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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (27 page)

BOOK: El mozárabe
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—No, no, no… No llames a nadie. Ninguna persona, aparte de ti, debe saber que estoy aquí; esto es un atrevimiento que sólo yo he decidido, sin pedir consejo a nadie.

—Y… ¿qué queréis de mí, querido califa?

—¿Recuerdas la conversación que tuvimos en mi palacio hace diez días?

—Sí, claro; cuando llegó Recemundo con aquellos sabios…

—Pues bien; si lo recuerdas, te dije que quería conocer Córdoba de cerca, para saber si la ciudad es tal y como yo la imagino. Si hubiera venido a ella como otras veces, en calidad de califa, mis funcionarios me habrían ocultado la verdadera realidad, preparándolo todo para que yo quedara contento, lo que no me habría servido de nada. Por eso decidí disfrazarme y recorrer Córdoba a pie, barrio por barrio. En numerosas ocasiones me has hablado de la pobreza y la miseria que conviven en las calles con el lujo y la ostentación… Quiero verlo con mis propios ojos y, luego, obrar en consecuencia…

—Está bien —respondió Asbag—. Creo que lo he comprendido. ¿Cuándo queréis comenzar?

—Hoy mismo. ¿Por qué hemos de esperar?

Los tres hombres salieron a la calle. Hacía un día precioso, con el cielo salpicado de nubes; el aire estaba templado y perfumado de aromas de lluvia. Dejaron el barrio cristiano, que descansaba por ser domingo, y se adentraron en los poblados callejones de la grande y laberíntica Córdoba. A Alhaquen le pareció que necesitaría miles de años para descubrir los secretos de su ciudad. Todo fue de pronto barullo, griterío, deambular codo con codo con la masa callejera que se había lanzado a exprimir la mañana después de la lluvia. Allí estaban las caballerías resbalando por los mojados adoquines y entorpeciendo el paso, en la estrechura acentuada por los improvisados mostradores, los vendedores ambulantes con sus mercancías sobre la cabeza, los campesinos empujando torpemente, los compradores apresurados, los paseantes deambulando con calma, los artesanos golpeteando sobre sus hechuras, los ociosos mozalbetes, los mendigos falsos y verdaderos, los ciegos voceando sus miserias, los enfermos afligidos por sus males, los fulleros engañando a la gente, los cuentistas, los pregoneros vociferando, los afectados de llagas y pústulas supurantes vendadas con infectos trapos… Y todo esto impregnado de los olores de la multitud: de los guisos, de las especias, de los perfumes, de las drogas, de los fritos, del pescado, de los orines, de los podridos desperdicios, de los cueros malolientes, de las aguas revueltas… Había alegría y jolgorio junto al llanto y el quejido lastimero; gente afanada en sus tareas, comprando y vendiendo, arreglándose la barba, comiendo, bebiendo, eructando de satisfacción… Y gente descalza y harapienta aguardando las migajas y las sobreras limosnas. Todo eso en el exterior, porque tras las sencillas fachadas el interior quedaba vedado por las puertas y los balcones y ventanas cubiertas con apretadas celosías. A veces se atisbaba algún fresco patio o alguna lujosa alhóndiga; pero las casas ricas estaban protegidas por las tapias altas, por encima de las cuales se alzaban brillantes ramas de palmeras y los árboles de jugosos frutos de los jardines y huertos que encerraban las espléndidas residencias de los ricos, a cuyas puertas se amontonaban los mendigos.

No obstante, fue en los arrabales más alejados, fuera de las murallas, donde se encontraron con la masa de sucios, hambrientos y desgraciados que venían a buscar un sitio en la ciudad, sin poder aspirar siquiera a cruzar las puertas.

—¿Y éstos? —preguntó el califa.

—Son los más miserables entre los miserables —respondió Asbag—. Son las víctimas de las guerras, las sequías y las epidemias. Lo han perdido todo y vienen a la ciudad a intentar pedir limosna; pero mueren ahí, como perros sarnosos y abandonados…, sin poder siquiera entrar.

—¡Oh, Dios mío! ¡Cuánta desgracia! —exclamó Alhaquen.

El califa no se conformó con mirar. Preguntó, indagó; quiso conocer a fondo la raíz del sufrimiento y la extrema desigualdad que le había sido velada durante tanto tiempo. Y los desgraciados le respondían como suelen hacer los que nunca tuvieron nada y saben que jamás lo tendrán: con medias palabras, nacidas de la mezcla de la resignación y la falta de toda esperanza. Así anduvieron, de arrabal en arrabal, por los ponzoñosos barrizales de la miseria, cuyos moradores se arrastraban sin comer, pero comidos de piojos, chinches y lepra; comidos de gusanos aquellos que, muertos ya, no tenían quien les excavara un hoyo en la tierra y se pudrían a la vista de todos, al lado de los caminos o en los más apartados basureros.

Una vez frente a la puerta que mira a la quibla, Alhaquen se detuvo una vez más, al contemplar a un mendigo ciego que aullaba a cuatro patas como un perro.

—¿Hombre de Alá, por qué aúllas?

El desdichado ciego alzó entonces la cabeza y preguntó a su vez:

—¿Darías tú a un perro lo que se le niega a los hombres?

—No —respondió el califa con rotundidad.

—Pues dame al menos lo que corresponde a un perro —contestó el ciego.

Alhaquen entonces extrajo un puñado de monedas y las puso en la mano de aquel hombre. Luego se apoyó en la muralla y sollozó amargamente durante un buen rato.

Asbag y el criado estuvieron viéndole llorar impasibles, sin atreverse a decirle nada, hasta que el califa, tras enjugarse las lágrimas, les miró desde un abismo de tristeza y les dijo:

—Es suficiente. Regresemos.

Capítulo 28

Córdoba, año 966

Siguiendo el modelo que los filósofos de Oriente habían ideado, Alhaquen se consagró a ser un príncipe generoso, protector del pueblo y conocedor de las necesidades de los más débiles. Todas las ramas de la enseñanza debían florecer bajo un califa tan ilustrado. Las escuelas primarias eran ya buenas y numerosas, pero habían estado reservadas para una élite poderosa. Sin embargo, Alhaquen opinó que la instrucción no estaba aún bastante extendida, y en su benévola solicitud hacia los pobres fundó en la capital veintisiete escuelas, donde los niños sin bienes recibían educación gratuita y un plato de comida diario. Él pagaba a los maestros y los alimentos de su propio tesoro. Y no sólo se beneficiaron los musulmanes de tan piadosas obras, sino que cristianos, judíos, eslavos y extranjeros, vinieran de donde vinieran, fueron considerados por igual súbditos si andaban en la miseria.

No era un califa religiosamente ortodoxo, en el sentido de que nunca persiguió con las armas a los infieles y evitó ejercer la violencia contra quienes se obstinaban en sus errores. Él mismo adoptó siempre una postura ecléctica, procurando conciliar las doctrinas que le parecían mejores o más verosímiles, aunque procedentes de diversos sistemas. Incluso se rodeó de maestros de otras religiones y se dejó aconsejar por ellos, por lo que no faltaron las críticas de algunos exigentes ulemas. Pero se ganó la admiración y el respeto de los más, porque había dado siempre muestras de una devoción ejemplar, apartándose sensiblemente en este aspecto de la conducta de su padre. No sólo buscaba la compañía de los juristas y los teólogos, al mismo tiempo que la de literatos y especialistas en ciencias exactas, obispos y rabinos, sino que se esforzaba en dar a la religión el mayor lustre posible dentro de su reino.

Era un hombre en búsqueda; un peregrino de la vida. Por eso descuidó la suya propia y la de los que formaban el núcleo más íntimo de su entorno.

Sería por ello que la favorita, Subh, comenzó a sufrir de melancolía en el olvido de los suntuosos y escondidos harenes de Zahra. La hermosa madre de los príncipes adelgazó entonces hasta extremos preocupantes y se pasaba la vida llorando. Los médicos la observaron y los eunucos reales emplearon todas sus habilidades y esmeros en el cuidado de su señora, pero todo fue inútil.

Alhaquen llamó entonces a Asbag a palacio y le comunicó confidencialmente el mal que aquejaba a la vascona, con la esperanza de que el prelado, que un día supo entenderla, fuese capaz de dar ahora con la raíz de aquella dolencia, que, según los entendidos, tenía su causa en alguna aflicción del espíritu.

Asbag se personó en Zahra una hermosa mañana de primavera y fue conducido por los laberínticos pasadizos del harén hasta el perfumado jardín que ocupaba el centro del núcleo reservado a la madre de los príncipes. Una vez allí, como siempre, fue lacerado a preguntas por los dos grandes fatas, al-Nizami y Chawdar, hasta que, colmada su paciencia, dejó traslucir su enojo y le dejaron en paz.

Después trajeron a la favorita, rebozada en sedas que sin embargo no bastaban para ocultar su patética delgadez. Y Asbag tuvo que rogar, como siempre, que les dejasen solos, recordando la absoluta confianza que el califa depositaba en él desde el día en que le encomendó por primera vez a la joven.

Cuando estuvieron por fin solos, en un cálido e íntimo saloncito, Subh dejó caer los velos de su rostro y descubrió su semblante pálido, donde se acentuaban sus enormes y verdes ojos sobre unas azuladas ojeras y unos marcados pómulos pegados a la piel.

—¡Oh, hija mía, pero qué te ha sucedido! —exclamó conmovido el obispo.

—¡Ay, venerable padre! —sollozó ella, echándose en sus brazos.

—Bien, bien…, desahógate. Vamos, vamos…

Asbag la abrazó tiernamente. Notó los huesos de aquel cuerpo frágil, sin peso ni consistencia, y sintió una dulce compasión y un paternal cariño hacia aquella criatura. Apoyó su mejilla en los cabellos sin brillo, como de estopa, y los recordó como eran, dorados y llenos de luz, sobre el rostro rosado de la cautiva, casi una niña, que conoció un día en aquel mismo palacio.

—Ya, ya está, hija mía —le dijo dulcemente al oído—. ¿Ahora vas a contarme lo que te sucede?

Subh alzó hacia él los irritados ojos arrasados en lágrimas. Miró a un lado y a otro; sin duda estaba asustada. Asbag se sentó sobre el tapiz que ocupaba el centro del reducido salón y dio unas palmaditas en el suelo, llamando a Subh para que se sentase a su lado.

—Bueno, tengamos calma —le dijo—. Tómate el tiempo que desees. Sabes que puedes contar conmigo… sea lo que sea. ¿Qué te sucede? ¿No eres feliz aquí?

—No, no lo soy —respondió ella—; soy la mujer más infeliz de la tierra.

—Pero… tienes todo cuanto una joven puede desear. Vives en un palacio, rodeada de criados a tu servicio; tienes un esposo bondadoso, culto y querido por todos; y dos buenos hijos, el mayor de los cuales un día será rey.

—Tenéis razón, venerable padre; tengo todo eso y mucho más de lo que habría deseado nunca. ¿Pero de qué me sirve? ¿De qué le sirve a alguien tener el cielo y la tierra si está solo?

—¿Sola? ¿Te sientes sola? ¿Aquí en Zahra?

—Sí, padre, muy sola. Alhaquen está enfrascado en sus asuntos. Antes me visitaba con frecuencia; pero él no es un hombre hogareño. Se educó solo, entre eunucos, y se hizo pronto a los libros y a la ciencia. Lo intenta pero no es capaz; no sabe vivir con mujeres y niños… Quiere complacer, pero con frecuencia se olvida y pasa los días y las semanas sin aparecer por aquí.

—Pero… están las otras mujeres…

—¡Ah, las otras! ¡Qué poco conocéis lo que es un harén! Mirad, antes de llegar yo había esposas y concubinas que llevaban años esperando a ser la favorita. Se hicieron viejas, ¿sabéis?, y Alhaquen ni siquiera entró una sola vez a complacerlas. Podéis imaginar lo que yo represento para ellas siendo la madre de los príncipes. Son cordiales y respetuosas, no voy a decir lo contrario, pero se les nota… Los años de encierro y desengaño las han hecho suspicaces, complejas y expertas en decirlo todo sin decir nada.

—Comprendo —respondió Asbag con gesto apesadumbrado—. Pero aún te quedan los niños. Son algo tuyo. ¿No suponen un consuelo?

—Sí, lo han sido. Y eso forma parte de mi sufrimiento. Cuando eran pequeños estuvieron a mis pechos; pero desde que empezaron a caminar y a decir las primeras palabras todo cambió. —Subh bajó el tono de voz y miró a un lado y a otro, como temiendo que alguien pudiese escucharles—. Esos dos eunucos, al-Nizami y Chawdar, ya sabéis —prosiguió con tono de disgusto—, se ocupan de todos los asuntos privados del califa. Ellos criaron a Alhaquen y se creen sus madres. No voy a decir que no hayan sido buenos con él. Alhaquen los ama de verdad y es imposible hacerle prescindir de quienes tanto cariño le brindaron en la confusa y obscura vida familiar de la corte de su padre al-Nasir. Pero para mí se han convertido en una pesadilla. Todo lo escudriñan y todo lo quieren manejar a su manera. Al principio pude soportarlo; pero ahora, que los niños se van haciendo mayores, pretenden a toda costa que sean sólo sus manos las que se ocupen de ellos. Y eso… es algo muy doloroso para una madre. ¿Lo comprendéis?

—Sí, claro —asintió compasivo el obispo—. Pobre, pobre niña.

La princesa se abrazó entonces a él y ambos compartieron de nuevo las lágrimas. Asbag se sintió profundamente conmovido. En cierto modo, se veía a sí mismo como el culpable de todo aquello. Subh era cristiana, alguien sometida a su autoridad, y él la puso en aquella situación difícil y nada clara. Comprendió entonces que era él quien tenía que intentar arreglar aquel asunto. Enjugó con su pañuelo el rostro de Subh y, sujetándole firmemente los hombros, la miró a los ojos y le dijo:

—Confía en mí. Veré qué puedo hacer.

La joven le besó entonces las manos, llena de agradecimiento, y le pidió la bendición. Asbag la bendijo y se despidió, dispuesto a hablar con el califa en cuanto le fuera permitido.

Transcurrió poco tiempo antes de que el obispo de Córdoba fuera llamado de nuevo a Zahra. Y esta vez Alhaquen le recibió en la espléndida biblioteca del palacio de verano, en la galería destinada a los tratados filosóficos llegados de Oriente, donde últimamente el califa pasaba la mayor parte de su tiempo. Asbag fue conducido hasta él y, al ver que el monarca estaba absorto en la lectura de un manuscrito, de espaldas a él y frente a los estantes, se detuvo a una distancia prudencial y aguardó pacientemente. Mientras, daba vueltas en su cabeza a la manera en que abordaría el peliagudo asunto de Subh. Sabía bien cuál era la única solución posible: sacar a la joven y a los niños del harén real y conducirlos a una vivienda propia, donde ella fuera la señora de su casa. Ésa era la única manera de librarla del ambiente enrarecido y asfixiante de los eunucos; pero la cuestión era cómo hacer comprender al califa la necesidad de un cambio tan drástico y sin precedentes en las anquilosadas costumbres de los ommiadas.

El obispo se encomendó a la Providencia y confió en la benevolencia de Alhaquen.

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