El mozárabe (51 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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Aquella mañana, Abuámir estaba preocupado. Algunas personas de confianza le habían advertido del malestar nacido entre los maestros teólogos de la cercana escuela sunní.

Miraba la ciudad desde su ventana y meditaba sobre la manera de arreglar todo aquel embrollo.

Había algo en Sevilla que la diferenciaba de cualquier otro lugar conocido. Todo brillaba bajo su luz envolvente. Los edificios presentaban un sello propio, resultado de una especie de fusión entre algo arquetípico y un confuso universo de influencias romanas, godas, orientales y africanas. Tal vez por eso se hacía difícil controlar el singular carácter de los sevillanos.

Podían pasar de la pasión a la desgana, de la calma a la zozobra o de la admiración al desencanto sin que pudiera encontrarse un motivo lógico. Abuámir no terminaba de entenderlos. Por eso se había apoderado de él un cierto malestar interior. Quiso triunfar también allí, como antes en otros retos que le presentaba la vida; pero temía haberse equivocado y no poder ya enderezar la situación.

Vino a verle el imán de la mezquita mayor. Cuando se lo anunciaron, le invadió un sentimiento contradictorio: por un lado, no deseaba encontrarse con él, pues suponía que le echaría en cara el asunto de la fiesta; pero, por otro lado, pensó que hablar con él sería la única manera de ganarse al sector ortodoxo que tan en contra tenía.

El imán se llamaba Guiafar. En cuanto Abuámir lo vio, comprendió que tendría que soportar una típica reprimenda sunní. Era anciano y de aspecto venerable, pero de airada y dura mirada bajo un níveo ceño.

Abuámir le invitó a sentarse. Sin embargo, Guiafar lo rechazó con un expresivo gesto de la mano.

—No voy a quitarte tu tiempo —dijo el imán—. Sé que tienes mucho que hacer. Pero te pido que me escuches con atención. Yo tampoco puedo perder mi tiempo; me aguardan en la madraza.

Abuámir asintió con un amplio movimiento de cabeza y se dispuso humildemente a escuchar.

—¡Óyeme, joven cadí! —le soltó el imán con tono autoritario—. Ser cadí supone juzgar a los hombres y dictar sentencia, llevando a cabo una tarea de la que sólo Dios debería encargarse; pero como el Dueño de todo quiso que Su justicia fuera impartida en Su nombre por hombres justos y sabios, a nosotros nos toca la enorme responsabilidad y la carga de obedecerle. Por eso, una vez elegido, hasta el propio príncipe debe mostrarse respetuoso con el cadí, incluso aunque éste expresara alguna opinión contraria a la suya. Se cuenta, por ejemplo, que cuando el califa Abderrahmen se estaba construyendo, en su palacio de Medina al-Zahra, un pabellón con el tejado hecho de tejas recubiertas de oro y plata, los cortesanos a los que invitó a visitarlo se quedaron admirados, pero el entonces cadí, el padre del actual, se quedó ceñudo y silencioso, desaprobando aquella ostentación de riqueza. Cuando el califa le pidió su opinión, él dijo: «Jamás hubiera pensado que Sahy-tan, el diablo, tuviera tanto poder sobre vos como para poneros al nivel de los infieles». Piensa lo peligroso que resultaba hacerle un comentario así a al-Nasir, un hombre acostumbrado a que nadie pusiera en duda sus actos. Se hizo un silencio absoluto, con la tensión flotando en el ambiente, y de pronto Abderrahmen ordenó que se retiraran aquellas tejas ofensivas y se reemplazaran por otras de barro.

Abuámir estaba avergonzado. Bajó la cabeza y comprendió lo que el imán quería decirle con aquel discurso. Permaneció en completo silencio. Entonces el viejo Guiafar entornó los ojos e hizo memoria de la sura cuarta:

¿Por qué no queréis combatir por Dios

y por los oprimidos hombres, mujeres, niños, que dicen:

«¡Señor, sácanos de esta ciudad,

líbranos de sus impíos habitantes!

¡Danos un amigo designado por ti!»?

—Y ahora me marcho —concluyó Guiafar—. Ahí te dejo con tu conciencia. ¡Basta ya de dispendios, fiestas y desenfrenos!

Y dicho esto, abandonó el despacho.

Al día siguiente era viernes. Vestido con una sencilla futa blanca, Abuámir se presentó en el sermón de la gran mezquita. Ocupó su sitio en cuclillas y se humilló delante de todos. Con ello terminó con la polémica suscitada por la fiesta.

Capítulo 53

Hedeby, año 970

Pasaron dos años más, con sus respectivos veranos, sin que el mercader al-Tartushi apareciera con su barco en el puerto de Hedeby. Se supo que eran tiempos difíciles para la navegación porque los vikingos noruegos estaban enemistados con los daneses e impedían el paso de las embarcaciones que venían del país de los eslavos. Los daneses, en respuesta, cerraron el paso del mar del Norte, con lo que parte de las rutas comerciales se quedaron bloqueadas. Por otra parte, los piratas sarracenos de Frexinetum sembraron el terror entre los navegantes del Mediterráneo y nadie se aventuraba a hacerse a la mar en empresas de largo alcance. Resultaba arriesgadísimo pretender embarcarse para ir a cualquier sitio.

En todo este tiempo, Asbag se habituó plenamente a vivir en la abadía de San Martín y continuó colaborando en el
scriptorium,
siguiendo el régimen monacal como si fuera uno más de los monjes. Pero decidió que no esperaría un verano más a que apareciera un barco que pudiera devolverlo a Córdoba. Empezó pues a estudiar la manera de regresar por tierra. Habló de ello con el abad una mañana en la que el comienzo de la primavera había iniciado el milagro del deshielo y se podía ya pasear por los senderos del huerto de la abadía.

—No voy a esperar este año al final del verano —le dijo al abad—. Cuando mejore el tiempo tendré que ponerme en camino hacia Hamburgo y desde allí a Sajonia… No puedo pasarme la vida aguardando el barco de al-Tartushi.

—¡Vaya! Me lo temía —respondió el abad, entristecido.

—¿Podrás ayudarme a preparar mi viaje? —le pidió Asbag.

—Naturalmente. Dos hermanos pueden acompañaros hasta Hamburgo. Os daré una carta para el arzobispo y él os aconsejará la forma más conveniente de proseguir vuestro viaje de regreso.

—Que Dios te lo pague.

—Con vuestro trabajo en el escritorio lo habéis pagado con creces —repuso el abad.

Los días de deshielo se alargaron esta vez, porque todavía llegó una gran nevada seguida de helados vientos del norte. Pero por fin brilló el sol y el agua fluyó por todos lados; brotó la hierba y florecieron los prados, completándose el ciclo.

Una mañana llegó un mensajero que trajo noticias de Brema. Era una carta del arzobispo. El abad reunió a todos los monjes y les leyó la misiva. Decía así:

Adaltag, arzobispo de Hamburgo-Brema

a Clément, abad de San Martín en Hedeby

Querido hermano en el señor Jesucristo: Próximamente nos pondremos en camino con destino a Helling para encontrarnos con el rey Harald de los daneses. El cual, gracias a Dios Todopoderoso y a la intercesión de los santos, ha cedido a la efusión del Espíritu Santo y resuelve consagrar su reino al único y verdadero Dios, uno y trino. En nuestro viaje pasaremos por vuestra casa y permaneceremos en ella el tiempo necesario para reparar nuestras fuerzas e inspeccionar la abadía.

Que Dios Todopoderoso os bendiga y os guarde en la caridad.

Los monjes se entusiasmaron con la noticia. Debido a los conflictos internos del reino y a la oposición de algunos de los nobles más relevantes, hacía ya tiempo que el arzobispo no se acercaba a Jutlandia. Y Asbag se entusiasmó aún más, por la posibilidad de incorporarse a la comitiva para ir con ella hasta Hamburgo en su viaje de regreso.

Apenas un mes después de la llegada de aquella carta, se presentó en la abadía el arzobispo Adaltag con su séquito de clérigos y su escolta de caballeros germanos. Todo el mundo pensó que arribarían en barco, por la ría; pero llegaron por tierra, sobre grandes y fuertes caballos, seguidos de una larga fila de bueyes que portaban la impedimenta.

Acamparon en la ensenada que se extendía frente a la abadía, y la gente de Hedeby se acercó rápidamente para curiosear. Al principio no hubo problemas, pero luego todo se complicó, aunque aquel día la cosa no pasó de una encendida bronca con insultos y amenazas. Germanos y daneses se aborrecían.

El arzobispo se alojó en la abadía. Los monjes, y Asbag con ellos, salieron a recibirle al pórtico principal. Entraron todos en la iglesia y se rezó la hora tercia. Adaltag era un prelado de barba gris y mejillas flácidas, serio, frío y distante. Sentado en la sede, mantuvo todo el tiempo los ojos fijos en el gran libro del salterio que ocupaba el centro del templo. Y sólo al final de la celebración paseó la mirada por quienes habían rezado a su alrededor, manteniendo inmutable la expresión de su rostro.

Más tarde, ya en el capítulo, el abad le presentó a Asbag y le contó con detalle quién era y cómo había llegado hasta allí. El arzobispo se mostró entonces sorprendido y quiso saber un montón de datos acerca de Córdoba y de la corte del califa.

La conversación prosiguió ya de noche, después de la cena, junto a la gran chimenea que caldeaba la estancia donde los monjes solían juntarse para departir. El arzobispo siguió con atención la conversación; pero al poco tiempo perdió todo interés en ella y se quedó inmóvil en su asiento, con la mirada vacía. Al cabo se le cerraron los ojos. El clérigo que le asistía se apresuró entonces a ayudarle a levantarse y le condujo hacia sus aposentos.

Al día siguiente daba comienzo el gran mercado de la ciudad, en el que los habitantes de los alrededores vendían el botín acumulado en sus correrías a las costas, al otro lado del mar. El arzobispo no tuvo la precaución de prohibir a sus hombres que se acercaran al suburbio. A media mañana se formó el hervidero de costumbre: campesinos, pescadores, navegantes, guerreros vikingos, oportunistas, aldeanos, mercaderes y magnates con sus escoltas y servidumbre. La cerveza empezó a correr a mediodía encendiendo de euforia la atmósfera. Y los soldados germanos del arzobispo se sumaron al ambiente festivo del mercado.

Los daneses siempre habían recelado de los deseos imperiales de los alemanes y pronto se caldearon los ánimos. Se desató una tremenda pelea que degeneró en una auténtica batalla en el corazón de la ciudad. Hubo varios muertos, casas destruidas y pillaje.

Por la tarde los vikingos rodearon el campamento y la abadía. Los soldados germanos se vistieron las armaduras y se subieron a los caballos, manteniéndose en guardia, pues era evidente que en cualquier momento se iba a producir el asalto.

El arzobispo estaba desconcertado, estupefacto ante una situación inesperada que le sobrepasaba por completo. Se encerró en la capilla y se postró en oración delante del crucifijo. Los monjes, por su parte, no sabían qué hacer.

El gobernador de la ciudad, enfurecido, permanecía al frente de sus hombres en un promontorio cercano, aunque no se atrevía a ordenar la carga. No obstante, Torak y un nutrido grupo de aguerridos vikingos lanzaban alaridos desde el límite del bosque y se preparaban para arrojarse al combate en cualquier momento.

El abad se empeñó en salir a parlamentar y, aunque los demás monjes trataron de disuadirle, al final atravesó la puerta de la abadía y el campamento germano. Todos le vieron alejarse con su caminar trabajoso hacia los daneses y se temieron lo peor. Pero el anciano monje pasó entre los guerreros vikingos y consiguió llegar hasta el gobernador de la ciudad sin que nadie lo tocara. Estuvo parlamentando durante un largo rato y luego se le vio regresar.

El arzobispo aguardaba angustiado en la capilla. El abad se dirigió hacia allí. Los monjes y los clérigos esperaban con ansia que hubiera alguna posibilidad de evitar el combate.

—¿Tenéis monedas, joyas y objetos de valor? —le preguntó el abad al arzobispo.

Adaltag le miró con ojos perdidos y ajenos.

—Sólo una cosa puede contentarles —prosiguió el abad—: el oro. Si lleváis con vosotros la cantidad suficiente para que se sientan compensados evitaremos la batalla. En el fondo temen a vuestros caballeros, aunque no están dispuestos a marcharse con las manos vacías. Son orgullosos, pero el oro les puede.

—¡Que venga el conde Brendam! —ordenó el arzobispo. El conde era quien comandaba a los caballeros germanos. Cuando se presentó en el claustro de la abadía, el arzobispo le pidió algo en lengua germana. Brendam salió con gesto contrariado y al poco rato regresó con dos criados que portaban entre ambos un baúl. Abrieron la tapa y, sobre una manta extendida en el suelo, fueron depositando diversos objetos preciosos: vasos de oro, cálices, camafeos, medallones, crucifijos, monedas, etc.

—¡Oh! ¿Qué es todo esto? —exclamó el abad.

—Es un obsequio del emperador Otón el Grande para el rey Harald de los daneses —respondió el arzobispo.

En el baúl quedaba todavía un envoltorio de telas. Adaltag se acercó hasta él y lo deslió cuidadosamente. Apareció una preciosa corona de oro y pedrería rematada con una cruz.

—Y ésta es la corona bendecida por el Papa con la que he de coronar a Harald como rey católico y romano. Con ello, este reino quedará integrado definitivamente en la cristiandad.

Al escuchar aquello, los clérigos que estaban presentes prorrumpieron en un murmullo de sorpresa.

—¿Será suficiente todo esto para contentar a esos bárbaros? —preguntó el arzobispo, señalando con el dedo los objetos preciosos que estaban sobre la manta—. ¡Naturalmente, me refiero a todos excepto la corona!

Volvieron a colocar todo en el baúl, lo llevaron al exterior y lo cargaron sobre los lomos de un buey. Uno de los monjes jóvenes salió de la abadía conduciendo al animal con el preciado tesoro en dirección a los sitiadores.

Los vikingos se apresuraron a inspeccionar el contenido del bulto, rodeando el baúl. El gobernador se acercó y puso orden, pues enseguida había estallado una violenta discusión. Un griterío, mezcla de júbilo y de furia, sonó durante un rato cuando se encontraron con el oro.

—Parece que están satisfechos —comentó el abad.

Pero todavía no estaba resuelto el problema. Se oyeron los gritos lejanos del gobernador, que controlaba el sitio desde el promontorio.

—¿Qué dicen ahora? —preguntó el arzobispo, pues no comprendía la lengua vikinga.

—Quieren los bueyes —tradujo el abad.

El conde Brendam se enfureció y echó mano a la espada. Pero el arzobispo le contuvo.

—No, no, no… —dijo—. Nada de violencia. Dadle los bueyes. Acabemos de una vez con este asunto. Si provocamos ahora un conflicto haremos peligrar la alianza del reino con la causa de la cristiandad. ¡Dádselos! ¿Qué son unos bueyes al lado de lo que está en juego?

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