencia puede observarse también en ciertos animales en cautividad de los parques zoológicos. Rascan y lamen con anormal intensidad, hasta dejar manchas lampiñas o producir pequeñas heridas en su propio cuerpo o en el de sus compañeros. Este aseo excesivo es producto de un estado de tensión o de aburrimiento. Condiciones parecidas pudieron muy bien incitar a miembros de nuestra especie a mutilar las superficies de su cuerpo, en cuyo caso la piel descubierta y lampiña les habría servido de ayuda y de acicate. Sin embargo, en nuestro caso, el innato oportunismo que nos caracteriza nos permitió explotar esta tendencia, por lo demás peligrosa y perjudicial y utilizarla como procedimiento de exhibición decorativa.

Otra tendencia, más importante, nació del simple cuidado de la piel; me refiero a la cuestión médica. Otras especies han avanzado poco en este aspecto; en cambio, en el caso del mono desnudo la evolución de la práctica médica, a partir del comportamiento de aseo social, ha tenido una influencia enorme en el floreciente desarrollo de la especie, particularmente en los tiempos más recientes. En nuestros más próximos parientes, los chimpancés, podemos ya observar el inicio de esta tendencia. Además del cuidado general de la piel y del aseo mutuo, se ha podido observar que el chimpancé cura las leves lesiones físicas de sus compañeros. Examinan cuidadosamente las pequeñas llagas y heridas y las lamen hasta dejarlas limpias. Extraen astillas, pellizcando con los dedos índices la piel del camarada. En una ocasión, una hembra chimpancé, que tenía una carbonilla en el ojo izquierdo, se acercó a un macho, temblando y dando muestras de evidente desazón. El macho se sentó, la examinó cuidadosamente y después extrajo la carbonilla con gran cuidado y precisión, empleando los pulpejos de un dedo de cada mano. Esto es más que simple aseo. Es la primera señal de un verdadero cuidado médico cooperativo. Pero, en los chimpancés, el incidente descrito equivale a su expresión en el grado máximo. En cambio, en nuestra especie, con el incremento de la inteligencia y del sentido de colaboración, esta clase de aseo especializado tenía que ser el punto de partida de una importante tecnología de ayuda mutua física. El mundo médico actual ha alcanzado una condición de tal complejidad que se ha convertido, socialmente hablando, en la principal expresión de nuestro comportamiento animal de bienestar. Partiendo de la cura de trastornos leves, ha llegado a enfrentarse con las más graves enfermedades y con los peores daños corporales. Como fenómeno biológico, sus logros son extraordinarios; pero, al hacerse racional, sus elementos irracionales han sido en cierto modo desestimados. Para comprenderlo, es imposible distinguir entre casos graves y triviales de «indisposición». Como ocurre en todas las especies, el mono desnudo puede romperse una pierna o verse infectado por un parásito maligno, por simple accidente o casualidad. En cambio, en el caso de dolencias triviales, no todo es lo que parece. Las infecciones y enfermedades leves son generalmente tratadas de manera racional, como si no fuesen más que versiones benignas de dolencias graves, pero hay pruebas elocuentes que sugieren que, en realidad, guardan mucha relación con las primitivas «exigencias de aseo». Los síntomas médicos revelan un problema de comportamiento que, más que un verdadero problema físico, ha tomado forma física.

Hay muchos ejemplos de dolencias corrientes y que podríamos llamar de «invitación al aseo», como son la tos, los resfriados, la gripe, el dolor de espalda, la jaqueca, algunos trastornos gástricos, el dolor de garganta, el estado bilioso, las anginas y la laringitis. El estado del paciente no es grave, pero sí lo bastante enfermizo para justificar unos mayores cuidados por parte de sus compañeros de sociedad. Los síntomas actúan de la misma manera que las señales de invitación al aseo, motivando comportamientos confortadores por parte de médicos, enfermeras, farmacéuticos, amigos y parientes. El paciente provoca una reacción de simpatía amistosa y de atención, y, en general, esto basta para curar la enfermedad. La administración de píldoras y de medicamentos sustituye a las antiguas acciones de aseo y da pie a un rito operacional que mantiene la relación entre paciente y cuidador, a través de esta fase especial de interacción social. La exacta naturaleza de los medicamentos tiene poca importancia entre las prácticas de la medicina moderna y las de los antiguos hechiceros.

Es probable que se levanten objeciones a esta interpretación de las dolencias leves, sobre la base de que la observación demuestra la presencia de verdaderos virus o bacterias. Si están allí y puede demostrarse que son la causa médica del resfriado o del dolor de estómago, ¿por qué tenemos que buscar una explicación a base del comportamiento? La respuesta es que, por ejemplo, en las grandes ciudades todos estamos continuamente expuestos a estos virus y bacterias corrientes, a pesar de lo cual sólo ocasionalmente somos víctimas de ellos. Además, ciertos individuos son mucho más susceptibles que otros. Los miembros de una comunidad que tiene éxito en sus empresas o que están socialmente bien situados, raras veces padecen «dolencias de invitación al aseo». En cambio, los que tienen problemas sociales, temporales o permanentes, son sumamente susceptibles a ellas. El aspecto más intrigante de estas enfermedades es que parecen hechas a medida de las peculiares exigencias del individuo. Si una actriz, pongo por caso, sufre tensiones o contratiempos sociales, ¿qué le sucede? Pues que pierde la voz o contrae una laringitis, viéndose obligada, por tanto, a dejar de trabajar y a tomarse un descanso. Entonces recibe cuidados y consuelos. Y cesa la tensión (al menos de momento). Si en vez de esto hubiera tenido un sarpullido, habría podido disimularlo con el traje y seguir trabajando. Y la tensión habría continuado. Compárese su situación con la de un boxeador profesional. A éste, la afonía no le serviría para nada como «dolencia de invitación al aseo»; en cambio, el sarpullido sería la enfermedad ideal, y, de hecho, es la dolencia de que suelen quejarse a sus médicos los profesionales del músculo. A este respecto, es curioso observar que una actriz famosa, cuya reputación descansa en sus apariciones desnudas en las películas, no padece laringitis, sino sarpullidos, en los momentos de tensión. Debido a que la exposición de su piel es vital, como en los boxeadores, sigue a éstos, y no a las actrices, en su categoría de dolencias.

Si la necesidad de cuidados es intensa, la dolencia se hace también más intensa. La época de nuestra vida en que recibimos más protección y asiduos cuidados es la de la infancia, cuando estamos en nuestras camitas. Por consiguiente, una dolencia lo bastante seria para hacernos guardar cama tiene la gran ventaja de volver a crear, para todos nosotros, las cuidadosas atenciones de nuestra segura infancia. Podemos pensar que tomamos una fuerte dosis de seguridad. (Esto no implica el fingimiento de la enfermedad. No hay necesidad de fingir. Los síntomas son reales. En el comportamiento está la causa, no los efectos.)

Todos somos, hasta cierto punto, cuidadores frustrados, además de pacientes, y la satisfacción que se puede obtener de cuidar al enfermo es tan fundamental como la causa de la enfermedad. Algunos individuos sienten una necesidad tan grande de cuidar a los demás, que pueden provocar y prolongar activamente la enfermedad de un compañero, a fin de poder expresar con mayor plenitud sus afanes cuidadores. Esto puede producir un círculo vicioso, exagerándose desmedidamente la situación entre cuidador y paciente, hasta el punto de crearse un inválido crónico que exige (y obtiene) una atención constante. Si los componentes de una «pareja» de este tipo se enfrentasen con la verdadera causa de su conducta recíproca, la negarían acaloradamente. Sin embargo, son asombrosas las curaciones milagrosas que se logran, a veces, en tales casos, cuando se produce una importante conmoción social en el medio creado entre cuidador y cuidado (enfermera-paciente). Los que curan por la fe han explotado ocasionalmente esta situación, pero, desgraciadamente para ellos, muchos de los casos con que se enfrentan tienen causas físicas, además de efectos físicos. También tienen en su contra la circunstancia de que los efectos físicos de las «dolencias de invitación al aseo» producidas por el comportamiento pueden originar daños corporales irreversibles, si son lo bastante prolongadas o intensas. Si ocurre esto, resulta indispensable un tratamiento médico serio y racional.

Hasta aquí, me he referido a los aspectos sociales, en nuestra especie, del comportamiento confortador. Como hemos visto, se han efectuado grandes progresos en esta dirección, pero esto no ha excluido ni remplazado las formas más sencillas de limpieza o de cuidados en la propia persona. Como otros primates, seguimos rascándonos, frotándonos los ojos, limpiándonos las llagas y lamiéndonos las heridas. También compartimos con ellos una marcada inclinación a tomar baños de sol. Además, hemos añadido una serie de hábitos culturales especializados, el más común y extendido de los cuales es el lavado con agua. Esto es raro en otros primates, aunque ciertas especies se bañan de un modo ocasional; en cambio, en la mayoría de nuestras comunidades, el lavado desempeña el papel más importante en la limpieza corporal.

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