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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (23 page)

BOOK: El mozárabe
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En ese momento, un criado se acercó hasta Ordoño con una bandeja en la que había una hermosa copa de oro. El rey la cogió y la apuró de un trago. Todos bebieron.

—¡Excelente! —exclamó Ordoño.

El otro eunuco, al-Nizami, se aproximó entonces al rey cristiano con una preciosa botella en las manos.

—Este vino es el mismo que acabamos todos de apurar. Te lo llevarás a tu residencia y lo tomarás durante siete días en honor de nuestro califa… Es una vieja costumbre que se reserva solamente para los que han sido agraciados a los ojos del Príncipe de los Creyentes. Así será como si esta fiesta durase siete días.

Ordoño recogió la botella y se inclinó profundamente, lleno de agradecimiento por aquella deferencia tan especial.

—¡Y ahora, que siga la fiesta! —ordenó el eunuco.

La música volvió a sonar y las bailarinas saltaron de nuevo al centro del salón arrojando brazadas de perfumados pétalos de rosas. Las muchachas acentuaron entonces sus sensuales movimientos y los leoneses aullaron de emoción.

Asbag y Walid aprovecharon aquel momento de entusiasmo para abandonar la sala del banquete y, cuando aún no había anochecido, pusieron rumbo a Córdoba.

Córdoba

Al día siguiente, Asbag intentó entrevistarse con Ordoño para saber cuál sería su actitud en el conflicto con los embajadores. Pero, cuando llegó a su residencia, uno de los condes del séquito le dijo que el rey se encontraba algo enfermo a causa de los excesos gastronómicos y alcohólicos de la noche anterior.

El obispo volvió a intentarlo a la mañana siguiente; pero una vez más tuvo que regresar sin ver al rey, pues éste no se había recuperado. Y así acudió cada día durante una semana, sin que el estado del rey mejorase, por lo que decidió pedir que le llamaran una vez que Ordoño estuviera repuesto.

La noche del sábado, Asbag tardó en conciliar el sueño y luego tuvo pesadillas. No podía apartar de su mente aquella extraña fiesta con todos aquellos excesos, de la que no veía que nadie hubiera extraído beneficio alguno.

De repente, se despertó en plena noche con una imagen fija en la mente: la copa de oro que dieron a Ordoño y la misteriosa botella de vino. «¡Veneno!», pensó.

Por la mañana muy temprano se encaminó hacia la residencia de Ordoño, con la decidida intención de indagar acerca de aquel vino. No obstante, cuando llegó a la puerta se encontró con el griterío y el alboroto. El rey había muerto.

Los funerales se celebraron tres días después en San Acisclo, con la asistencia de todos los embajadores cristianos y un importante número de representantes de la corte del califa. Cuando terminó el oficio religioso, el cuerpo de Ordoño IV, cargado en una carreta, emprendió camino hacia León para reposar con sus antepasados.

Asbag y el juez Walid, junto con el consejo mozárabe, fueron hasta la puerta de Alcántara para despedir el cortejo fúnebre. Mientras el enlutado carromato y el séquito de caballeros dolientes se perdían por la carretera en el horizonte, el obispo se acercó al juez y le dijo en voz baja:

—¿No te ha parecido extraña esta muerte?

—¿Extraña? —respondió el juez—. ¿A qué te refieres?

—Es algo que no he dicho a nadie; pero no puedo evitar la sospecha… Es todo tan extraño. Una vez escuché que los grandes eunucos de Zahra son unos maestros en el uso de los venenos.

—¿Quieres decir que sospechas que Chawdar y al-Nizami han envenenado al rey Ordoño?

—Es algo que necesitaba comunicar; por eso te lo he dicho.

—¡Oh! —dijo Walid con disgusto—. No seamos suspicaces. Si a alguien le interesaba que Ordoño viviera era precisamente a los musulmanes, para mantener en jaque a Sancho y García. No olvidemos que mientras Alhaquen pudiera esgrimir a un pretendiente al trono tendría en un puño a los dos primos. Pero ahora veremos qué pasa…

—¿No has pensado alguna vez que quizás a algún sector de los musulmanes le interesa la guerra? ¿No benefician las batallas a los generales y a los eslavos de confianza del califa? ¿No han amasado su fortuna los más de ellos gracias al reinado belicista y guerrero de al-Nasir?

Walid miró al obispo con gesto aterrorizado.

—¡Oh, Dios! —exclamó—. ¡La guerra, siempre la guerra!

Y, tal como ambos temieron, hubo guerra. Cuando el cuerpo de Ordoño fue sepultado en León, su prematura desaparición disipó el temor de su primo Sancho, que, libre de su competidor, pudo eludir el cumplimiento de las promesas que acababa de renovar ante el soberano musulmán. Sin tardanza, ajustó alianzas con el conde de Castilla, el rey de Navarra y los condes de Barcelona, Borrell y Mirón, y se dedicó a esperar los acontecimientos.

Alhaquen no tuvo más solución que la guerra. Decidido a atacarlos y reducirlos uno tras otro, se puso en persona al frente de la expedición que, en el verano de 963 (352 de la hégira), tuvo como primer objetivo Castilla. Los ejércitos musulmanes se apoderaron de la plaza de San Esteban de Gormaz, sobre el Duero. La guerra fue cruel y sangrienta, con pueblos destruidos y multitud de cautivos.

El conde Fernán González se vio obligado a pedir una paz, cuyas cláusulas violó enseguida. Una nueva aceifa musulmana le arrebató Atienza.

Por un lado, García Sánchez I fue atacado en sus propios dominios por el gobernador de Zaragoza, Yahya ben Mohammed al-Tuchibí, y derrotado en varias batallas; además, el general Galib le ganó la ciudadela de Calahorra.

Fueron años de guerras, en los que Alhaquen aseguró las fronteras del califato, no con la paz como pretendió, sino con los ejércitos, como hiciera al-Nasir, lo que consolidó su prestigio en el trono. De esta suerte, la superioridad de las armas califales se tradujo en la imposición de una tregua a los reinos cristianos. Durante varios años hubo paz.

El obispo de Córdoba, Asbag aben-Nabil, estuvo más ocupado que nunca; sirviendo de intérprete y de mediador con las numerosas embajadas de la Hispania cristiana que desfilaron por Córdoba hasta el año 964 (363 de la hégira). Llegaron las del conde Borrell de Barcelona; la del rey Sancho Garcés I de Navarra; la de Elvira, tutora del joven rey asturleonés; la de Fernán Laínez, conde de Salamanca; la de Garcí Fernández de Castilla; la de Fernando Ansúrez, conde de Monzón; y la de Gonzalo, conde de Galicia.

El año 965 (364 de la hégira) la hermosa favorita Subh, la vascona, alumbró a otro hijo de Alhaquen, al que se llamó Hixem. El califa, lleno de satisfacción, colmó a la madre de los dos príncipes de generosos dones y la nombró sayida.
(1)

Capítulo 24

Málaga, año 966

Al pie del decorado pórtico del salón principal de su palacio estaba Ben-Hodair, envuelto en su lujosa túnica negra con bordados de oro; desplegando una sonrisa de oreja a oreja que distendía su plateada y cuidada barba.

Abuámir avanzó hacia él y, tras devolverle la sonrisa, se inclinó en una profunda reverencia. Ben-Hodair extendió los brazos y lo atrajo hacia sí para abrazarlo.

—¡Felicítame! —exclamó el visir malagueño—. He sido llamado a formar parte de la corte cordobesa. Por fin mi sobrino Alhaquen se ha acordado de mí.

—¡Dios sea loado! —exclamó Abuámir—. ¡Te lo mereces! Naciste para vivir en la corte. ¡Por fin se ha hecho justicia!

—Sí, ciertamente —respondió el visir con satisfacción—. He aguardado pacientemente este momento. El anterior califa, mi primo Abderrahmen, me mantuvo relegado. Hoy, gracias a Dios, mi sobrino se ha fijado en mí. Y yo, a mi vez, he de ser justo y reconocer que un joven tan inteligente como tú debe buscarse su lugar en la capital. Te vendrás conmigo a Córdoba y yo te presentaré a gente influyente que sabrá aprovechar tus cualidades.

—Oh, pero…

—¡Chsss! Todo el mundo sabe que estás preparado para ambicionar un lugar importante. Te vendrás conmigo. Ésta será tu oportunidad. ¿Piensas permanecer en Torrox de por vida…?

—¿Cuándo partimos? —preguntó Abuámir con decisión.

—Cuanto antes. Tienes el tiempo necesario para despedirte de los tuyos.

Abuámir llegó a Torrox al día siguiente por la mañana, después de cabalgar emocionado durante toda la noche. Era un brillante día del mes de marzo y soplaba un viento fresco que subía desde el mar; los deslumbrantes rayos del sol lo bañaban todo y los cañaverales se agitaban relucientes.

Enfiló el sendero de subida lleno de entusiasmo, pensando en lo que les diría a su madre y a sus hermanos. Estaba plenamente convencido de que lo mejor para él era regresar a Córdoba. Pondría todo en manos de su hermano Yahya y no se dejaría persuadir si intentaban disuadirle.

Encontró a su madre en el patio, dirigiendo a las criadas que se disponían a arreglar los jardines y las macetas.

—¡Hijo! —exclamó al verle—. ¿Ya de vuelta, tan pronto? ¿Qué quería el visir de ti?

—Madre, ha llegado mi momento… Ben-Hodair ha sido llamado a Córdoba y quiere llevarme con él…

Ella le contempló y apretó las mandíbulas. Luego dejó su mirada perdida en el vacío.

—Ya sabía yo que no aguantarías aquí mucho tiempo —dijo sin mirarle—. Tú no eres como tu padre… Te gusta volar alto…

—Yahya se ocupará de todo —aseguró él.

—Tu hermano es apenas un muchacho. ¿No podrías esperar aún unos años más?

Abuámir se acercó a ella y le acarició suavemente la mejilla, buscando que sus ojos se cruzaran con los suyos.

—Madre —le dijo mirándola con ternura—, tú me conoces bien; aquí me asfixio.

—Sí, comprendo, pero es tan difícil hacerse a la idea… Además, está tan reciente la muerte de tu padre…

Aquel mismo día, mientras comía con sus hermanos y con su tío, Abuámir hizo las recomendaciones que estimó oportunas y puso el señorío en las manos de Yahya, renunciando definitivamente a los derechos que le correspondían como primogénito. Luego puso en orden los documentos de su padre y redactó un acta de cesión a favor de su hermano, acompañada de las fórmulas coránicas y las promesas religiosas necesarias para conferirle autenticidad. Era como quemar las naves y desembarazarse de antemano de cualquier tentación de regresar.

Córdoba

Tras una semana de viaje, la caravana del visir Ben-Hodair remontaba un altozano y divisaba Córdoba a lo lejos. Por aquí y por allá crecían pequeñas parcelas de follaje, retamas, madroños y encinas. Ya era mediodía, y el sol de primavera arrancaba destellos de las hojas de los olivos salpicados de flores de un color verde pálido, cuyo dulce y acentuado aroma flotaba por todas partes. Los campesinos corrieron desde los rafales próximos hacia el borde de la cañada para ver el espectáculo de los caballos lujosamente enjaezados, las carretas de las mujeres, los camellos cargados y los secretarios con los halcones y los lebreles.

Abuámir se alegró en el alma al ver las doradas murallas, los alminares y los brillantes tejados de la mezquita mayor, como emergiendo del plateado Guadalquivir.

El visir fue a alojarse a Zahra con sus mujeres, hijos, nietos y demás parentela. En la misma puerta de Alcántara se despidió de Abuámir prometiéndole que en pocos días tendría noticias suyas.

Abuámir tomó entonces la dirección del barrio viejo, donde se encontraba la modesta y austera casa de su tío Aben-Bartal. Al pasar por la calle de los libreros, cerca de la iglesia de San Zoilo, se fijó en la puerta del taller cristiano de copistería y reparó en que no había recogido su viejo libro de crónicas que, siete años atrás, había dejado allí en depósito para que lo restaurasen. Decidió entrar para recuperar el volumen. En el establecimiento sólo había dos jóvenes afanados en la meticulosa tarea.

—¿El sacerdote Asbag? —preguntó Abuámir.

Ambos operarios levantaron la cabeza y se miraron extrañados.

—Asbag…, Asbag aben-Nabil —insistió Abuámir—. Trabajaba aquí.

—¡Ah! Te refieres al obispo —respondió uno de los jóvenes—; al mumpti Asbag aben-Nabil. Hace tiempo que no viene por aquí. Ahora un presbítero supervisa los trabajos en su nombre. Aun así, de vez en cuando viene a echar una ojeada. ¿Podemos servirte en algo?

—Hace siete años dejé aquí un viejo libro de crónicas —dijo Abuámir—; una copia del manuscrito de Aben-Darí. Quisiera recuperarlo. Aunque, después de tanto tiempo…

—Sí —respondió el joven—. Lo recuerdo muy bien; yo era entonces aprendiz. El libro fue reparado y estuvo durante mucho tiempo en aquel arcón, esperando a que su dueño viniera a recogerlo.

El copista se levantó del pupitre y fue hasta el arcón. Lo abrió y hurgó en el interior.

—No —repuso—. No está aquí. Pero supongo que el obispo podrá darte razón de él. Acércate a la iglesia de San Acisclo, pues falta poco para las vísperas, y suele presidir él la oración de la tarde.

Abuámir se echó de nuevo el hato al hombro y se internó en el barrio cristiano buscando el centro, para llegar a San Acisclo. Una vez en el atrio, comprobó que las vísperas habían comenzado y aguardó pacientemente junto al pórtico, escuchando los bellos cantos latinos de la salmodia. El perfumado humo del incienso se escapaba por la puerta y se mezclaba con el dulce aroma de los azahares, que reventaban ya a esas alturas del mes de marzo.

Al fin, fueron saliendo los jóvenes novicios de San Acisclo, los fieles, los presbíteros y, finalmente, el obispo, que se detuvo para dar limosna a algunos mendigos que aguardaban en la puerta. Abuámir se aproximó a él. Asbag le miró por un instante y no tardó en reconocerle.

—¡Abuámir! —exclamó—. ¡Cuánto tiempo! ¿Dónde te has metido hasta hoy?

—Oh, es largo de contar —respondió Abuámir—. Murió mi padre y tuve que partir hacia mi tierra para ocuparme de las cosas de mi casa. Pero… ya veo que eres obispo; has progresado en todo este tiempo. ¡Estarás contento!

—Mi vida ha cambiado mucho, ciertamente. Estos siete años han sido los más intensos. Pero ¡acompáñame! Vayamos a mi casa y hablemos de todo ello sin prisas.

Ya en casa, delante de un fresco vaso de limonada, los dos antiguos conocidos se contaron mutuamente cuanto les había sucedido desde la última vez que se vieron.

—Y dime, Abuámir —preguntó el obispo—, ¿no habría sido mejor para ti permanecer en el señorío de tu familia? Allí al menos eras un hombre importante, con hacienda y prestigio; en cambio, aquí, en Córdoba, hay advenedizos llegados desde todos los rincones del mundo buscando hacerse un sitio en la administración del imperio.

—No creas que no he pensado en ello —respondió Abuámir—, pero confío en poder encontrar mi oportunidad.

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