Authors: Jesús Sánchez Adalid
—Bien. Quien busca halla. Confío en que esa firme determinación tuya encontrará su recompensa. Pero, en todo caso, si alguna vez me necesitas… aquí estaré.
—Y yo te lo agradezco de corazón. Y ahora, me gustaría saber qué fue de mi viejo libro de crónicas.
—¡Ah! Las crónicas de Aben-Darí; tu adorada epopeya árabe…
Asbag se levantó de la mesa y se acercó a unos estantes repletos de libros que estaban al final de la sala. Ojeó cuidadosamente las hileras de volúmenes y extrajo uno de ellos.
—¡Aquí está! —dijo mientras regresaba junto a Abuámir—. Le pusimos tapas nuevas e incorporamos las copias de algunas hojas que le faltaban. Gracias a Dios, en la biblioteca de Zahra había un ejemplar. Espero que te guste el resultado final.
—¡Oh, es maravilloso! —exclamó Abuámir acariciando el libro—. Es un trabajo formidable. —Echó mano a la bolsa y sacó varias monedas—. ¿Cuánto he de darte?
—¡Chsss! Nada de eso. Lo hice yo mismo, con sumo gusto, en mis ratos libres. Acéptalo como un obsequio por este reencuentro.
—Eres muy generoso, mumpti Asbag. Dios te recompensará.
—Bien, amigo Abuámir —dijo el obispo poniéndose de nuevo en pie—, ahora he de visitar a algunos enfermos; mañana es domingo y estaré muy ocupado; debo aprovechar las últimas horas de luz.
El arcediano esperaba ya al obispo en la puerta, junto a los acólitos con los ciriales y el crucero. Abuámir los vio alejarse por las estrechas callejuelas. Luego, satisfecho por aquel reencuentro, partió alegremente hacia la casa de su tío Aben-Bartal.
Pasó junto a la minúscula mezquita del santo Sidi al-Muin, dobló la esquina y se encontró con el viejo y destartalado caserón de su tío, con sus mendigos a la puerta, como siempre, como si el tiempo se hubiera detenido allí.
Córdoba, año 966
—¡Amo Abuámir! ¡Amo Abuámir! —gritó desde el patio el criado Fadil—. ¡Despierta!
Abuámir abrió los ojos y miró a la ventana de su alcoba, desde donde se veía un trozo de cielo que asomaba por el tragaluz del patio interior. Era de noche.
—¡Por Dios! —exclamó con tono perezoso—. ¡Aún no ha clarecido! ¿Es que no se puede dormir en esta casa?
Dicho esto, se revolvió entre las sábanas e intentó de nuevo conciliar el sueño. Sin embargo oyó los desiguales pasos de la cojera del criado, primero en la escalera y luego en el ruidoso pasillo de carcomidas tablas.
—¡Amo! ¡Amo Abuámir! —insistió Fadil—. Aquí hay un hombre que pregunta por ti.
—¡Voy! ¡Voy! Cuando no es una cosa es otra —protestó Abuámir.
Cuando se inclinó sobre la barandilla interior, vio a su tío de hinojos en su esterilla de oración, como casi siempre, y a un elegante y corpulento hombre que aguardaba en uno de los rincones. Bajó al patio y saludó.
—Vengo de parte de mi señor Ben-Hodair, el visir —dijo el visitante—. Ayer me ordenó que hoy, a primera hora del día, viniera a buscarte para reclamar tu presencia en el palacio del cadí de Córdoba, donde él se entrevistará contigo a media mañana.
—¡Oh! ¡Gracias a Dios! —exclamó Abuámir sin poder contenerse—. Dile a tu amo que allí estaré.
Cuando el mensajero se marchó, Abuámir saltó de alegría y gritó:
—¡Por fin! ¡Por fin! ¡Por fin…! Creía que se había olvidado de mí… Han pasado tantos meses… Pero no, no se ha olvidado. ¡Bendito Ben-Hodair!
Abuámir tuvo el tiempo necesario para acudir a los baños. Pidió que le dieran masajes y se recortó la barba. Luego se tendió en una de las esteras de la sala fresca del
bamman
dispuesto a relajarse. Lo invadió una extraña tranquilidad al convencerse de que no le sería difícil ganarse al cadí. Confiaba suficientemente en su habilidad para granjearse la voluntad de las personas.
A media mañana estaba en el palacio del cadí supremo de la capital. Aguardó sólo un momento, y enseguida uno de los secretarios le condujo hacia el interior del edificio. Entraron en un salón inundado por una luz tenue, con las paredes encaladas y el techo muy alto, rematado con una cúpula. Reinaba una agradable calma y un silencio cortado únicamente por el batir de alas de una paloma que debió de quedarse encerrada a primera hora de la mañana y que revoloteaba de vez en cuando de una esquina a otra. Abuámir estuvo allí un rato, absorto, entretenido con las evoluciones del angustiado pájaro; hasta que lo vio detenerse en uno de los tirantes de la bóveda, justo encima.
Entonces entró en el salón el visir Ben-Hodair, impecablemente vestido, como siempre, junto al cadí supremo, Muhammad ben al-Salim. Abuámir se inclinó en una profunda reverencia y permaneció así, aguardando a que se le diera el permiso para enderezarse.
—Ah, querido…, querido Abuámir —dijo Ben-Hodair—. Deseaba verte; cuánto te he añorado. ¡Vamos, a mis brazos!
—¡Amado señor! —dijo Abuámir abrazando al visir.
—Éste es el cadí supremo de Córdoba —dijo Ben-Hodair—. El señor Muhammad ben al-Salim. Desde hoy mismo te pondrás a su servicio como auxiliar de la suprema notaría. ¿Estás contento?
—¡Dios os bendiga, señores! —exclamó Abuámir mientras besaba la mano del cadí.
Luego se enderezó y lo miró directamente a la cara. Ben al-Salim era un hombre de rostro imperturbable, delgado, seco y de piel cetrina; un funcionario que se había hecho a sí mismo, sabio y muy honrado, pero con un espíritu frío y antipático que se delataba en su semblante.
Abuámir jugó a esbozar una media sonrisa que no se vio correspondida. En ese momento, como una gota de plomo, cayó sobre la blanca túnica del cadí un excremento de la paloma que estaba justo encima de ellos. A Abuámir se le escapó una sincera y sonora carcajada que retumbó en la bóveda. Sin embargo, a Ben al-Salim aquello no le divirtió en absoluto. Por un momento reinó un tenso silencio.
—¡Talab! ¡Talab! —gritó el cadí severamente, llamando a uno de los criados—. ¡Trae al baharí! ¡Trae al halcón inmediatamente! Malditas palomas, malditas y merdosas palomas…
El criado apareció con un halcón en el puño. Ben al-Salim le quitó la caperuza y el ave escrutó con ojos fieros la inmensidad del salón. El cadí dio una fuerte palmada y la paloma alzó el vuelo, espantada. El halcón se lanzó como un proyectil y, un momento después, descendía con su presa prendida en las garras.
Mientras un criado quitaba con un paño la mancha de su túnica, el cadí, firme en su seco y frío gesto, preguntó a Abuámir:
—De manera que has estudiado las leyes con Abu-Becr, ¿no es así?
—Sí. Y con Aben-Moavia y Abu-Alí Calí.
—Bien, bien. Mañana mismo empezarás. Preséntate en mi nombre al notario mayor y que te muestren tu despacho. Y, si puedes demostrar esa valía que acredita el visir, pronto ascenderás.
Dicho esto, el cadí se acercó hasta donde estaba el halcón desplumando a la paloma. Llamó al ave de presa y ésta saltó hacia su puño. Con paso firme, Ben al-Salim se marchó por donde había llegado, acariciando a su halcón, y sin decir una palabra más.
El visir Ben-Hodair miró entonces a Abuámir.
—Él es así —le dijo en tono consolador—. Desde luego no es un hombre cariñoso y simpático, pero es justo y goza de la plena confianza del
badjid
al-Mosafi, que es quien dispone en Córdoba. Tú sabrás ganártelo con el tiempo; no te faltan cualidades…
A Abuámir no le fue difícil acomodarse a su nuevo cargo en la suprema notaría. No era un adulador, ni se entretuvo en halagar a sus superiores, pero pronto supo ganarse la confianza del notario mayor y de los funcionarios que ocupaban los demás departamentos subalternos. Sin embargo, el cadí Ben al-Salim le miraba siempre con cierto recelo; o, al menos, eso era lo que a él le parecía.
Pasaron los meses y el tiempo se le hacía interminable. Si en un principio pensó que aquel puesto en el palacio del cadí sería una oportunidad para conocer a personajes influyentes y abrirse camino a fin de conseguir lo que más anhelaba, o sea un empleo en la corte, pronto se sintió defraudado, pues sus ocupaciones no pasaban de la monótona redacción de los formularios y la rutinaria revisión de las innumerables instancias que llegaban a las magistraturas. Su despacho era lúgubre, y sus contactos se reducían al trato con los magistrados y notarios, que, en definitiva, no podían aspirar a un puesto superior al del propio cadí. No era una posición desdeñable la suya, pues cualquiera que ocupara un cargo en la curia gozaba del respeto y la consideración de los ciudadanos; pero para alguien que ha dejado la cabeza de un señorío, por minúsculo que fuera, aquello no dejaba de ser un subyugado puesto de subalterno escribiente. Y, para colmo, tenía que vivir en la aburrida casa de su tío Aben-Bartal, donde no se hacía otra cosa que rezar y atender a los menesterosos. El tío de Abuámir se había convertido en un místico miembro de la secta fundada por el santo Sidi al-Muin, cuyos restos reposaban en la vecina y minúscula mezquita, y constantemente albergaba en su casa a fanáticos predicadores y adeptos fervorosos que miraban con malos ojos las diversiones, la música, la poesía y el vino. En tales circunstancias resultaba imposible trasnochar o llevar a los amigos a casa para hacer fiestas o reuniones con poetas. Una vida así estaba muy lejos de lo que Abuámir había soñado un día.
Cada dos días lo visitaba Qut, su antiguo compañero de estudios, que también había terminado, si bien tenía que conformarse con la modesta ocupación de redactar instancias en un improvisado cuchitril próximo al alcázar y limitarse a vivir del módico salario de un escribano público. Qut era un hombre inteligente, además de un buen amigo. Parecía intuir lo que preocupaba a Abuámir. Cuando un día ambos compartían una jarra de vino en su adorada taberna del judío Ceno, Abuámir se quejó amargamente delante de su amigo, como ya había hecho en otras ocasiones, cuando el vino le contrariaba en vez de producirle alegría.
—Siento que se me echa a perder la vida como si fuera un buen vino que se agria, y no puedo evitarlo —dijo Abuámir—. Si hubiera sabido esto, no habría venido de Torrox. Y lo peor es que ya no puedo volverme atrás.
Qut le lanzó una mirada que era como un callado suspiro. Luego bajó la vista y se entretuvo durante un rato haciendo girar el vaso entre sus dedos. Finalmente le dijo:
—Quiero entenderte y no puedo. Lo tienes todo: una buena casa en el barrio viejo, apellidos ilustres, buena presencia, un puesto en el palacio del cadí, una mujer hermosa aguardando para satisfacer el menor de tus caprichos… ¿Qué te falta?
—En primer lugar, estoy desperdiciando el tiempo y no usándolo; esto nunca lo había sentido antes. En segundo lugar, estoy haciendo justo lo que siempre he odiado: conformarme con la rutina y vivir ateniéndome a lo que otros me ordenan. Por las mañanas, mi tío me levanta y me hace repetir interminables letanías; y el resto del día mis superiores me hacen redactar interminables memoriales…
—¿Y qué pensabas que era la vida? —dijo Qut, mirando más allá de Abuámir.
—No sé… —respondió él llevándose el vaso a los labios con ansiedad contenida—. Ya sabes lo que yo soñaba; cambiar este anquilosado y viejo orden… Hacer algo, algo importante en el mundo; como los hombres que aparecen en las crónicas de Aben-Darí…
—No eres el único que va por ahí arrastrando sus sueños —dijo Qut con tono apesadumbrado—. Pero, al menos, tú tienes casa, parientes, mujeres y dinero. En cambio, ¿qué tengo yo? Yo también abandoné mi pueblo, pero porque mi padre murió en un ajuste de cuentas a manos de un rival vecino. Mi madre y mis hermanos se dispersaron… He pasado mucha hambre, tú lo sabes bien. Y hoy, no me quejo, aunque vivo en una apestosa casa de huéspedes y mi bolsillo depende de los papeles que me traen cada mañana… Si no tengo instancias que escribir no tengo qué comer.
Abuámir no dijo nada.
—Deberías meditar sobre quién está delante de ti cuando te quejas —continuó Qut—. Siempre has sido un buen amigo, no voy a negar eso; compartes cuanto tienes y nunca me ha faltado nada desde que te conocí. Pero a veces se hace insufrible soportar tu corazón inquieto y tu amarga e infundada rebeldía contra la vida, que, por otra parte, jamás te ha negado nada.
Abuámir seguía mudo.
—Pero tú eres así, Abuámir —dijo Qut, lleno de comprensión—. Nunca he dudado de que un día llegarás lejos. El tiempo te ayudará…
Abuámir sonrió al escuchar aquellas últimas palabras. Extendió la mano y la posó en el hombro de su amigo. Firmemente, como si ya hubiera estado decidido desde tiempo atrás, le dijo:
—Mañana vendrás conmigo a la suprema notaría; trabajarás conmigo en mi despacho y repartiremos mis ganancias.
—¡Oh, no! Es algo que te corresponde tan sólo a ti. Con lo que te he dicho no buscaba tu ayuda ni pedía nada…
—¡No se hable más de ello! Vendrás conmigo. Te lo mereces. No tengo por qué ocupar un puesto que sólo debo a mi suerte; no es justo. Desde mañana compartiremos el despacho. Además, creo que así me divertiré más. Y ahora… ¡Vayamos al jardín del Loco para celebrarlo!
Los dos amigos cruzaron el puente como llevados en volandas por su propia alegría y por el vino que habían bebido. Y, al otro lado, se encontraron con las tapias del jardín del Loco, cubiertas de enredaderas, y les llegó la vaharada de fragantes olores que impregnaban aquel delicioso y placentero lugar: aromas de rosas y jazmines, el húmedo y fresco vaho de las fuentes, el humo perfumado de las velas… Se internaron entre los setos y buscaron un rincón iluminado, para dejarse caer sobre los suntuosos divanes repletos de cojines. Gozaron allí con la comida y la bebida, así como con la absorta contemplación de las hermosas bailarinas.
Luego, el Loco subió a la tarima y, acompañado por el laúd, dejó oír su voz cálida y armoniosa:
¿Dónde está el amor?, dímelo;
si el tiempo todo lo ha de separar.
Enviaré mi alma detrás de él
y también la perderé.
Mira esa tórtola, ¿adonde va?
Así vuela mi juventud.
Si no me bebo yo esta copa
la vida la apurará.
Los dos amigos hablaron de muchas cosas aquella noche. Y, más tarde, cuando el ambiente empezó a languidecer, permanecieron un rato en silencio, escuchando los dulces sones del laúd y las tristes letras de las canciones de amor. Hasta que Qut le dijo a Abuámir:
—Estás pensando en la viuda de Bayum… A mí no puedes negármelo; he visto otras veces esa mirada perdida…
Abuámir sonrió.
—Podrías acompañarme —dijo—. Hay una criada que no está del todo mal.